Historia con otra mirada

Por Pablo Ambrosetti

PRIMAVERA NEGRA … 

El 1° de septiembre de 1939 las tropas del III Reich invaden la joven república de Polonia dando inicio así a la guerra más larga y destructiva de la historia de la humanidad. Las mismas viejas y decadentes potencias europeas que habían tolerado en cómplice silencio el ascenso de Hitler al poder, como Francia e Inglaterra, reaccionaron ante la agresión nazi sólo cuando vieron amenazados sus miserables intereses hegemónicos. Otras naciones, como Italia, Noruega y Letonia primero, y Croacia y Ucrania después se aliaron a la ultra-derecha alemana. Suiza y España, en cambio, ocultaron su apoyo al nazismo bajo el edulcorado manto de la “neutralidad”. La misma despreciable táctica la llevó adelante por más de dos años la nueva potencia en ascenso: los Estados Unidos de América. Seis años después, y tras 55.000.000 de muertos, la mayoría de ellos civiles, cientos de ciudades arrasadas por los inclementes bombardeos y un holocausto genocida desatado sobre judíos, gitanos, homosexuales y militantes políticos de izquierda; el mundo fingió encontrar un nuevo equilibrio. El “arsenal de la democracia”, sostenido en el poder de sus armas nucleares y la fortaleza del dólar, se adueñó de medio mundo al que supo alinear en una nueva confrontación política, diplomática, tecnológica y económica con el más reciente “enemigo del mundo libre”: la Unión Soviética. Sin embargo, el gendarme del occidente capitalista nunca avanzó en una verdadera y profunda des-nazificación europea. La brutal e interminable dictadura franquista en España, el xenófobo nacionalismo croata, los regimientos terroristas de los Lobos Grises en Turquía o la trágicamente célebre “escuela militar francesa” utilizada para reprimir las revueltas argelinas fueron formas residuales de fascismo toleradas y aceptadas por todo el mundo occidental y cristiano en su lucha contra el comunismo. Ya en los años ´70 las sanguinarias dictaduras latinoamericanas y los regímenes militares pro-yanquis de toda el África sub-sahariana fueron formas más “perfectas y mecanizadas” de ese proyecto global impuesto por los EEUU de un “nazismo focalizado” articulado desde Washington.
A partir de los años ´90, con el colapso del bloque socialista europeo, el Neo-Liberalismo (a pesar de su verba democrática y modernizadora) descargó toda su furia dinamitando el Estado de Bienestar europeo, combatiendo a las organizaciones sindicales y estigmatizando a los debilitados partidos políticos de izquierda; pero tolerando y a veces estimulando el surgimiento de nuevos “nacionalismos de derecha” abiertamente anti – marxistas. El Frente Nacional en Francia, o Amanecer Dorado en Grecia son ejemplos de este reciclaje fascista en el corazón de la vieja Europa, que con el nuevo milenio vería surgir a expresiones aún más reaccionarias como la Liga del Norte italiana o Vox en España. Finalmente, y como no podía ser de otra manera, el continente americano no tardaría en ver crecer los hongos infectos del neo-fascismo vernáculo que tiene sus expresiones en el pinochetismo residual de Chile, el bolssonarismo brasileño, el trumpismo en el interior del Partido Republicano norteamericano y los libertarios argentinos que se funden con cada vez más amplios sectores de Cambiemos. Son esas ideas supremacistas, homofóbicas, anti-semitas, reaccionarias y macartistas las que crean las condiciones sociales para que un grupo desclasado de lúmpenes enceguecidos de odio puedan transformarse en el brazo ejecutor del poder real que busca dejar acéfalo de liderazgo al campo popular con un disparo. Ambos hechos ocurrieron un 1° de septiembre. Ambos fueron un atentado colectivo.
Rearmar el rompecabezas de la historia, será entonces, un acto de defensa popular.  

LA LIBERTAD Y EL SÍNDROME DE ESTOCOLMO

En agosto de 1973, durante el asalto a un banco en la capital sueca, se produjo un hecho que transformó los manuales de psiquiatría de todo el mundo. Tras verse acorralado por la policía, el delincuente tomó de rehenes a cuatro empleados bancarios que, lejos de resistirse colaboraron activamente con su captor. El psiquiatra que asesoraba a la policía local, llamado Nils Bejerot que participó de las negociaciones con el secuestrador y realizó las entrevistas posteriores a los rehenes finalmente liberados, acuñó el término “síndrome de Estocolmo” para definir este extraño comportamiento. Según este especialista el concepto explica o intenta explicar la “empatía que se establece entre la víctima y su captor que lleva a comprenderlo y justificarlo en su accionar.” Ahora bien, ¿pasa lo mismo en política? Veamos. El 4 de noviembre de 1980 gana las elecciones presidenciales del país más poderoso de la tierra un mediocre actor hollywoodense llamado Ronald Reagan. El nuevo mandatario encaró un ambicioso programa de reformas estructurales que intentó, y logró, desmantelar las bases del Estado Benefactor norteamericano instaurado desde mediado de la década del ´30. Los brutales recortes presupuestarios aplicados en salud, educación y asistencia social a los pobres (en su mayoría negros y latinos), la desregulación de la Bolsa de Comercio (dando inicio a las constantes burbujas especulativas) y la flexibilización laboral aplicada contra los trabajadores industriales fueron las banderas de la nueva administración Republicana. El apoyo financiero a los talibanes en Afganistán (que luchaban contra el gobierno pro-socialista de su país), el continuo intento de derrocamiento del Sandinismo en Nicaragua, el recrudecimiento del bloqueo a Cuba y el apoyo explícito a la sanguinaria dictadura chilena fueron, también, su sello distintivo en el plano internacional. Al mismo tiempo, el ahogo financiero descargado sobre los países endeudados con el FMI (como lo experimentó Argentina) fue el ariete imperial mediante el cual la administración Reagan intentaba imponer reformas “neo-liberales” en las frágiles economías latinoamericanas. Aliado incondicional de Margaret Thatcher, aplicó la tesis ajustadora del primer ministro inglesa a escala global. “La sociedad ya no existe, sólo hay individuos” declaraba una y otra vez, estimulando la darwinista idea de la competencia y el mérito individual como mecanismo dinamizador de la Historia. “La política es la lucha por la conquista de las conciencias” sintetizaba en varias entrevistas en las que descargaba su rosario de creencias anti- intervención estatal. Por casi una década, el presidente norteamericano logró infectar a una parte creciente de la población norteamericana y de la dirigencia política del mundo entero, con el nefasto virus del individualismo caníbal que se larva en el interior del sistema capitalista. El colapso del bloque socialista europeo, la neo-liberalización de partidos otrora populares como el peronismo menemista o el PSOE español y el tan promocionado “fin de la historia “parecieron darle la razón al primer mandatario yanqui. El mundo de la década del ´90 pareció ser entonces meramente un gran mercado global disputado, parcelado y subastado por corporaciones transnacionales y los insaciables agentes de Wall Street. Hoy, ya con el nuevo milenio en pleno desarrollo, vemos que ese triunfo de la derecha global tuvo por respuesta la heroica lucha de los pueblos de todo el mundo y la emergencia de modelos alternativos como fueron los gobiernos latinoamericanos de Chávez, Evo, Lula y Cristina, la terca resistencia cubana y el imparable desarrollo chino.
Sin embargo, los Trump, los Bolssonaro y ahora los Milei siguen dando batalla, intentando conquistar el “sentido común “de las franjas empobrecidas de la sociedad con una oferta política cada vez más reaccionaria, racista y violenta. ¿Será el fantasma de Reagan que sigue recorriendo el mundo? ¿O será que el síndrome de Estocolmo es la pandemia política del nuevo siglo? Los pueblos, los historiadores, y tal vez los psiquiatras tendrán la última palabra.

LA CANCIÓN COMO BANDERA

Una de las características esenciales de la civilización humana es la capacidad de producir arte. Desde los más oscuros inicios de nuestra historia nuestros antepasados expresaron ideas, dudas, sentimientos y representaciones mágico-religiosas en las paredes de las cavernas, los muros de los templos, los pórticos de las catedrales o los voluminosos manuscritos. Sin embargo, esas primeras formas de arte monopolizado por la burocracia administrativa del Estado, se complementaba con expresiones artísticas populares producidas y reproducidas por los sectores populares. La música, los bailes, el desarrollo la alfarería, el teatro y el circo itinerante fueron expresiones artísticas que hicieron accesibles estas prácticas a los grupos subalternos de la sociedad. Los juglares fueron, posiblemente, los primeros artistas populares de nuestra historia y los padres de eso que hoy llamamos “folclore”. Más cercano en nuestro tiempo, durante el Renacimiento, el arte comienza a ganar el espacio público gracias al talento de grandes maestros como Leonardo o Miguel Ángel y el “aporte económico “de las burguesías locales ahora re convertidas en “mecenas”. Ya en el siglo XIX, como consecuencia de las ideas de transformación social como la democracia liberal y el socialismo, el muralismo y la sátira ganan lugar en el creciente proletariado urbano europeo y latinoamericano. Desde entonces, y hasta ahora, el arte se politiza transformándose en una herramienta con la cual los sectores populares criticaban a los gobernantes, las clases dominantes y desafiaban las rígidas normas estéticas de la sociedad capitalista. Con el siglo XX, y la extensión de medios masivos de comunicación como la radio, el cine y los periódicos, la “cultura de masas” se desagarra en la disputa entre quienes pretendían que el arte sea un vehículo para la transformación social y quienes pretendían convertirlo en una mercancía más que se compra y se vende .Así, desde comienzos del siglo pasado , comienza a extenderse una especie de “movimiento contra-hegemónico” que expresa a través del arte ideas sumamente peligrosas para el status quo. El muralismo mexicano, los payadores rioplatenses, las caricaturas políticas, el candombe afro-descendiente y el tango arrabalero son las primeras expresiones de este fenómeno; que se completará a finales de 1950 con la irrupción del rock en EEUU e Inglaterra y la canción popular en América Latina. En esta última área, Argentina, Uruguay y Chile sería los máximos exponentes aportando decenas de canta-autores comprometidos con las causas populares.
Víctor Jara nacería con la primavera de 1932. Tras una infancia llena de privaciones materiales, que lo llevarían a vivir en orfanatos e internados juveniles, se formó en canto gregoriano llegando a ser director de coro en varias iglesias chilenas. Poeta autodidacta, actor y autor teatral se vuelca a la canción popular a comienzo de los años ´60 donde conoce a Violeta Parra quien lo afilia al Partido Comunista. El triunfo de la Unidad Popular, que lo encuentra en pleno auge de su carrera, lo catapulta al rango de “embajador cultural “; tarea que desarrolla de forma gratuita y con fervoroso compromiso militante. Sólo armado con su guitarra y sus convicciones recorre el mundo llevando las ideas de la “vía chilena al socialismo “entablando relaciones con los pueblos hermanos de América Latina y los gobiernos socialistas de Asia, África y Europa. Promocionando a nuevos artistas y poniéndose al servicio de todos los festivales que se realizaban en favor de las causas populares. El golpe de Estado criminal del 11 de septiembre de 1973 lo encontró en Chile codo a codo con su pueblo. A la mañana siguiente, luego de asilar a su esposa e hijas en la embajada belga, Jara (sobre el que pesaba un pedido de captura) se presenta ante las autoridades militares; dispuesto a afrontar a los enemigos del pueblo en lugar de huir de ellos. Rápidamente encarcelado fue trasladado al Estadio Nacional de Fútbol, en pleno corazón de Santiago, ahora convertido en el mayor campo de concentración del continente. Allí fue interrogado por la jauría pinochetista que, al no poder obligarlo a denunciar compañeros, lo torturaría ferozmente destrozándoles las manos, luego amputándoles los dedos y finalmente cortándole la lengua. Su cuerpo sin vida, acribillado y desnudo, fue arrojado desde una camioneta militar en la puerta del cementerio municipal de Santiago el 16 de septiembre; exactamente una semana antes de cumplir 41 años.
Este “proletario de la canción”, como le gustaba llamarse así mismo, inauguraba con su célebre nombre una interminable lista de anónimos luchadores sociales y políticos que pagaron con su vida el sueño de construir un Patria Grande justa y liberada.
En tiempos de youtubers adolescentes, artistas edulcorados, periodistas amaestrados y rockeros de jet-set no viene mal recordar el ejemplo de seres como Víctor Jara que buscó en sus canciones esa gloria que sólo se encuentra en el abrazo fraternal del pueblo y no en los miserables aplausos patronales.  
(FOTO lA IZQUIERDA DIARIO)

EL ABRIL DE LOS GUARDAPOLVOS REBELDES


Pocos territorios institucionales son tan falsamente presentados como homogéneos y asépticos de forma tan explícita la escuela. El nefasto “mito sarmientino” de la educación pública como un espacio armónico y carente de disputas políticas , logró encarnarse en bastos sectores de la sociedad. La edulcorada fábula de la maestra rubia, maternal y asexuada que ejerce de forma casi sacerdotal la vocación por la enseñanza envuelta en el virginal guardapolvo blanco es, además de mentira, una imposición ideológica de la clase dominante. Ese “templo laico del saber” en el que se pretendía convertir a la Escuela, es, como toda institución burocrático-administrativa del Estado capitalista un escenario de la lucha de clases. Desde la sanción de la Ley 1420 (a finales del siglo XIX) el Estado monopolizó los objetivos político-pedagógicos del hasta entonces anárquico sistema escolar. La Nación construía establecimientos escolares, confeccionaba los programas de estudios, acreditaba saberes a los estudiantes, designaba docentes y reconocía títulos expedidos. La educación (en tanto conjunto de prácticas y saberes socialmente reconocidos como valiosos) fue, desde siempre, monopolio del Estado. Así vista, la enseñanza escolar, era el patrimonio exclusivo del Estado que buscaba la “argentinización de los hijos de los inmigrantes y la civilización de los pueblos originarios y criollos”. Por varias décadas el Estado monopolizó esta “fábrica de sentido” en el que la escuela se convirtió. Sin embargo durante la presidencia de Frondizi, con la introducción de las políticas de ajuste estructural impulsadas por el ministro Álvaro Alsogaray, la Nación comienza a transferir los servicios educativos a las provincias.
Nace así la “provincialización educativa” que se completa (y durante el mismo nefasto gobierno radical) con la habilitación a gran escala de la educación privada. Durante el gobierno de Menem, la sanción de la Ley Federal de Educación, completó este cuadro en el cual el Estado Nacional se desprendió de las últimas escuelas que poseía transfiriendo a las Provincias el “costo” que el sistema escolar significaba. Esta nueva fragmentación escolar no pudo tener otra consecuencia que la que finalmente tuvo: disparidad en los salarios docentes, programas de estudios absolutamente descentralizados y regímenes jubilatorios muy asimétricos para los trabajadores de la educación. Así, mientras que por ejemplo Tierra del Fuego, Santa Cruz o Santa Fe ostentaban los salarios docentes relativamente altos, Chaco, Misiones o Formosa pagaba los sueldos docentes más bajos del país. Mientras que en todo el país la educación pública reviste su carácter laico y científico, Salta y Tucumán, mantienen hasta nuestros días la enseñanza del culto religioso católico en los establecimientos escolares.
Esa brutal política de “asimetrización social y regional” llevada adelante desde la década del ´60 generó la inevitable resistencia popular. Fue así que el 2 de abril de 1997 la CTERA (sindicato docente a escala nacional) inaugura un novedoso plan de protestas conocido como la Carpa Blanca. Por algo más de dos años docentes de diversos puntos del país acamparon frente al Congreso Nacional reclamando una “ley de financiamiento educativo” que atenúe las brutales asimetrías entre provincias ricas y pobres. Hubo festivales artísticos, ruedas de prensa y largos ayunos de maestros y profesores que intentaron poner fin a la orgía neo-liberal menemista. Finalmente, y si bien no se logró derogar la nefasta Ley Federal, la protesta obtuvo el triunfo de lograr que la Nación garantice un piso salarial para todos los docentes del país. Hubo que esperar hasta el 2006 para que el gobierno de Néstor Kirchner sancione la Ley Nacional de Educación que desmontaba (en parte) la siniestra herencia menemista. Más, y a pesar de este triunfo, las diferencias entre salarios y condiciones laborales seguían existiendo entre las provincias. De allí que un abril del 2007 (cuando se cumplía el décimo aniversario de la instalación de la Carpa Blanca) una prolongada huelga de docentes neuquinos culmina en una violenta represión policial que le cuesta la vida a Carlos Fuentealba. Las balas de la policía provincial que respondía al gobernador y candidato presidencial Jorge Sobich hacían blanco sobre los guardapolvos que, ahora, se teñían de sangre. Hoy, en tiempos de pandemia global y crisis económica continua, la misma derecha ajustadora y vaciadora de la escuela pública de ayer se erige como la “garante del derecho a enseñar y aprender”. Las balas de plomo de ayer hoy reaparecen recicladas en las acciones negacioncitas de la “infectocracia porteña” que buscan imponer la prespecialidad a sangre y fuego mediático. Por lo visto, como ha ocurrido en varios abriles, los guardapolvos una vez más están de luto.

EL NACIMIENTO DE LA HISTORIA

Un 13 de agosto de hace 95 años atrás nacía en la pequeña ciudad cubana de Mayarí el hijo mayor de una tradicional familia criolla de clase media, de prósperos comerciantes. El joven, formado académicamente en las selectas escuelas jesuíticas fue un destacado estudiante que apenas superado los 20 años había logrado graduarse con honores en la Universidad de derecho. Abogado de profesión inició su participación política en el tradicional Partido Ortodoxo que abrevaba en las ideas del republicanismo liberal, la doctrina social de la Iglesia y el nacionalismo martiano. Destacado orador y agitador beligerante, desde 1952 encabezó las protestas estudiantiles contra la naciente dictadura de Fulgencio Batista; un oscuro militar de bajo rango sostenido por el Departamento de Estado norteamericano y la mafia de Nevada. Un año después, junto a un centenar de jóvenes valientes y aventureros, encabezó el intento de copamiento del cuartel Moncada (una cárcel y arsenal al servicio de la dictadura) donde se hallaban detenidos varios detenidos políticos. La derrota militar lo llevó a la cárcel y luego al exilio mexicano desde donde, lejos de desanimarse, reagrupó fuerzas y recursos con la intención de volver a la lucha por la liberación de su patria. A fines de 1956 el abogado, ya convertido en líder revolucionario desembarcó en Cuba dispuesto a enfrentar y derrotar a la dictadura. El ejército rebelde por él comandado que luchaba desde el corazón de la selva tropical, sumado a la creciente ola de protestas sindicales y estudiantiles que agitaban las grandes ciudades de la isla hicieron posible la victoria para comienzos de 1959. Una semana después, con apenas 33 años, asumía el cargo de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y líder político de la naciente Revolución. Ese día estaba naciendo una leyenda continental. Con su guía y liderazgo Cuba fue “revolucionada”, pasando de ser un lupanar al servicio de la decadente burguesía norteamericana para transformarse en el faro mundial de las transformaciones sociales. Las masivas campañas de vacunación y alfabetización desarrolladas por el Estado Revolucionario se daban a la par de la reforma agraria y la expropiación de empresas estadounidenses como Coca-Cola, United Fruit y los hoteles y casinos en manos de la mafia. El criminal ataque yanqui (expresado primero en el intento de invasión llevado adelante en 1961 y después con el criminal bloqueo económico decretado en 1962) obligó a la pequeña isla a buscar el socorro soviético. Así nacería la Cuba socialista que enamoraría a millones de luchadores sociales del mundo entero y aterrorizaría a las derechas de todo el globo. El desarrollo del deporte, la universalización del derecho a la salud y el desarrollo de la industria farmacológica fueron algunos de los frutos que el líder revolucionario, ahora convertido en hombre de Estado, pudo ofrecer a su pueblo. La implosión de la URSS y la consecuente crisis económica que golpeó a la isla no lo hicieron claudicar ni evitaron que Cuba practicara el internacionalismo solidario donando remedios y llevando médicos con las naciones más pobres de África, Asia y América Latina por más de 3 décadas. Hasta nuestro país logró erradicar la meningitis en 2003 gracias a las vacunas cubanas.
El nuevo siglo lo encontró apoyando los procesos revolucionarios de Ecuador, Bolivia y Venezuela, apoyando los gobiernos populares de Argentina, Brasil y Uruguay y colaborando en 2005 para derrotar al carnicero imperial George W. Busch en el inolvidable “No al ALCA “.
El peso de los años fue menguando sus fuerzas físicas, pero no la de sus ideas que siguieron conduciendo los destinos de una nación que se niega a rendirse frente a los designios de un imperio decadente. La muerte lo halló reflexivo, autocrítico y sereno, más no domesticado ni arrepentido de las hazañas realizadas. Muchos lloraron su partido.
Otros celebraron miserablemente descargando limosnas de odio retroactivo contra la lápida de un hombre que ayudó a parir un mundo nuevo que aún está por construirse. La indómita rebeldía cubana es la herencia que este hombre le dejó a la parte de la humanidad que aún lucha por un mundo sin explotadores ni explotados. La historia, inmortal, fue su testigo.
¿Acaso, es necesario que digamos su nombre?...

La contra-revolución de mayo

Pocas cosas se presentan tan difíciles como lo es de percibir un hecho histórico en el mismo momento que este se está desarrollando. Cuando hace millones de años un antiguo antepasado del humano aprendió a utilizar el fuego para alumbrarse por las noches y cocinar la carne, seguramente no fue capaza d dimensionar el cambió histórico que este descubrimiento implicaba. Cientos de miles de años después cuando el primer humano hizo un dibujo en las paredes de las cuevas en donde se refugiaban ignoró que estaba inventando las dos formas de comunicación más evolucionadas y perdurables de todo el universo: el arte y la escritura. Como vemos, la historia se aprecia con más claridad al día siguiente. Vayamos púes, entonces, unos cuantos días atrás. Finalizaba la década del ´80. Estados Unidos y Europa se alineaban como parte de la avanzada derechista a escala global. Reagan, Tatcher, imponían un violento plan de ajuste estructural del Estado fronteras adentro de sus naciones y lograban quebrar ideológicamente a las social-democracias de la Francia de Mitterrand o la España de Felipe González. Japón era el “ejemplo mundial” de flexibilización laboral, leyes anti-sindicales y Paraguay y Chile seguían gobernadas por sangrientas dictaduras militares sostenidas por Washington.
La URSS comenzaba a dar claras señales de agotamiento económico mientras que parte de Europa del Este se desmembraba en esperanzadoras aperturas políticas y violentas des-regulaciones económicas. Cuba continuaba bloqueada y agredida desde Miami, la revolución nicaragüense debía enfrentar a los “contras” ligados al narcotráfico panameño y las tropas yanquis se desplegaban con impunidad por Colombia y El Salvador. Era el escenario que nos rodeaba. Nuestro país, que apenas superaba un lustro de democracia, era gobernada por la versión criolla de la social-democracia europea. Alfonsín, había logrado el hito histórico de juzgar y a condenar a los máximos responsables del genocidio desatado por la dictadura militar y llevado adelante una valiente pelea contra la Alta Clerecía al aprobar las leyes de “patria potestad compartida” y el “divorcio civil”. Sin embargo, a poco de andar, el “nuevo orden mundial se impuso en la política doméstica”. Una política económica de ajuste, continuas devaluaciones del peso, leyes anti-sindicales y el comienzo de las políticas de “provincialización de la educación y la salud”, cierre de varias vías férreas y anuncio de privatizaciones de empresas estatales. La tibia social-democracia radical se transformaba, inevitablemente, en un plan de ajuste neoliberal. Es así que, en medio de una crisis económica sin precedentes históricos, movilizaciones obreras multitudinarias en reclamo de un nuevo “Plan económico”, asonadas castrenses, saqueos en las empobrecidas barriadas populares y una deuda externa monumental se decide adelantar el calendario electoral. Así el 14 de mayo de 1989 el Frejupo, llevando a Carlo Menem como candidato presidencial, se impuso en las elecciones con casi el 49% de los votos. El candidato electo, que parecía encarnar la tradición popular del peronismo sumada a la mística del caudillo del interior, sería el Caballo de Troya del desembarco neo-conservador en nuestras tierras. Su triunfo electoral fue una derrota histórica para el conjunto del pueblo y las fuerzas políticas populares. Tal vez entonces no pudimos verlo. Pero ahora tenemos la obligación de recordarlo. Si es que no queremos volver a la edad de piedra…

EL HUEVO DE LA SERPIENTE

Este mes se conmemorará un nuevo aniversario de la instauración de la más sanguinaria Dictadura de nuestra historia. Las restricciones que la pandemia global de covid nos impone impedirá, por segundo año consecutivo, que las muchedumbres que componemos el campo popular ganemos las calles movilizándonos rumbo a Plaza de Mayo. Habrá sin duda actos virtuales, homenajes a cargo de los imprescindibles organismos de Derechos Humanos y dolor en el corazón de miles y miles de hombres y mujeres comunes. También habrá lugar para las bien televisadas lágrimas de cocodrilo de periodistas famosos, las reflexiones sensibleras de políticos de derecha y los llamados a la “unión y armonía” del Episcopado. Una vez más podremos oír el atronador silencio de las Cámaras Empresarias, la Sociedad Rural y la Embajada norteamericana que, como viene haciendo desde hace décadas, fingirán que nada ha sucedido. Tampoco nos privaremos de las venenosas editoriales de Majul, Lanata o Leuco que intentarán emparentar a Videla con Cristina; ni evitaremos leer los twits de Fernando Iglesias o Eduardo Feimman que descargarán sus provocaciones en las cloacas de las redes sociales. Es decir que, lejos del discurso políticamente correcto que intentan hacer de la democracia un “pacto de civilidad”, este 24 de marzo la “grieta” quedará expuesta a la vista de todos. ¿Pero, porque ocurre esto? La respuesta, como siempre, está en la historia.
Nada favoreció tanto la” amnesia social “frente al horror de la Dictadura como el discurso alfonsinista. Desde su campaña electoral, la UCR, logró imponer el imaginario que el desarrollo de la historia de nuestro país (desde 1810 hasta el siglo XX) era, en realidad, la disputa entre “Democracia y Autoritarismo “. Los próceres de mayo (como Belgrano y San Martín), los modernistas liberales (como Alberdi y Sarmiento) y los cívicos (como Alem e Yrigoyen) fueron, para esta visión, los apóstoles de la “república y la libertad”. Los sectores reaccionarios primero (como Saavedra y la Iglesia católica), Rosas y los caudillos federales después y finalmente Roca y los conservadores eran presentados en cambio como la encarnación del “autoritarismo y el atraso”. La nefasta película documental “La república perdida” es una clara muestra de la visión maniquea y distorsionada que la UCR logró imponer hasta el día de hoy sobre la política y la historia argentina. De más está decir que el peronismo en su conjunto fue incluido en el bando de los “autoritarios” que a fuerza de movilización popular y desprecio institucional avanzaba contra las libertades cívica y económicas. De allí que el golpe militar de 1955 sea presentado como la “Revolución Libertadora” y que contara con el apoyo explícito del radicalismo en figuras como Miguel Zabala Ortiz (canciller de la dictadura), Patrón Laplanette (interventor de la CGT) o Ricardo Balbín (incasable apologista de Lonardi y Aramburu).
Fue este último cuando, en ejercicio de la presidencia, firmaría el 5 de marzo de 1956 el Decreto 4161 que prohibía pronunciar “el nombre de Perón, Evita, utilizar símbolos partidarios del régimen depuesto y hacer mención pública o privada de expresiones como Peronismo, Tercera Posición, Descamisado, Compañero o Justicia Social “. Casi 5000 dosis de vacunas y los únicos dos tomógrafos existentes del país fueron destruidos, en plena epidemia de polio, por llevar el logo de la Fundación Evita. Luego vendrían largos años de gobiernos civiles que llegaría al poder en elecciones fraudulentas (como el Frondizi e Illia) o dictaduras militares como las de Lannuse y Onganía en la que la UCR sería parte central. También serían años de resistencia popular y de heroicas luchas del sindicalismo combativo que no serían doblegadas ni compradas por el mercado. Tal vez por eso, 20 años después de la firma de ese vergonzoso decreto, la muerte y la miseria planificada se institucionalizaría en la Junta Militar para (ahora sí) exterminar a los luchadores que los “libertadores del 55” se habían limitado a silenciar. La derecha más brutal (con su brazo ejecutor en las FFAA, su brazo económico en la UIA y la SRA, y su brazo ideológico en la Alta clerecía, los liberales y la UCR) venían a librar su última batalla contra el enemigo de siempre: el pueblo y la clase trabajadora.
Es bueno recordarlo. Es necesario. Al odio no lo vence el amor…lo derrota la memoria.

Los dos 17

Pareciera ser una obsesión de los argentinos creer obstinadamente que la historia de nuestro maltratado país es, una excepción mundial. Todos hemos escuchado desde siempre a comunicadores mediáticos, intelectuales en oferta y hasta políticos profesionales insistir, de forma casi patológica, en la idea que “Argentina no es un país normal”. Sin embargo, una rápida mirada a nuestro pasado nos obliga a complejizar la mirada. La fecha del 17 de octubre, que ya pertenece a nuestro folclore político, es popularmente conocida como el “Día de la Lealtad”.

Ese día, una multitudinaria movilización popular desbordó los coquetos márgenes de la Plaza de Mayo reclamando no sólo la libertad del coronel Juan Perón sino también la plena vigencia de todos los derechos laborales adquiridos durante su gestión al frente de la secretaría de trabajo y Previsión Social. El medio millón de hombres y mujeres que ingresaron de golpe en el centro porteño, escenario históricamente reservado a los sectores acomodados de nuestras clases privilegiadas, se movilizó por lealtad a sus propios intereses. No fue un acto de “amor al líder” (como edulcora la visión peronista) ni de “espontaneidad irracional“ (como estigmatiza la versión gorila); fue una acción política de una clase obrera organizada en sindicatos fuertes que la llevaba acumulado sobre sus espaldas 70 años de luchas y utopías. No fue Perón quien “incorporó a los trabajadores a la vida política como sujetos de derecho”, fueron los trabajadores los que “construyeron colectivamente a Perón” como una estrategia para ser visibilizados. Por eso la identidad peronista sigue siendo mayoritaria en el interior de nuestra clase trabajadora a casi medio siglo de la desaparición física de su líder. ¿Ahora bien, esta fidelidad política es una prueba de la anomalía política de nuestra excepcional argentinidad? Por supuesto que no, y la muestra de esta sentencia la encontramos muy cerca de nuestra frontera norte.

Tras casi dos siglos de vida independiente, Bolivia seguía siendo un país atrasado, empobrecido, saqueado en sus riquezas naturales, con altísimos niveles de analfabetismo y una sociedad fracturada social y racialmente. El partido político que había logrado algunas mejoras concretas para las masas campesinas e indígenas ( el MNR) había sido derrocado por un sangriento Golpe de Estado en los años ´60, fracturado en tres partes en los años ´80 y convertido en una versión moderada del neo-liberalismo global en los ´90. Las guerrillas de izquierda (el MLN creada por el propio Che Guevara) y el Partido Comunista (que controlaba los sindicatos mineros) habían sido arrasados y sus líderes se encontraban encarcelados, exilados o muertos desde hacía años. Y los movimientos indígenas y campesinos se hallaban fragmentados y enfrentados entre sí. Ese mapa terrorífico hizo posible que Gonzalo Sánchez de Losada (un empresario multi-millonario que vivía en California y no hablaba español) se convierta en presidente con sólo el 29% de los votos. Al asumir (y luego de encarcelar a varios militantes de izquierda como al propio Álvaro García Linera) se lanzó a “privatizar el agua”. Como el cobre y el estaño ya estaba en propiedad de compañías anglo-norteamericanas, el 90% de la tierra cultivable estaba en manos de apenas 12 familias terratenientes (muchas de ellas vinculadas al rentable negocio de la coca), los yacimientos de petróleo eran propiedad de la oligarquía blanca de Santa Cruz de la Sierra, y la DEA monopolizaba el tráfico de drogas vía Colombia y Panamá; el agua era el único botín que la rapiña imperial podía disputarle al pueblo. El presidente boliviano (que fue 36 años Gerente General de la Coca-Cola) firmó varios decretos que entregaban “a perpetuidad las fuentes de aguas a dos empresas extranjeras” y que penalizaba con 5 años de prisión a aquellos campesinos que “recolecten agua de lluvia para regar sus plantaciones”. Ante este saqueo el combativo Sindicato de Campesinos Cocaleros (que comandaba un joven campesino marxista llamado Evo Morales) protagonizó grandes protestas en La Paz Y Cochabamba que fueron violentamente reprimidas. La llamada “Guerra del agua” fue una causa nacional que permitió aglutinar todos los pedazos del campo popular que antes se hallaban dispersos y avanzar en la construcción de un partido político que exprese sus demandas: el MAS que llevaba al propio Evo como candidato a diputado. A pesar de ganar las elecciones, Morales no pudo asumir su banca porque Sánchez de Losada ordenó su detención acusándolo de “terrorista”. Sin embargo, y a pesar de tener a su máximo referente preso, los sindicatos mineros, los movimientos sociales, las comunidades indígenas y los campesinos se lanzaron a las calles de todas las grandes ciudades bolivianas a pesar de la declaración del Estado de Sitio. Ni la represión policial, ni la clausura del Congreso ni los tanques militares que avanzaban abriendo fuego contra la población civil pudieron detener esa marea popular que emergía del subsuelo de una Patria Grande sometida que se sublevaba tras 500 años de opresión. Montado en un helicóptero militar que lo llevaba a refugiarse a la embajada norteamericana, Sánchez de Losada renunciaba para luego exilarse en su amada California. Era el 17 de octubre del 2003. Tal vez haya sido una casualidad del calendario político de nuestra América. O tal vez no. Pero hay un hecho objetivo que no podemos dejar de señalar. Sólo el pueblo movilizado puede decidir quién entra en la Historia y quien se va para siempre. 

Medianoche macabra

Desde finales de la década del ’60 extensas regiones de nuestra América se vieron convulsionadas ante el surgimiento de grupos armados que enfrentaban política y militarmente a las élites dominantes.
Liberales de izquierda que en Colombia enfrentaban a los autoritarios gobiernos del Partido Conservador, movimientos campesinos que en Paraguay luchaban contra la gran oligarquía terrateniente y grupos marxistas que enfrentaban a las dictaduras militares de Bolivia, Perú y Brasil se sumaban a las formas de resistencia obrero-estudiantil que agitaban los grandes centros urbanos de Chile, Uruguay y Argentina. La pesada herencia de casi dos siglos de colonialismo, la pornográfica concentración de la riqueza en pocas manos, la inocultable penetración económica por parte del FMI y saqueo que las empresas multinacionales hacían de nuestros recursos naturales, sumado a la proscripción política de los partidos políticos populares no podían llevar a otro resultado que la continua y cada vez más virulenta resistencia popular.
En nuestro país, ese ciclo de luchas que se inicia con la resistencia peronista al golpe de 1955, alcanzó su punto más alto en el “Cordobazo”. Allí confluyeron sectores sociales tan diversos como los obreros industriales mejor pagos del continente, los estudiantes universitarios, movimientos ligados a la Teología de la Liberación, corrientes político-sindicales ligadas al maoísmo y dirigentes tan distintos como el peronista Atilio López y el comunista Agustín Tosco. Ese convulsionado año de 1969 la unidad del campo popular y revolucionario hizo temblar el sistema de dominación vigente. No fue casual entonces que, desde el centro de la reacción global, EEUU, se difundiera la nefasta “Doctrina del Enemigo Interno” que se impuso rápidamente como el credo de las FFAA de toda América Latina.
La Dictadura militar en retirada debió negociar con Perón, no sólo la re-apertura democrática, sino también la vuelta del líder exilado desde hacía casi dos décadas. La vuelta del peronismo al poder en 1973, tras recibir un arrasador apoyo del 62% de los votos, fue sin duda el corolario de años de lucha. Sin embargo, la repentina muerte de Perón desató un profundo cisma dentro de las organizaciones armadas. Mientras que los sectores que respondían a Montoneros intentaban mantener cierta alianza con el gobierno y el Estado, el ERP (brazo armado del guevarista PRT) prefirió continuar la lucha armada. Este grupo, que tenía una importante penetración sindical en el Gran Buenos Aires y Córdoba, contaba entre sus cuadros dirigentes a conocidas figuras como el cineasta Raymundo Glayser, el poeta Arnoldo Conti o los periodistas María Seoane, Eduardo Anguita o Luis Brustein. Siguiendo la “teoría del foco”, y empujados por un clima de creciente conflictividad social, el ERP apostó a la construcción de una guerrilla rural en los montes tucumanos. Provincia pobre y de gran densidad demográfica, con una población obrero-campesina explotada pero altamente combativa, parecía ser el escenario ideal para reproducir la heroica lucha de liberación que los cubanos habían llevado adelante con Fidel y el Che a la cabeza. Sin embargo, el experimento acabaría en tragedia. El gobierno derechista de María Estela Martínez, en total alineamiento con las directrices represivas del Departamento de Estado Norteamericano, entregaría al Estado Mayor del Ejército la “aniquilación de la subversión”. El general Antonio Domingo Bussi militarizó la provincia de Tucumán y no ahorró violaciones a derechos humanos para desmantelar la lucha popular. Este “ensayo del plan sistemático de exterminio” fue bautizado por la cúpula castrense como “Operativo Independencia” y clausuró sangrientamente la experiencia de la guerrilla rural en nuestro país.
Por eso, el 24 de diciembre de 1975, el General Videla habló por cadena nacional anunciando “el triunfo de las fuerzas del orden frente a la acción disolvente de la subversión a apátrida”. Mientras con áspero tono castrense enviaba saludos a la ciudadanía en “este día tan importante para la cristiandad”, anunciaba que “las FFAA iniciaban una vigilia de 90 días para esperar que el gobierno defina su rumbo”. La navidad más negra de la historia alzaba su copa brindando por la muerte que se desataría un 24 de marzo de 1976. 

Las negras raíces del odio 

La memoria es, como se sabe, un campo de batalla. Decidir que recordamos o que olvidamos como sociedad es la forma en la que construimos una identidad pasada y una pertenencia histórica. De allí que no todos los pueblos recuerden lo mismo ni de igual manera. Es por eso que la memoria de las naciones poderosas se edifique sobre todas las crueldades y abusos que descargaron sobre las naciones más débiles. Veamos un ejemplo. Desde su “descubrimiento” por parte de la flota portuguesa en 1499, Sudáfrica (llamada entonces Buena Esperanza) fue un enclave colonial disputado por todas las potencias europeas. Punto clave en la ruta marítima rumbo a India y zona productora de diamantes, fue ocupada sucesivamente por holandeses y británicos; que además de saquear sus riquezas naturales obtuvieron grandes ganancias gracias al tráfico de esclavos.
El “comercio negrero”, como se llamaba en esos tiempos al secuestro y venta de seres humanos, eran tan lucrativo que las compañías comerciales de Inglaterra y Holanda no tardaron en asociarse en prósperas alianzas empresariales y conyugales. Surge así la sociedad “Bóer” sudafricana: una colonia blanca enclavada en el extremo sur del continente negro donde se aplicó desde fines del siglo XVI un “capitalismo racializado” conocido como Apartheid.
Por más de dos siglos una minoría blanca (que representaban el 2 % de la población) dominaba la política y la economía del país al que explotaban para exclusivo beneficio de las autoridades de Londres y Ámsterdam.
Sin embargo, desde finales del siglo XIX y comienzos del XX, comenzaron a aparecer grupos de intelectuales negros (muchos de ellos educados en Europa), partidos políticos de inspiración marxista y movimientos de campesinos y trabajadores que presionaban por el fin del colonialismo. La repuesta a estos reclamos fue la esperable: militarización de la sociedad, recrudecimiento represivo y la construcción de “ghetos” en los que se recluía a grandes masas de familias negras que eran condenadas a vivir en la más extrema de las miserias. La prohibición de circulación de negros en determinadas áreas del país exclusivamente reservadas para blancos y la reserva del derecho al voto sólo para estos últimos completaban este horroroso cuadro.
Para finales de los años ‘50 la conflictividad política, social y racial se hizo cada vez más difícil de contener para la racista dictadura blanca sudafricana. El Congreso Nacional Africano era el partido político continental que luchaba por la descolonización de toda África, y que agrupaba a figuras tan importantes como el congoleño Patrice Lumumba o Sekou Touré de Guinea Ecuatorial. El joven abogado Nelson Mandela era la ascendente figura política dentro de este espacio en toda Sudáfrica. Orador destacado, reconocido militante nacionalista anti-segregacionista, Mandela unía el reclamo de libertad política con un profundo programa de transformaciones sociales que incluían el fin del colonialismo, la igualdad racial y la reforma agraria. Su cercanía con el Partido Comunista, su abierto enfrentamiento con el imperialismo inglés, su acompañamiento a los movimientos negros en EEUU, su abierto apoyo a la revolución cubana y a la resistencia palestina lo llevaron a la cárcel en 1963 acusado de “terrorismo”.
27 años pasó Mandela encerrado en las mazmorras de la dictadura racista, sufriendo todo tipo de apremios y privaciones que lejos de debilitarlo lo templaron en su firma carácter revolucionario. El 11 de febrero de 1990, en medio de una ola de levantamientos populares que el decadente gobierno colonial ya no podía controlar, Mandela es liberado. Una multitud lo vio emerger de la prisión con el cabello encanecido, su enorme cuerpo algo degastado y su firme puño izquierdo en alto. “Iré a mi casa, besaré a mi esposa y luego…violaré todas las leyes de los blancos …” fue su escueta declaración periodística. Cuatro años después, Mandela era elegido presidente por el más del 80 % de los votos en los que fueron las primeras elecciones libres de la historia de Sudáfrica.
Cuando murió, en 2010, la hipocresía imperial regaló su último y cínico acto. El presidente de los EEUU, Barack Obama decidió participar del velorio oficial realizado por tres días en Ciudad del Cabo. Y allí, frente al féretro que contenía el cuerpo de un guerrero invencible, el mandatario yanqui retiró el apellido Mandela de la lista de terroristas buscados por el FBI. 

EL LABORATORIO CHILENO

A comienzos del siglo XXI el geógrafo inglés David Harvey sorprendió al mundo al publicar un sorprendente libro llamado “Historia del Neo-liberalismo”. Allí, y muy lejos de describir cadenas montañosas, cursos de ríos caudalosos o áridos desiertos de arena, el investigador británico realizó un impecable estudio sobre el desarrollo económico del capitalismo en su fase actual.
La novedosa hipótesis planteada por el autor fue que, a contramano de la explicación imperante, el neo-liberalismo se impuso “desde la periferia global hacia el centro”. Más precisamente desde Sudamérica hacia Europa y EEUU. ¿Cómo sería esto? Veamos.
A poco de terminar la Segunda Guerra el economista austríaco Friederich Von Hayek consideró que la economía mundial debía volver a “auto-regularse “; condenando al mismo tiempo al Estado de Bienestar y al comunismo. Esta vuelta al gobierno global de la “mano invisible del mercado “, Hayek lo bautizó “Neo-liberalismo “. Sin embargo, estas ideas no contaron con mucho apoyo mundial, sobre todo en un contexto donde tanto Estados Unidos como Europa occidental intentaban desarrollar modelos capitalistas de inclusión para poder competir contra el Socialismo de Estado de la URSS, China y Europa del este. Países tan brutalmente capitalistas como USA, Inglaterra, Francia , Italia o Alemania lograron, muy lentamente, desarrollar industrias de avanzada a la vez que podían mostrar crecientes índices de distribución del ingreso en manos de los trabajadores .Esta novedosa alquimia económica lograda entre Grandes Empresas , Sindicatos poderosos, partidos políticos Social-Demócratas y Estado supo combinar por 3 décadas desarrollo económico, servicios públicos eficientes y gratuitos, altos niveles de consumo y bienestar general. Sin embargo, el rostro amable del capitalismo era, en realidad, una mera estrategia cosmética obligada por la coyuntura de la Guerra Fría. Mientras que el “modelo socialista” (que también podía mostrar éxitos económicos, sociales y tecnológicos) quedara limitado a la lejana URSS, a la misteriosa China o a la bloqueada Cuba, Estados Unidos podía fingir ser una “potencia democrática”.
Sin embargo, el 4 de septiembre de 1970 un terremoto político sacudió la árida tierra chilena. La Unidad Popular (una alianza política entre socialistas, comunistas, progresistas de izquierda y cristianos revolucionarios) ganó las elecciones llevando a la presidencia de la república a Salvador Allende. Por primera vez en la historia, un gobierno de izquierda se erigía sostenido por la legitimidad de millones de votos. Esta “Revolución en Paz”, como la llamó el propio Allende fue inaceptable para el “arsenal de la democracia “. Más aún, cuando el nuevo gobierno nacionalizó las minas de cobre (propiedad de una empresa norteamericana que presidía el ex embajador yanqui en la Argentina Braden) y le entregó la dirección de la explotación del preciado mineral al sindicato de mineros; la Casa Blanca decidió intervenir. Se intentó ahogar económicamente a Chile negándole créditos del FMI y el BID. Se fomentaron cacerolazos masivos en los barrios coquetos de Santiago al tiempo que Henrry Kissinger (autor ideológico del Plan Cóndor) se reunía reiteradamente con las cúpulas militares chilenas. El lanzamiento de la “Reforma Agraria” por parte de Allende, su apoyo irrestricto a la Revolución Cubana y el cobijo que el gobierno chileno daba a los perseguidos políticos de Chile, Brasil y Argentina, sellaron su suerte. Tres años y una semana después de asumir su cargo, Allende asesinado y su gobierno derrocado por uno de los más sanguinarios esbirros del imperialismo norteamericano: César Augusto Pinochet. A poco de asumir introdujo, según explica Harvey en su libro, todas las reformas estructurales que luego el neo-liberalismo aplicaría a escala global. Chile, que hasta hoy cuenta con el sistema de Salud, Educación y Jubilaciones en manos privadas; que destina el 100 % de las regalías obtenidas por la exportación de cobre para las FFAA y que tiene una Constitución escrita de puño y letra por Pinochet, fue el laboratorio del neo-liberalismo. Los miles de chilenos que debieron sufrir el encarcelamiento, la tortura y la muerte para que ese modelo se imponga fueron sólo un costo. Los millones que hoy deben pagar por estudiar o recibir atención médica son clientes. Y Pinochet ayer, al igual que Piñeira hoy son sólo Gerentes de Recursos In-humanos. 

Cuarteles de invierno

El 12 de octubre de 1973, ante una efervescente multitud que rebalsaba la Plaza de los dos Congresos, Juan Perón juraba como presidente electo por tercera vez en la larga y agitada vida política de un país que lo había tenido como protagonista. Tras 18 largos años de forzado exilio, al que la perversa alianza entre militares, radicales y conservadores lo habían empujado, el viejo caudillo retornaba a una Argentina que lo esperaba ansiosa e ilusionada. Durante casi dos décadas los sucesivos gobiernos ilegítimos de la UCR o las represivas dictaduras de las Fuerzas Armadas, desarrollaron coherentemente un violento programa de saqueo económico al bolsillo de los trabajadores. La dictadura de Aramburu contrata el primer empréstito con el FMI , dando así inicio al ciclo de endeudamiento externo, Frondizi iniciará el proceso de vaciamiento económico del Estado al clausurar más de 10 ramales ferroviarios, privatizar el petróleo patagónico y transferir a las Provincias el costo de la educación y la salud pública y tanto Illia como Onganía aplicarían una agresiva legislación anti-sindical con el objetivos de introducir las primeras leyes de flexibilización laboral de nuestra historia. La persecución a los dirigentes obreros combativos, la proscripción política del PJ y el PC, la criminalización de la protesta social, el alineamiento con los EEUU y la extranjerización de la economía nacional fueron los ejes centrales del acuerdo político que los “libertadores del 55” imprimieron a sus nefastos e ilegítimos gobiernos cívicos-militares. Por 18 años el Estado, convertido en el gendarme de los intereses de la oligarquía agro-financiera, aplicó una violenta y continua revancha de clase contra los trabajadores y sus organizaciones. Pero a la vez, y con la misma heroica tenacidad de siempre, las clases populares desarrollaron una resistencia política y sindical que acabó por derrotar a la dictadura. Cuando Lanusse, el infame dictador responsable de la masacre de Trelew, llamó a elecciones todo el arco opositor festejó la victoria. Desde el peronismo tradicional (que bregaba por la vuelta del líder exiliado) al Sindicalismo de Liberación (que planteaba la construcción de un programa de gobierno obrero y socialista) a las organizaciones armadas foquistas (que apostaban a la toma del poder replicando el modelo cubano o vietnamita), todo el campo popular entendió que el nuevo escenario político que se abría era una conquista del campo popular. Sin embargo, la alegría duraría poco. Perón asumiría la presidencia con un contexto internacional sumamente hostil. Pinochet en Chile, Stroessner en Paraguay, Ovando en Bolivia, Costa e Silva en Brasil y Borderberry en Uruguay encabezaban sangrientas dictaduras de la más rancia derecha neo-fascista que rodeaban nuestras fronteras geográficas y políticas. El imperialismo norteamericano, ahora bajo la nefasta administración de Nixon, se retiraba derrotado de Viet-Nam dispuesto a que los costos de su aventura militarista sea pagada por el mundo entero empapelando el mundo de bonos basura y dólares sin respaldo. Wall Street sería ahora quien conquistaría o destruiría los territorios y recursos que el Pentágono no pudo ocupar con sus boinas verdes.
A la vez, en el plano interno, las grandes empresas (abroqueladas en la UIA y ADEPA) la banca privada (ya totalmente extranjerizada) y la oligarquía terrateniente (más interesada en la exportación que en el abastecimiento del mercado interno) esperaban que el nuevo gobierno peronista ponga un freno a las demandas de los sectores sindicales combativos. Los trabajadores, entre tanto, pretendían que Perón asegure para la clase obrera el recupero de todas las conquistas perdidas tras 18 años de sucesivos gobiernos gorilas. La “juventud maravillosa” entendía que la vuelta al poder del viejo caudillo era sólo una escala en la larga lucha en la construcción de un “socialismo nacional”. La ortodoxia sindical y la derecha fascista que se identificaba en la AAA ambicionaba iniciar un plan de “depuración ideológica del movimiento” eliminando (política y físicamente) a los “zurdos infiltrados”. El FREJULI, nombre de la alianza política que llevó a Perón a la presidencia por tercera vez con más del 62% de los votos, era la síntesis de todas las contradicciones políticas y sociales que se venían desatando desde 1955. La irresponsable decisión de imponer a Isabel como su compañera de fórmula le daba a Perón unan nueva y frágil legitimidad: la de ser el árbitro de todos los sectores en pugna que componían el movimiento y el gobierno. El 1° de julio de 1974 moriría Perón. Ese mismo día el “coronel del pueblo”, el “líder de los descamisados” y “el primer trabajador” ingresarían en la inmortalidad de la historia, al tiempo que el gobierno, el movimiento y la patria navegaba a la deriva rumbo a la negra noche del Terrorismo de Estado.
Nada nunca volvería a ser igual. La alternativa revolucionaria que encarnaba la juventud, el sindicalismo combativo y el sueño de la “Patria Socialista” serían enterradas bajos las balas de López Rega, los ajustes económicos del Celestino Rodrigo o las descargas eléctricas de las picanas de Videla, Agosti y Massera.
Exactamente 15 años y 7 días después de la muerte de Perón un carismático gobernador riojano de innegable tradición peronista juraba como presidente en medio de una brutal crisis política y económica. Esa misma noche, en una entrevista concedida al programa “Tiempo Nuevo” que conducían Bernardo Neustand y Mariano Grondona, Menem diría con toda claridad: “La solución de la crisis económica, es liberal…”
Ambos comunicadores respiraron aliviados. Tenían motivos de celebración. Perón terminaba de morir. 

Mobirise

Memorias del fuego

En 1990 el afamado y varias veces galardonado director de cine japonés Akira Kurosawa fue homenajeado con un premio a su larga y fructífera trayectoria en la ceremonia de los Oscar. La Academia de Artes y Espectáculos norteamericana, con sede en Hollywood, decidió reconocer formalmente al cineasta nipón. Sin embargo, la película “Rapsodia en Agosto “, que competía en la categoría de mejor film extranjero, fue totalmente ignorada. ¿Cuál fue el motivo de tan extraña contradicción? Pues que el largometraje escupía sobre el acartonado, y muchas veces mafioso, rostro del relato hegemónico que el cine estadounidense exporta al mundo entero; la cara más monstruosa del Imperio. 45 años después, Kurosawa, un director de cine japonés y afiliado al Partido Comunista entraba al mercado norteamericano con una película que denunciaba “el olvido global sobre el más grande atentado terrorista de todos los tiempos”. Casi medio siglo después, en medio de la orgía neoliberal de los años '90, un terco artista de piel pálida y ojos rasgados le recordaba a los dueños del mundo el precio que los vencidos debieron pagar para que el “arsenal de la democracia “pueda quedarse con todo. “Rapsodia en agosto “rescataba la memoria del holocausto nuclear de Hiroshima, ese que tanto la Casa Blanca, como el Pentágono y Hollywood había decretado olvidar.
¿Pero porque, tras décadas y décadas de continuas victorias militares, económicas y geopolíticas EEUU insistía en imponerle al mundo el olvido obligatorio? Veamos…
En abril de 1945 las tropas del Ejército Rojo derrotaron a las hordas nazis e ingresaron triunfalmente en Berlín. El alto mando alemán, que había intentado desesperadamente firmar un acuerdo de “cese al fuego “con los franceses y norteamericanos, debió rendirse frente a las tropas soviéticas que se presentaban ante el mundo como los “vencedores de la guerra”. El propio Hitler, consiente del impacto político que significaría rendirse o ser capturado por el “diablo rojo”, decide terminar con su vida y ordenar destruir su cadáver. Varios jerarcas nazis siguieron su ejemplo. Evidentemente ser capturados por los norteamericanos sería lamentable y doloroso, pero caer bajo las manos de los oficiales soviéticos, se presentaba como una posibilidad inaceptable.
Los norteamericanos, que parecían compartir con los nazis el mismo fanático anti-comunismo, se lanzaron entonces a reclamar su porción en la victoria. Con Italia, Grecia, Yugoeslavia y Francia ya liberadas por las tropas de la Resistencia Partisana (que eran milicias populares dirigidas por comunistas), el norte de África ocupada por los ingleses y franceses; EEUU se lanzó sobre el Pacífico con la intención de derrotar al ya debilitado Imperio del Japón. Sin embargo, esta pequeña nación gobernada por un Emperador y un partido nacionalista de derecha, no estaba dispuesta a rendirse sin dar batalla. Luego de haber invadido extensos territorios de China, Vietnam, Indonesia, Corea y hasta regiones de Oceanía; el Imperio del Sol Naciente sufría derrota tras derrota. Las tropas niponas eran arrasadas por los portaviones norteamericanos, la infantería australiana o y la guerrilla campesina de Mao, que cercaban a Japón obligándolo a replegarse sobre su propia isla. La decadente monarquía japonesa decretó, en medio de esa catástrofe militar, la orden imperial de “No rendirse ante los invasores y no desear nada hasta la victoria “. Por los escases de combustible se ordenó a los jóvenes pilotos de la aviación militar lanzarse en vuelos kamikaze contra los barcos norteamericanos y se decretó que “todo súbdito del Imperio mayor de 14 años debía alistarse en las fuerzas armadas”. Pero a la enceguecida crueldad con que el Emperador trataba a su propio pueblo se le sumaría pronto la crueldad norteamericana. Tras casi dos años de desarrollar en secreto una bomba nuclear (que hicieron detonar en el desierto de Nuevo México primero y en una reserva aborigen de Australia luego para comprobar su poder destructivo) EEUU protagonizaría el peor atentado terrorista de todos los tiempos. El 6 de agosto de 1945 una marea de fuego radiactivo de 11.000 grados centígrados de temperatura terminó en menos de 30 segundos con la vida de 200.000 personas. Una nube de fuego, humo y polvo en forma de hongo se alzó a más de 12 kilómetros de altura desde las ruinas de lo que había sido la ciudad de Hiroshima; que no tenía ni fábricas de armamentos ni presencia militar alguna. Tres días después, para corroborar que el genocidio nuclear desatado por EEUU no había sido involuntario, la ciudad de Nagasaki corrió la misma suerte. Sólo ante la amenaza radial, lanzada por el propio presidente norteamericano, de que Tokio sería el próximo objetivo militar a ser bombardeado; Japón decidió rendirse. El mundo que emergió de entre las cenizas radioactivas sería el que subsiste hasta, donde la única potencia mundial que utilizó armas nucleares contra seres humanos determina que país del globo representa una amenaza para la “seguridad mundial “. Que el Imperialismo militarista norteamericano se presente ante la comunidad global como el “garante de la paz mundial” es lo mismo que pretender que un caníbal hambriento escriba recetas de cocina. Todo eso sabía Kurosawa. Todo eso intentó des-olvidar.
Hollywood, entre tanto, bajó el telón del olvido mientras ofrecía una Coca-Cola bien fría y un balde de pochoclos.

Mobirise

Ay, Patria nuestra

Tal vez no lo recordemos pero un sábado de abril del 2017 la glamorosa mesa de los almuerzos televisados se trasladó a la Quinta de Olivos. Allí, la nonagenaria conductora, desplegó toda su refinada obsecuencia en una muy amable tertulia dedicada exclusivamente al entonces presidente Mauricio Macri y su encantadora esposa. Elegante y des-acartonado él, bella y dócilmente relegada al puesto decorativo que el protocolo del buen gusto burgués destina a la “Primera Dama”; el matrimonio presidencial ingresó a todo color en el living de todos los hogares. Allí, con el edulcorado tono a-político que caracterizaba al ex mandatario, habló de “la pesada herencia”, la “lluvia de inversiones que estaba pronta a suceder”, la “modernización del Estado” y la “corrupción K”. Ante la muy cuidada pregunta sobre el conflicto educativo que se traducía en huelgas docentes que se desarrollaban en 14 provincias argentinas desde hacía varias semanas, Macri fue más genuino que nunca. Mostró una foto en la que se veía a una maestra japonesa, rodeada de una docena de niños harapientos que sentados sobre escombros recibían una clase. “Esta foto fue tomada en Hiroshima, al día siguiente que cayera la bomba atómica…y esta maestra estaba trabajando…no se quedó en su casa…no hizo paro…pensó en los chicos” … fue la extraordinaria reflexión vertida por el primer mandatario. Pocos minutos después, y continuando el domesticado reportaje, declararía su admiración por Belgrano “que se sacrificó por la Patria, fue honesto, desarrolló la educación y murió pobre”. La radiactiva peste amarilla del sentido común PRO iba, así, por la disputa de los héroes de nuestra Historia.
Aceptemos el desafío.
Manuel Belgrano no fue ese edulcorado estereotipo macrista, ni el congelado prócer inmaculado del Billiken ni el devaluado billete de 10 pesos. Nacido en el seno de una acomodada familia criolla estudió en el selecto colegio San Carlos para luego graduarse en leyes en la universidad de Salamanca. Destacado intelectual regresaría al país a finales del siglo XVIII como funcionario del Consulado, puesto desde el cual impulsó el proteccionismo económico, el fomento de la agricultura y el desarrollo de la industria. Durante las invasiones inglesas participó activamente de la defensa de Buenos Aires y luego, influido por las ideas de la Revolución Francesa se sumó al bando revolucionario en 1810. Integrante del bando más radical de los criollos independentistas escribió junto a Mariano Moreno el “Plan de Operaciones”, un panfletario plan revolucionario que proponía que le nuevo gobierno utilice “la máscara de Fernando” para así fingir lealtad a la Corona española mientras se lograba apoyo internacional para la independencia. Sin formación militar alguna asumió el compromiso de comandar los ejércitos patrios en la expedición militar norteña donde obtuvo las sorprendentes victorias de Tucumán y Salta ante las tropas realistas. Comandó el heroico éxodo del pueblo jujeño donde miles de hombres, mujeres y niños se movilizaron tras quemar cosechas y casas para dejarle a los soldados del rey “tierra arrasada” y así frenar su avance. Una vez abandonado por las autoridades porteñas entregó el mando militar de la revolución a San Martín, no sin antes donar su sueldo de general para la fundación de las tres primeras escuelas primarias del noroeste argentino; una de las cuales una siglo y medio más tarde tendría por alumno a un niño boliviano llamado Evo Morales que aprendería a leer y escribir en una de esas aulas de adobe.
Nombrado cónsul, viajaría por Europa buscando, ingenuamente, el apoyo de Francia, Portugal o Inglaterra para la cusa de la independencia americana; gira internacional que costearía con su cada vez más exigua fortuna. Durante el congreso de Tucumán, al que asistió como orador invitado, propondría la formación de una monarquía americana erigiendo a un inca como “Rey de las Provincias Unidas de América del Sur”. Sería el fin de su carrera política. El patriciado criollo y la oligarquía agro-comercial porteña lo abandonarían a su suerte al encomendarle la desagradable tarea de “reprimir las sublevaciones de los caudillos del Litoral”. Sin entusiasmo y con su salud quebrantada Belgrano intentó que los federales de Santa Fe y Entre Ríos se alinearan a Buenos Aires. López y Ramírez (que ya habían traicionado a Artigas a cambio de las 20.000 cabezas de ganado que las familias ganaderas les habían “donado”) derrotarían finalmente la misión “pacificadora” de Belgrano, llevando al frente de sus montoneras la misma bandera que el prócer había creado e izado a las orillas del Paraná. Moriría un 20 de junio de hace dos siglos, pobre, traicionado y olvidado por las mismas familias patricias que apoyaron al presidente que mancilló su memoria en un patético almuerzo televisado. La patria, que tanto le dolía a Belgrano, es hoy ese conjunto de ruinas humeantes que el neo-liberalismo y su bombardeo mediático ha dejado tras de sí.
Es necesario recordarlo una y otra vez a dos siglos de su muerte: o logramos ser una Patria Grande, justa y liberada o seremos las postales de Hiroshima.         

El padre de la patria financiera

La brutal pandemia que nos azota por estos días pareciera, además de haberse cobrado miles de vidas a lo largo del globo, también haberse devorado la memoria colectiva.

El aislamiento Socia Preventivo y Obligatorio impuesto por el Ejecutivo imposibilitó la conmemoración colectiva de grandes hitos de nuestra historia reciente. Por primera vez en más de 30 años la Plaza de Mayo no se vio colmada por una multitud el que 24 de marzo pone en guardia la memoria izando las siluetas de los 30.000 como bandera. Tampoco se pudo homenajear en el espacio público a los combatientes de Malvinas ni reclamar en los foros internacionales (luego de cuatro años de vergonzoso y cipayesco silencio macrista) nuestro derecho soberano a ejercer la soberanía total sobre nuestro territorio usurpado. Por supuesto que este congelamiento de la vida pública no significó un detenimiento de la Historia ni los conflictos de clase que la dinamizan. El abandono de las calles por parte de los sectores populares tubo su contra parte en la monopolización de los espacios mediáticos por parte de los sectores más reaccio-narios de nuestra infatigable derecha criolla.

Al hipócrita discurso hilvanado durante los primeros días de la “cuarentena” en dónde los voceros mediáticos de la derecha elogiaban la “responsabilidad institucional del gobierno” o el “tono prudente y conciliador de Alberto”, le sucedió una brutalmente honesta campaña de desestabilización económico-mediática.
Este, muy bien orquestado intento de disciplinar al gobierno por parte del poder económico comenzó con el despido de 1450 obreros de la construcción por parte del Grupo Techint (multinacional holandesa que paga sus tributos en el “paraíso fiscal “de Luxemburgo y que tiene sólo el 13 % de su capital invertido en Argentina ) y continúo con acciones similares llevadas adelante por varias empresas sumamente prósperas como Lan, Mc Donald o las automotrices. Luego le siguieron una continua alza de los precios de alimentos e insumos médicos y las infaltables subas del dólar. Rápidamente, reconocidos voceros del empresariado local, fomentaron las “espontaneas quedas ciudadanas” contra los “costos de la política” o el arribo de médicos cubanos. Marcelo Longobardi fue aún más lejos cuando desde su programa radial en Radio Mitre “alertó a la población “sobre la posibilidad que el material sanitario donado por China estuviera contaminado”, acción que debe encadenarse con las continuas apariciones televisivas de economistas como Espert o Milei que cacarean sobre la “chavi-zación de un gobierno que avanza sobre las libertades individuales”.

El proyecto presentado por el diputado Carlos Héller que busca gravar por única vez con una impuesto extraordinario del 1,5 % a las fortunas de más de 3.000.000 de dólares y la propuesta de re-negociación de la deuda externa con los acreedores privados terminó de alinear las tropas del libre mercado. La editorial firmada por Marcelo Bonelli (ex asesor de Repsol) en el diario Clarín que presenta a la propuesta oficial de quita de intereses de la deuda contraída por Cambiemos como “agresiva e inaceptable” completan el marco material en el que se desarrolla la pandemia. Por lo visto la derecha no está en cuarentena. Pero ¿cómo es esto posible? Como siempre la respuesta está en la historia. Fue un 2 de abril de 1976, seis años antes de la aventura militarista de Galtieri, cuando la Junta Militar nombró en el Ministerio de Hacienda (actual cartera de Economía) a José Alfredo Martínez de Hoz. El ex ceo de Acindar (empresa de Paolo Rocca), bisnieto del fundador de la Sociedad Rural y tío político de Esteban y Patricia Bulrrich asumió el cargo ese mismo día recibiendo aplausos de los grupos concentrados del empresariado local, la banca internacional, la embajada de Estados Unidos y el patriciado agrario agroexportador.

Su primer decreto fue “anular el impuesto a la herencia” establecido por Perón, lo que le permitió al funcionario no tributar un centavo por las 112 propiedades inmobiliarias que su padre le había heredado tras su muerte. Recién después de blindar su patrimonio el ministro avanzó en la apertura de importaciones industriales (lo que arrasó con miles de empresas nacionales), la anulación de las retenciones a los agro-exportadores y la desregulación del sistema financiero. La quintuplicación de la Deuda Externa con el FMI y la posterior absorción por parte del Estado de los pasivos empresariales autorizada por un muy joven Domingo Felipe Cavallo en su roll de funcionario del Banco Central completaron el cuadro que la dictadura (ejercida militarmente por las FFAA y conducida económicamente por los grupos concentrados de la economía local e internacional) heredaron a la democracia post- derrota en Malvinas.
Ese es otro de los negros aniversarios que la historia, en estos días de aislamiento social, pareciera haber olvidado.

Pero la brutal campaña político-mediática desatada por estos días nos marca que los herederos ideológicos de la Dictadura tienen muy buena memoria. Será entonces imprescindible que los sectores populares renunciemos al olvido piadoso que nos proponen los apólogos de la “unidad nacional” que no descansan un día en su afán de rapiña y revanchismo social. Hoy, más que nuca, la memoria social es una obligación que el campo popular debe ejercer como única herramienta para enfrentar la “enemigo invisible del virus” y derrotar el “enemigo visible” que encarna la clase dominante. Debemos recordarlo una y otra vez.
Los planes de la derecha no están en cuarentena. No debemos entonces buscar vacuna contra la lucha de clases.

EL CIELO POR ASALTO


Desde su surgimiento histórico, las grandes religiones monoteístas, lograron constituirse como grandes entramados culturales, territoriales y políticos. El Oriente medio (cuna del judaísmo primero, el cristianismo después y el islam finalmente) fue un espacio donde por largos siglo se complementaron en relativa paz y armonía prácticas culturales, comidas, leyendas tradicionales y hasta idiomas entre los pobladores de la región. Con los años, y tras las sucesivas ocupaciones territoriales por grandes imperios (Persia, Macedonia y Roma) esas religiones se fueron “institucionalizando” y desarrollando lentas pero continuas disputas por el control de la “espiritualidad y los territorios sagrados “. Desde las cruzadas en el siglo X hasta la conquista de América en el XV estas tres grandes religiones protagonizaron la primera guerra fría de la historia. Con el desarrollo del comercio global (siglo XVI), los grandes descubrimientos científicos (siglo XVII), el fin de las monarquías absolutas (siglo XVIII) y el afianzamiento del capitalismo como sistema socio-económico (siglo XIX) la religión fue desplazada del centro de la vida política para quedar recluida en el ámbito doméstico. El surgimiento del socialismo marxista y el triunfo de la Revolución Rusa acabó por des-sacralizar la historia para arrojarla en el barro de los conflictos materiales que encarnaban los trabajadores y su infatigable lucha por construir un paraíso aquí en la tierra. La poderosa Iglesia Católica adoptó, entonces, un posicionamiento público sumamente reaccionario que la llevó incluso a coquetear con los movimientos nacionalistas de extrema derecha de España, Italia y Portugal en los años '20 y '30. Sin embargo, al finalizar la devastadora Segunda Guerra, el “Sumo Pontífice” adoptó una nueva y arriesgada estrategia: la creación de un partido político que critique la insensibilidad capitalista, proponga reformas económicas en favor de los trabajadores y frene la influencia comunista en la conciencia de la clase obrera. Surge así el Partido Demócrata Cristiano, creado en Italia en 1951 y rápidamente exportado a todo el mundo occidental. A nuestro país llegaría en 1954 como el ariete político con el cual la Iglesia enfrentó y ayudó a derrocar al gobierno de Perón.
Sin embargo, desde comienzos de los años '60 este espacio político comienza a sufrir grandes transformaciones.
La Revolución Cubana, los procesos de descolonización llevada adelante por las oprimidas naciones africanas, la heroica victoria vietnamita sobre el imperialismo yanqui, las luchas por los derechos civiles llevadas adelante en EEUU por los afro-descendientes y la resistencia del movimiento obrero a las sucesivas dictaduras militares o gobiernos civiles títeres que mantenían la proscripción del peronismo fueron construyendo una nueva identidad para amplios sectores sociales vinculados al cristianismo. Los aportes teóricos del clérigo y sociólogo colombiano Camilo Torres terminaron por articular una nueva identidad católica que lograba matrimoniar el cristianismo con ciertos elementos socializantes. Esta nueva “izquierda católica” tendrá varias expresiones. En las universidades a través de catedráticos como Conrado Eggers Land o José Pablo Feimman, en el sindicalismo con la mítica figura del dirigente gráfico Raymundo Ongaro y la sociedad civil con la fundación del Partido Cristiano Revolucionario; este nuevo sector logró arrastrar tras de sí a un sector de sacerdotes que sentaron las bases de lo que se llamaría Teología de la Liberación y el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.
Todos estos grupos confluyen en un gran plenario realizado en Mendoza en 1972 donde se aprueba un documento llamado “Nuestra opción por el Peronismo” en el cual definen al movimiento como “un movimiento de Liberación Nacional, anti- capitalista, anti- imperialista y que lucha por construir un Socialismo Nacional de inspiración cristiana. Uno de los más entusiastas y lúcidos oradores del encuentro fue el sacerdote Carlos Mujica quien desde hacía años trabajaba con los vecinos de la Villa 31, organizaba cooperativas de trabajo, sostenía varios comedores populares y apadrinaba la “Coordinadora inter- villera”, organización territorial que expresaba las demandas de todos los barrios populares y asentamientos de Capital Federal y Gran Buenos Aires.
Mujica expresó como nadie esta nueva identidad cristiana que intervenía en la historia como un actor político y que aspiraba a la transformación del sistema capitalista desde la realidad de los más humildes y vulnerados. Su identificación con el peronismo y su fe inquebrantable en posibilidad de realizar una revolución incruenta lo llevó a aceptar un cargo menor en el Ministerio de Bienestar Social que comandaba el siniestro José López Rega.
Un comando de la Triple A lo acribilló a la salida de una ceremonia religiosa un 11 de mayo de 1974; en plena calle y ante los ojos de todos. Tenía apenas 44 años pero dejaría tras sí un eterno legado de identidad barrial que hasta el día de hoy se mantiene firme y tercamente organizado en la idea de construir ,aquí en la tierra, un paraíso para todos.  

Mobirise

El pueblo que venció a Rambo

Por PABLO AMBROSETTI

Tal vez el más eficaz de los ejércitos norteamericanos no sea el que exterminó a los pueblos originarios durante la “conquista del salvaje oeste” ni el que derrotó a los alemanes durante el desembarco en las playas de Normandía sino la avasalladora maquinaria propagandística montada en Hollywood. Las arrolladoras y atractivas películas yanquis lograron efectuar una lenta pero continua invasión invisible sobre grandes masas de población mundial. Así, a lo largo de más de un siglo, las coloridas películas de acción norteamericanas lograron construir audiencias que aceptaban boquiabiertas a las espectaculares hazañas realizadas por héroes acartonados que salvaban al mundo mientras comían barbacoa y bebían Coca-Cola. John Wayne, Chuck Norris o Bruce Willis son la encarnación de todos los estereotipos de “ gran héroe” que lucha contra el mal que representaron sucesivamente los indios , los nazis, los comunistas, los terroristas árabes o los marco -traficantes latinos. Sin embargo, para desencanto de nuestros cinéfilos, la historia no es una película.

El sudeste de Asia era territorio ocupado por potencias europeas desde finales del siglo XVII. Portugueses y británicos en India y Pakistán, ingleses y alemanes en Japón, holandeses en Sri Lanka y franceses en Indochina se dedicaron por varios siglos a esclavizar a las poblaciones nativas y saquear los recursos naturales de estas lejanas naciones. Pero, como es sabido, no existe población que soporte pasiva y mansamente una ocupación extranjera que los sojuzga y los empobrece. Así la pequeña provincia de Vietnam, que junto con Laos, Camboya y Conchinchina formaban parte de los enclaves coloniales franceses, fue gestando un poderoso movimiento independentista. Campesinos explotados, comerciantes saqueados por la avaricia europea e intelectuales crearon el “Vietnam Doc Lap Dong Minh“; un partido político nacionalista que luchaba por la independencia del país. Brutalmente reprimido por la salvaje Legión Extranjera, este agrupamiento político encontró un terreno fértil para propagar sus ideas durante la Segunda Guerra.

La ocupación japonesa y la cobardía demostrada por las tropas francesas para evitarlo hicieron que grandes sectores de la población comenzara a exigir el abandono de su condición de colonia. EL líder político que emergió en esta coyuntura fue el máximo referente del Partido Comunista, Ho Chi Ming, que organizó un gran ejército clandestino que luchó contra la ocupación nipona primero y contra la ocupación francesa después.
Tras años de lucha, el gobierno francés, decidió dividir el pequeño país en dos zonas (Vietnam del Sur y Vietnam del Norte) dejando la primera en manos de un monarca pro-occidental al que ellos mismos coronaron y el segundo en manos de los insurgentes. En julio de 1954 en la ciudad de Ginebra el decadente imperialismo francés reconoció su derrota al retirarse de medio país pero también evidenció su voraz afán de rapiña al declarar a Vietnam del sur “protectorado francés” al cual seguiría ayudando con “dinero y apoyo militar”.

Los patriotas del norte, lejos de celebrar la media victoria, lazaron una avanzada militar contra el sur para reunificar el país. El general Vo Nguyen Giap fue el héroe de esos años que logró movilizar miles de campesinos , ahora integrados al Ejército Popular que derrotaron a los franceses que huyeron del sudeste de Asia en 1959. Sin embargo para esa misma época el ejército norteamericano comenzó a enviar “asesores militares, armas y dinero “al gobierno de Vietnam del Sur para que “luchen contra el comunismo”. Así, el heroico pueblo vietnamita luego de enfrentar a los japoneses y a los franceses debieron, ahora, enfrentar a la maquinaria militar de EEUU. Luego del asesinato de Kennedy y con la llegada al poder de Lyndon Johnsonn la Casa Blanca entregó a la CIA y el Pentágono la estrategia militar de la agresión imperialista que se desenmascaró el 8 de marzo de 1965 cuando el presidente autoriza la invasión norteamericana a Vietman.

Una década después y tras una brutal guerra en la que se lanzaron por primera vez en la historia armas bacteriológicas o napal (un antepasado del Glifosato) para quemar cosechas, los norteamericanos huirían dejando tras de sí más de 3000.000 de muertos y un país arrasado. El Goliat del siglo XX había caído de rodillas frente a (como dijo Richard Nixon) “un pueblo que no salía aún de la edad de piedra”. Todas las películas que vendrían después intentarían de manera decadente camuflar desde las pantallas cinematográficas una hecatombe histórica. El General Giap viviría hasta los 102 años de edad (murió en octubre del 2013) como un testimonio de la victoria militar más grande y más justa de todos los tiempos.
Rambo, finalmente, había sido derrotado.

Mobirise

El rito cívico de la banda y el bastón.

Por PABLO AMBROSETTI
La Patria, como todas las palabras, es un término que expresa algo mucho más profundo que el mero significado científicamente delimitado en las apretadas líneas de los diccionarios escolares. Para los antiguos romanos (el imperio clásico que ordenó toda la jurisprudencia legal de occidente) “patria” podría traducirse como “tierra de los padres”, es decir el lugar en donde nacieron nuestros antepasados. De allí que los descendientes de esos antiguos habitantes originarios del Lacio hayan conformado la clase social privilegiada: los “patricios”; un minúsculo grupo de hombres (llamados “paters familiaes”) propietarios de grandes extensiones de tierras que heredarían a sus primogénitos. La palabra “patrimonio” deriva de esta práctica legal que aseguraba que la riqueza territorial siempre circulara en el interior de las mismas familias. Como vemos, la “patria” nació atendida por sus propios dueños.
En este país, como ocurriera en toda la América colonial, nuestro “patriciado criollo” se conformó con los vástagos de los españoles que usurparon estas tierras a fuerza de espada, cruz y viruela. Las guerras emancipadoras del siglo XIX lograron separarnos de la corona española pero, a la vez, nos “re-esclavizó” convirtiendo a estas jóvenes naciones americanas en la propiedad privada de nuestra parasitaria oligarquía terrateniente. Los gauchos, negros e indios que nutrieron los heroicos ejércitos de San Martín, Bolívar o Artigas sólo dejaron de ser súbditos de la Corona española para transformarse en mano de obra barata y fácil de ser explotada por nuestra naciente burguesía agraria. Recién un siglo después de alcanzada la independencia nacional, una porción de nuestras clases postergadas (los hombres) lograron un plena independencia política al conseguir ser reconocidos como ciudadanos con derecho al voto.
La llegada al gobierno de Yrigoyen en 1916 grafica este momento. Sin embargo el caudillo radical decide asumir su cargo en una fecha controvertida: el 12 de octubre.
La institucionalización del “feriado nacional en celebración del día de la raza hispana” sería uno de sus primeros decretos.
Su sucesor, el aristocrático terrateniente radical Marcelo Torcuato de Alvear, también elegiría esa fecha para dar inicio a su mandato. Seis años después, en 1928, Yrigoyen repetiría el ritual. Luego del golpe fascista que encabezó el militar Uriburu, los fraudulentos gobiernos conservadores de Justo en 1932 y Ortiz en 1938 optarían por dar inicio a sus magistraturas el 20 de febrero; justamente por ser una fecha carente de toda relevancia histórica lo que permitía apuntalar el mito fundacional que tanto gusta a nuestras clases dominantes.
Un nuevo golpe militar, encabezado por el sector nacionalista católico del ejército, inaugura un nuevo calendario político: el 4 de junio. Perón, al entenderse como la continuidad de ese proceso, asumiría sus dos mandatos (en 1946 y 1951) en esa fecha. Un nuevo golpe militar (la mal llamada Revolución Libertadora) desalojaría a Perón del gobierno, lo obligaría a exilarse y desataría una violenta ola de revanchismo contra la clase obrera. La inevitable “apertura democrática” llegaría con la elecciones (con el PJ y el PC proscriptos) en las que se impondría en candidato desarrollista Arturo Frondizi. Este, en un claro guiño para con los sindicatos, asumiría en una fecha cargada de significado político: el 1º de mayo de 1958. Algo más de tres años después las Fuerzas Armadas, una vez más, derrocarían al gobierno para luego convocar a nuevas “elecciones” en las que resultaría electo por menos del 22% de los votos el radical de derecha Arturo Illia. Tal como símbolo de la restauración conservadora que el nuevo mandatario encarnaba, su asunción se llevó adelante el 12 de octubre de 1963. Menos de tres años después, las mismas fuerzas reaccionarias que lo llevaron al poder lo derrocaron para suplantarlo por uno de los más nefastos dictadores de nuestra historia: Juan Carlos Onganía. La infatigable lucha popular (llevada adelante centralmente por la clase obrera) obligó que la decadente dictadura militar convoque a elecciones libres que dieron por resultado el triunfo de Héctor Cámpora que asumiría el 25 de mayo de 1973. Tras apenas 49 días de gobierno, y como resultado de la convulsionada situación socio-política, el primer mandatario renuncia y nuevas elecciones llevan a la presidencia por tercera vez a Perón quien retoma la conservadora costumbre de asumir un 12 de octubre.
Luego de la interminable noche de la genocida dictadura militar-empresarial de 1976 y en un marco social desgarrado por la crisis económica, el espiral inflacionario y la derrota en Malvinas, la descompuesta cúpula castrense debe realizar una apertura electoral que llevan a la presidencia al radical Raúl Alfonsín. Fue él quien instauraría la costumbre de asumir el “día internacional de los derechos humanos”. La entrega anticipada de su mandato (en medio de una brutal crisis) permitió que Menem asumiera el 8 de julio de 1989 y, como consecuencia de la huida presidencial de De La Rúa (el 20 de diciembre del 2001) Néstor Kirchner se calzaría la banda presidencial el 25 de mayo del 2003 en el 30 º aniversario del triunfo de Cámpora. Como vemos las fechas no carecen de sentido ni de relevancia. El calendario es también un territorio en disputa, un espacio simbólico donde se re significan pasado y presente. Hace pocos días se produjo una nueva sucesión presidencial que no deberá ser una más de nuestra historia, sino un punto de inflexión que sepulte para siempre el proyecto neo-liberal que nuestra rancia oligarquía patricia intenta imponer a sangre y fuego desde hace dos siglos. La impactante muchedumbre que se congregó durante horas en la Plaza de Mayo bajo el ardiente sol de diciembre exige al nuevo gobierno estar a la altura de las circunstancias históricas. Este mes deberá ser una especie de navidad popular, un natalicio colectivo que alumbre el surgimiento de una fuerza social que encare las transformaciones necesarias para garantizar el nacimiento de una Patria para todos.

Petróleo sangriento

Por PABLO AMBROSETTI

Hace pocos días, los grandes medios de comunicación promocionaron hasta el hartazgo el nuevo conflicto entre Estados Unidos e Irán. Como consecuencia directa del asesinato de casi una docena de políticos y jefes militares iraquíes e iraníes por un grupo comando estadounidense; la tensión diplomática entre Washington y Teherán fue aumentando. Las pirotécnicas declaraciones de Donald Trump, las masivas movilizaciones de repudio desarrolladas en todo Medio Oriente y el avasallador tsunami de “analistas internacionales” que saturan las pantallas ofertando editoriales al servicio de los intereses de la Casa Blanca nos presentan un conflicto geopolítico como una mala producción de Netflix. El rechoncho rostro del multimillonario primer mandatario yanqui lanzando amenazas frente a las cómplices cámaras de Fox News o las demonizadas imágenes de diputados barbados y de piel trigueña que votan por unanimidad en el parlamento persa la “muerte a Estados Unidos” suman más desinformación al desconocimiento general. ¿Qué está pasando en realidad?
Todas las actuales fronteras del Oriente Medio fueron diseñadas desde hace un siglo por las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial. Sobre las cenizas del Imperio Otomano, Francia, Inglaterra y Estados Unidos “inventaron nuevas naciones” a las que les dieron el ofensivo estatus de “protectorados”. El negocio del petróleo y la amapola (a partir de la cual se producía la heroína) quedaron entonces asegurados para estas potencias imperiales que establecieron alianzas con las familias tradicionales de cada nuevo país creando, así, dinastías monárquicas pro-occidentales. Irán fue una de estas creaciones europeas. Luego de la Segunda Guerra esas mismas potencias sumaron dos nuevos focos de conflicto: por un lado apadrinando la creación del Estado de Israel (que se erigió sobre territorios considerados sagrados tanto por cristianos como musulmanes) y por otro fomentando procesos de “democratización política” como forma de frenar la influencia soviética en la región. Al mismo tiempo el desembarco de las multinacionales petroleras como Shell, Esso, Texaco, Standard Oil generaron nuevas tensiones ahora por el control monopólico de un recurso tan estratégico como el petróleo. Es en este complejo contexto de post-guerra que surgen tanto en África como en América Latina y Oriente Medio movimientos políticos de fuerte impronta nacionalista y anti-colonial. El “Frente Nacional” expresó esta corriente en Irán que logró imponerse en las elecciones presidenciales de 1951 llevando adelante un profundo programa de reformas económicas que incluyeron la nacionalización de los yacimientos petroleros, lo que significó un claro golpe a los intereses imperialistas. Gran Bretaña y Estados Unidos, fieles a su nefasta tradición histórica, apoyan y financian el golpe de Estado de 1953 que restituye la parasitaria monarquía persa pro-occidental y desmonta las medidas populares adoptadas por el gobierno anterior. Allí surge el germen de la resistencia a la dictadura que se iría convirtiendo en movimiento revolucionario. Nacionalistas árabes, liberales pro-republicanos, socialdemócratas, anti-monárquicos protagonizaron largas luchas políticas que incluirían movilizaciones, ocupaciones de edificios públicos y boicots a las petroleras extranjeras. Los estudiantes universitarios (mayoritariamente pertenecientes a las clases burguesas progresistas) y los sindicatos (articulados por el Partido Comunista) lanzaron violentas luchas callejeras. Durante la década del '60 haría su aparición la guerrilla marxista que intentaría emular el proceso vietnamita en las ardientes arenas del desierto persa. Un cuarto de siglo de luchas, a las que el gobierno sólo respondía con más asfixia política y mayores niveles de represión, finalizaron con una impactante victoria popular. El 16 de enero de 1979 el shah (rey) Reza Pahlevi abandona Irán y entrega el poder a un gobierno provisional. Este autoriza la vuelta del líder religioso Rujhollah Jomeini y declara una amnistía general para todos los presos y perseguidos políticos. Un año después un referéndum popular vinculante sanciona una nueva Constitución que define al país como una “República Islámica” con división de poderes, voto universal (incluyendo al femenino) y partidos políticos variados. A la vez se establece la “propiedad nacional del petróleo” y un tribunal de justicia (especie de Corte Suprema) integrada por jueces laicos y autoridades religiosas. La religión islámica, el nacionalismo árabe y un fuerte sentimiento anti- occidental (especialmente anti – estadounidense) blindaron el proceso revolucionario al que Washington siempre intentó y nunca logró derrotar. Hoy mientras las retrógradas monarquías de Arabia, Kuwait, Emiratos Árabes o Qatar (donde existe la pena de muerte para homosexuales o las mujeres tienen prohibido hablar en público) son publicitados como centros turísticos o ejemplos de desarrollo económico, Irán es demonizado como “La Meca del terrorismo”. El alineamiento de los primeros países con EEUU tiene su recompensa mediática.
Por estos días, el viejo y decadente imperialismo yanqui, renace en las bravuconadas del ex – socio de Franco Macri que lanza su campaña por la re-elección al compás de los tambores de guerra. Será la comunidad internacional y la firme posición de las naciones dignas y soberanas quienes deberán poner freno a los insaciables halcones imperiales y la voracidad de las empresas petroleras. El tiempo dirá que tiene más valor: la sangre o el petróleo.

El brazo izquierdo de Perón

Por PABLO AMBROSETTI

Durante los 18 años que el peronismo estuvo proscripto (primero por la Dictadura militar autoproclamada Revolución Libertadora, luego por los gobiernos radicales de Frondizi e Illia y finalmente por el nuevo totalitarismo castrense de Onganía y Lanusse) la identidad de esta fuerza político sufrió grandes transfor-maciones.
Por un lado, un amplio sector de las conducciones sindicales decidió adaptarse a la nueva coyuntura política negociando con los sucesivos gobiernos; civiles o militares, mejoras económicas para los trabajadores que ellos representaban y autonomía para las organizaciones gremiales que comandaban. Por otro, un sector numéricamente también muy amplio decidió encarar un profundo y continuo proceso de enfrentamiento al régimen reclamando “el fin de la persecución política y el inmediato llamado a elecciones sin pros-cripciones”.
El colaboracionismo por un lado y la resistencia por el otro fueron expresiones de la “grieta” abierta al interior del peronismo. Al interior del sector combativo aparece rápidamente una serie de figuras políticas, sindicales, intelectuales y hasta militares que comienzan a plantear la “radicalización ideológica del peronismo”. En el plano sindical esto se plasmó en la conformación de una unidad entre los sindicatos que tenían conducciones ligadas a la línea de la “Resistencia” con los gremios conducidos por comunistas; plasmando los que se llamó las “62 Organizaciones Obreras” que desde el interior de la CGT planteaban un enfrentamiento total contra la dictadura y los gobiernos que le sucedieron. En el plano político, en cambio, el panorama era mucho más fragmentado. Con Perón en el exilio, el partido disuelto, cientos de ex -funcionarios presos; los militantes barriales o estudiantiles jóvenes no lograban hallar referentes ideológicos que comanden la lucha. Es entonces que comienza a cobrar importancia la figura de un joven ex – diputado de estirpe irlandesa llamado John William Coocke. Con apenas 31 años había sido electo parlamentario, tarea en la que se destacó por su oratoria como por su indisciplina partidaria que lo llevó varias veces a no acompañar proyectos impulsados por el Poder Ejecutivo. Preso luego del golpe de 1955 protagonizó una cinematográfica fuga del penal patagónico donde se hallaba detenido para, luego de entrevistarse con Perón en Caracas, reingrese a la Argentina en 1959 con pasaporte falso. Allí, y con el visto bueno del líder exilado, comienza a re-organizar la resistencia brindando una conferencia para dirigentes de las “62 Organizaciones” titulada “La lucha por la Liberación Nacional”. Allí expresó con demoledora claridad el nuevo rumbo ideológico que el peronismo debía tomar, según él, de ahora en adelante. “Toda nuestra lucha debe partir de reconocer nuestra situación de nación semi-colonial. Y es por esta razón que la lucha por la Liberación es, en esencia, una lucha anti-imperialista. La oligarquía criolla es sólo un sub-producto de este dominio, y sólo la liquidaremos cuando hayamos destruido al imperialismo”. Coocke, desde entonces, no vaciló en intentar construir una corriente revolucionaria que conducida por el movimiento obrero como sujeto histórico y por Perón como líder busque construir un “Socialismo Nacional”. A través de artículos periodísticos, panfletos clandestinos, charlas –debates en sindicatos y cientos de cartas que intercambiaba con Perón buscó construir una gran Frente de Liberación Nacional. Fue él quien definió al peronismo como el “hecho maldito del país burgués”, o quien le exigía al viejo líder exilado (ahora en la España franquista) que “defina al movimiento (peronista) como lo que es: un movimiento revolucionario de extrema izquierda, anti – capitalista y anti- imperialista”. Enamorado de la Revolución Cubana, se radicó en La Habana y sirvió de enlace en la ya confirmada reunión que protagonizaron el Che Guevara y Perón en 1964. Ya distanciado del viejo caudillo peronista, que aspiraba a volver a la Argentina en forma
“incruenta” y no como resultado de una “revolución social”; Coocke intentó infructuosamente que Perón mude su residencia a Cuba para que este encabece de manera simbólica la “Revolución Latino-americana”.
Abandonado por el General, descartado por el peronismo ahora hegemonizado por las conducciones de la burocracia sindical colaboracionista y abatido por la muerte del Che en las sierras bolivianas, Coocke muere solitaria y otoñalmente en su amada Cuba un 19 de septiembre de 1968. Tenía apenas 49 años pero, vidas como esas no se miden en tiempo ni logros materiales, sino en el compromiso puesto al servicio de la causa de los pueblos. “En la Argentina, los verdaderos comunistas somos nosotros” escribió en una de sus últimas cartas enviadas a Puerta de Hierro y que nunca obtendrían respuesta. Pero no importa tanto el silencio de los líderes como el bullicio que surge de las bases.
Coocke fue uno de esos militantes incómodos para los dirigentes pero que vuelven invencibles a los pueblos que construyen horizontes de futuro avanzando siempre. Sin prisa. Sin pausa. Y sin pedir permiso.

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Chile: Noviembre, cordillera y después

Por PABLO AMBROSETTI

El 3 de de noviembre de 1970, ante una multitud que desbordaba las céntricas calles de Santiago, Salvador Allende ingresaba al Palacio de la Moneda y a la historia.

Para un país altamente conservador, militarista y con una economía primaria monopolizada por la más rancia oligarquía minera la llegada del nuevo gobierno fue un hecho revolucionario. Gobernado durante más de un siglo por el Partido Conservador, el Partido Radical o la Democracia Cristiana, la nueva alianza gobernante significaba una ruptura abrupta con el pasado neo-colonial del país hermano. El Frente Popular (integrado especialmente por la unión del Partido Socialista, el Partido Comunista, los sindicatos, el movimiento estudiantil universitario, grupos católicos vinculados a la teología de la liberación y sectores de izquierda independiente) llegaba al gobierno como la síntesis más acabada de varios años de lucha y resistencia del pueblo chileno.

La nacionalización del Cobre (principal resorte de la economía nacional) estatizó la única industria chilena que generaba divisas y afectó gravemente los intereses de las multinacionales mineras. La agresiva política de reforma agraria avanzó sobre los ociosos latifundios apropiados desde la conquista de América por el patriciado chileno, a la vez que benefició a los millones de campesinos sin tierra que se veían obligados desde hacía años a vender su fuerza de trabajo como peones o jornaleros. A la vez la reforma universitaria impulsada desde el Estado abrió la puerta de la Universidad de Chile, por primera vez en su historia, a los hijos de los obreros a la vez que democratizó las cátedras con el ingreso de nuevos profesores e investigadores de ideas progresistas.

El nuevo presidente al mismo tiempo intentó frenar la tradicional injerencia de la Embajada Norteamericana en la vida política nacional, a la vez que estrechaba vínculos políticos y comerciales con Cuba y el bloque socialista europeo. El Frente Popular parecía intentar llevar adelante una revolución socialista por la vía pacífica de la democracia republicana. De allí que figuras públicas de amplia popularidad como el canta-autor Víctor Jara o el astro futbolístico Carlos Caselli (ambos vinculados al PC) asumieran el cargo honorario de “Embajadores culturales” realizando continuas exposiciones mediáticas de apoyo al gobierno popular. El primero en continuas giras internacionales difundiendo el ideario de la “experiencia chilena hacia el socialismo” mientras que el segundo llegó a tener un micro televisivo en el cual enseñaba a los niños hábitos de alimentación saludable y los beneficios de la actividad deportiva.

Como contraparte el prestigioso diario El Mercurio (propiedad de la una de las familias más ricas del país) avanzaba en una continua campaña de ataque al gobierno. La ultra-conservadora Universidad Católica, donde estudiaban los hijos de la oligarquía minera, alertaba sobre la “infiltración comunista y atea en el nuevo gobierno” a la vez que organizaba grupos de jóvenes estudiantes que se movilizaban en favor de la educación libre (es decir privada y religiosa) y contra el laicismo escolar. Las poderosas “cuatro familias”, como se llamaba tradicionalmente al minúsculo conjunto de apellidos patricios que monopolizaban la producción minera, energética, petroquímica, pesquera y agropecuaria; conspiraban activamente generando desabastecimiento de insumos básicos o remarcando los precios de la canasta alimentaria de manera compulsiva.

Ya para el final del primer año de gobierno, el Frente Popular debió soportar las multitudinarias marchas opositoras orquestadas desde los coquetos barrios de Santiago: los “cacerolazos” de la burguesía urbana hacían su aparición en la historia.
Podría estar de más aclarar el imprescindible roll de articulador de la oposición que jugó el gobierno norteamericano a través de su Secretario de Estado, con el tristemente célebre Richard Nixon viajando varias veces a Chile a reunirse con el Jefe de Estado Mayor del Ejército el genocida César Augusto Pinochet en este marco. El resultado fue el que todos conocemos: el brutal golpe del 11 de septiembre de 1973 y la terrible dictadura subsiguiente que costaría la vida de más de 3500 chilenos; incluyendo la del propio Allende. Pero, tras los 17 años que duró el gobierno militar emergieron otros dos resultados: por un lado la construcción de un Estado Neo-liberal vigente hasta la actualidad y por otro la emergencia periódica de amplios sectores de la sociedad civil (estudiantes, trabajadores, campesinos, pueblos originarios, mujeres, minorías sexuales, etc.) que expresan su descontento en multitudinarias protestas callejeras que vuelven a interpelar una y mil veces a los vencedores de 1973.

Hoy, Chile resucita en sus calles un noviembre lejano de hace casi medio siglo que buscaba y sigue buscando refundar una patria nueva. No es casual que sea Sebastián Piñeira, un multi-millonario pinochetista, al que hoy se le subleva el “sub-suelo de ese Chile al que decidieron ignorar por décadas”.
Ni todos los carabineros, ni todos los blindajes mediáticos, ni todos los pactos entre burocracias partidarias pueden, por ahora, frenar la tormenta popular desatada del otro lado de la cordillera. “La historia y el futuro- como dijera Allende en su último discurso- la hacen y pertenece a los pueblos”. Tanto el pasado como el presente chileno parecen darle la razón. El futuro, entre tanto, tendrá la última palabra.

Mobirise

Fuga de cerebros

Por PABLO AMBROSETTI

En un disco publicado en 1981 el grupo teatral Les Luthiers realizaba una burda parodia a ciclo de noticieros que se transmitían en los cines. Allí una afectada voz de flemático locutor oficial decía que “la hermana república de Feudalia celebraba con un desfile militar el aniversario de asunción del presidente Teniente General Álvaro de Ayala y Rondón. En el palco, el primer mandatario toma juramento a los nuevos miembros del Gabinete. En el ministerio del Interior: General Francisco Santander de Vedia; en el ministerio de transporte y comercio exterior: Almirante Gustavo Roggers, en el ministerio de defensa: Brigadier Alfonso Sánchez Ochoa y en educación y cultura: cabo primero Eleuterio Pérez.” La broma ironizaba sobre un hecho casi unánimemente aceptado: el desprecio que las dictaduras militares tienen (y tendrán) por la ciencia, el conocimiento y el saber. Quince años después el mucho menos simpático intendente de San Miguel, el carapintada Aldo Rico, declaraba en una entrevista televisiva que “la duda era la jactancia de los intelectuales. Yo, como todos mis camaradas de armas, nunca dudamos”.

¿Sería esta pirotécnica declaración periodística una mera bravuconada de un represor envalentonado por el clima de época de los años ´90 o refleja una verdad histórica que describe a nuestras Fuerzas Armadas?... Veamos.
Desde su llegada al poder tras el golpe militar de junio de 1966, el dictador Juan Carlos Onganía puso su foco en reprimir la ascendente conflictividad social que se expresaba en dos escenarios: los sindicatos y las Univer-sidades. Los trabajadores organizados y los estudiantes politizados pasaron a ser, entonces, los nuevos receptores de la persecución oficial. Durante del acto del 9 de julio, apenas 11 días después de asumir el cargo, el dictador declaró en su castrense discurso en cadena: “ No permitiremos que acosen a nuestra juventud los extremismos foráneos que buscan intoxicarla con ideologías disolventes que nada tienen que ver con nuestro verdadero ser nacional , y nuestros valores occidentales y cristianos”.

El nuevo gobierno militar no parecía estar dispuesto a camuflar ni siquiera disimular “su cruzada sagrada contra el materialismo ateo “.
Sin embargo los estudiantes universitarios y cientos de profesores venían desarrollando desde hacía por los menos una década novedosas experiencias de investigación académica, formación pedagógica y participación activa en el gobierno universitaria que desafiaban el tradi-cionalismo academicismo liberal positivista. Universidades como La Plata, Rosario, Córdoba y en especial la UBA se sumaban a la efervescencia generacional que venían de la mano del Centro Cultural Di Tella, el nacimiento del rock nacional, la minifalda y la revolución sexual que significó el desarrollo de la píldora anti-conceptiva. Desde Europa y Estados Unidos los movimientos por los derechos civiles de los afro-descendientes, las marchas en contra de la guerra de Vietnam, los Beatles y el hipismo sumaban elementos para que la juventud comenzara a romper los férreos estereotipos de la sociedad burguesa. La revolución cubana y la emergencia de los grupos guerrilleros a lo largo de toda nuestra América preocupaban, aún más, a las autoridades.

Por ello, y ante la negativa estudiantil de aceptar el nuevo interventor universitario nombrado por el poder ejecutivo, el 29 de julio de 1966 varios batallones militares ingresaron lanzando gases lacrimógenos, disparando balas de goma y repartiendo bastonazos a las cedes universitarias de varias facultades dependientes de la UBA.
En horas de la noche cientos de uniformados desataron una brutal represión nunca antes vista en la cual se produjeron cientos de detenciones, simulacros de fusilamiento, secuestro de archivos y documentos de diversos investigadores y hasta la destrucción a bastonazos de “Clementina” la única computadora existente en toda América latina desarrollada por los estudiantes y docentes de Ciencias Exactas. Pocos días después, y ya con el nuevo interventor instalado en su cargo, 1387 docentes fueron despedidos bajo la acusación de
“marxistas”; entre ellos el futuro premio Nobel César Milstein.

Habría que esperar 20 años para que el ministro de Economía de Menem, Domingo Felipe Cavallo tras realizar un brutal ajuste en el INTA, INTI y CONICET declaraba “que los científicos se vayan a lavar los platos”. Sin duda que la calva cabeza del ministro no había sido una de las golpeadas en la oscuramente célebre Noche de los Bastones Largos.
Tal vez porque tuvo suerte o, en realidad porque el poder sólo destruye los cerebros que contiene ideas peligrosas.

La otra revolución de mayo.

Por PABLO AMBROSETTI

El ciclo político que se inauguró con el golpe de Estado de 1955 y la subsiguiente dictadura militar es, sin duda, el período de mayor conflictividad social de nuestra historia. La mal llamada “Revolución Libertadora” fue en realidad una mera restauración neo-conservadora que tenía por objetivos centrales, “desperonizar la vida política”, re-primarizar la economía, disciplinar a la plebe trabajadora y re- instalar una matriz regresiva en la distribución de la riqueza.

Para lograr todas esas metas la dictadura de Lonardi primero y Aramburu después proscribió al Peronismo, intervino los sindicatos, encarceló a cientos de dirigentes obreros peronistas y comunistas, derogó la Constitución de 1949 e hizo ingresar a nuestro país al FMI dando inicio al más brutal ciclo de endeudamiento externo de toda nuestra historia. Ahora bien; nada de todo eso podía llevarse a cabo sin una brutal política represiva que tuviera el movimiento obrero organizado como su principal víctima. Por ello la “Libertadora,” y su continuidad civil con los gobiernos de Frondizi e Illia, fue centralmente la aplicación de un programa basado en una “revancha de clase institu-cionalizada”.

Sin embargo, ya desde 1957, el movimiento obrero, primero en la clandestinidad y luego de forma más abierta, comienza a re-organizarse. Al interior de la golpeada CGT comienzan a perfilarse tres grandes líneas políticas e ideológicas. Un pequeño sector (que representaba a bancarios, empleados de comercio y hasta a la poderosa Fraternidad) se articulaba como la pata sindical de la dictadura. Conducidos políticamente por la UCR (Bancarios) y el PS (Fraternidad) esta rama colaboracionista del sindicalismo argentino aspiraba a reducir la lucha obrera a una mera gestoría gremial que le permita desarticular los conflictos fabriles para garantizar la paz social a las empresas y al Capital.

Otro sector, ampliamente mayoritario e identificado con el peronismo, buscaba garantizar el mante-nimiento de las conquistas sociales alcanzadas durante el gobierno de Perón y al mismo tiempo enfrentar a la dictadura para obligarla a convocar a elecciones libres y sin proscripciones. La poderosa UOM fue la gran articuladora de este espacio. El otro sector, mayor que el primero y menor que este último, aglutinaba a sindicatos medianos como Gráficos, Papeleros, SMATA, Luz y Fuerza, Uocra, trabajadores del vidrio, etc.

Hijos de una novedosa alianza entre peronistas combativos y marxistas, esta corriente político-sindical motorizó las páginas más gloriosas de la lucha obrera desde finales de los ´50 hasta la llegada de la Dictadura genocida de 1976. Primero organizando la “Resistencia” desde las fábricas realizando sabotajes industriales, panfleteadas clandestinas y huelgas activas. Luego elaborando programas políticos como el de La Falda y Huerta Grande en donde se tomaba a la clase obrera y al sindicalismo como el actor protagónico de nuestra historia.

Finalmente creando una nueva central obrera, la CGT de los Argentinos, dotada de un espíritu combativo, anti-burocrático y plural que pugnaba no sólo por derrotar al gobierno y lograr la vuelta de Perón sino, principalmente, por construir una Patria Socialista. De allí saldrían los más grandes exponentes del movimiento obrero de toda nuestra historia. Atilio López (peronista) ,René Salamanca (maoísta), Raymundo Ongaro (social-cristiano), Osvaldo Bayer (anarquista) y Agustín Tosco (comunista) convivieron en esta organización sindical que supo sintetizar ideologías diversas para construir un proyecto superador. Córdoba sería, por varios años, la “Meca” de este modelo sindical alternativo que buscaba construir y conducir una “gran frente de liberación” que logre derrotar al mismo tiempo al gobierno, a las multinacionales y al imperialismo capitalista.

Tosco bautizó a este proyecto “Sindicalismo de Liberación” y a la alianza que lo sustentaba en una máxima tan simple como certera: “Unidad de los que luchan”. Allí, obreros, estudiantes, campesinos, pequeños industriales nacionales, curas villeros, organizaciones juveniles y sociedades de fomento encontraban abrigo y un puesto de lucha por la emancipación de la clase obrera. Tal vez por eso, y a pesar de la violenta represión que el general Juan Carlo Onganía desataba en todo el país, ese 29 de mayo de 1969 la ciudad de Córdoba protagonizó la más heroica y encarnizada lucha contra la opresión política y el saqueo económico. Huelgas, tomas de fábricas, multitudinarias movi-lizaciones, piquetes y violentas luchas entre manifestantes y fuerzas policiales marcaron el pulso durante varios días.

El dictador primero minimizó los hechos, luego declaró el Estado de Sitio para, finalmente, deber movilizar al Ejército que tardó 4 días en restaurar el “orden”. Totalmente desbordado por la propia dinámica de la historia Onganía re-emplazó al impopular Ministro de Economía y estableció un aumento de salarios. Todo sería en vano. Días después el propio Onganía debió presentar su renuncia para ser suplantado por Alejandro Lanusse quien, en 1973 entregaría la banda presidencial a Cámpora.
Hace 50 años el sindicalismo, el pueblo y la clase obrera en su conjunto dieron una imborrable lección de conciencia política, de organización y de lucha. Ese 29 de mayo demostraron que no existe plan de ajuste que pueda durar más tiempo que el de la paciencia y la pasividad de los ajustados. Una gran lección, que no viene mal recordarla.

El difícil camino del hombre nuevo

Por PABLO AMBROSETTI 

Uno de los más falaces mitos instalados en la historia argentina es la idea que existen personajes incuestionables, inmaculados que son reconocidos por todos como “grandes hombres” que realizaron aportes a la patria. Así el sentido común logra instalar la idea que las ideologías son meros condimentos que no suman ni restan valor alguno a los personajes históricos que “todos” valoramos. San Martín, Belgrano, Saavedra, Moreno, Rosas, Mitre, Urquiza, Sarmiento, Roca, todos (más allá del odio que se profesaron unos a otros, de sus combates encarnizados, de sus traiciones) lucharon por la “grandeza de la patria”. La historia, como una “madre eterna”, hermana a todos sus hijos.
Esa ficción, convertida en el relato de nuestras clases dominantes, es la que permite instalar de forma masiva la idea que en el pasado “no había política” y que los “grandes estadistas” carecían de ambiciones personales. Trasplantada al siglo XX la visión anti-conflictivista de la historia fue planteada por los gobiernos militares para ser retomada, en el siglo XXI, por esta decadente versión de la tecnocracia liberal que Cambiemos representa.
Afortunadamente, la historia, es incorregible e indomable.
Durante los años `50 todo el continente estaba gobernado por partidos conservadores de fuerte alianza con los Estados Unidos. Luego del suicido de Vargas en Brasil y los golpes militares en Paraguay y Argentina; toda América se alineó a los intereses de los grandes capitales norteamericanos.
Gobiernos civiles como los del Partido Conservador en Colombia, el “Puntofijismo” en Venezuela, o el PRI en México se identificaban plenamente con brutales dictaduras como la de Somoza en Nicaragua, Trujillo en Dominicana o Batista en Cuba. Tanto halcones como palomas anidaban en el mismo sitio, el departamento de Estado y el Pentágono en Washington DC.
Una pequeña isla caribeña, antes sólo conocida por sus lujosos hoteles y famosos burdeles, transformaría la historia para siempre. Desde el 1º de enero de 1959 Cuba sería la “tierra santa” de todos los movimientos revolucionarios del continente. La derrota de la dictadura militar que encabezaba el oscuro dictador Fulgencio Batista, el ascenso al poder de la cúpula revolucionaria, la expropiación de las grandes empresas norteamericanas ( Coca-Cola entre ellas), la reforma agraria y la heroica resistencia a la invasión yanqui de 1961 hicieron de Cuba un faro mundial de la lucha anti-imperialista. Así Fidel Castro y Ernesto Guevara adquirieron rápidamente fama mundial y el reconocimiento de todos los movimientos sociales, partidos políticos y organizaciones sindicales que se declaraban “anti-capitalistas”.
Ya en los `60, bloqueada y asfixiada económicamente por EEUU, Cuba se lanzó abiertamente a los brazos del “campo socialista”. Fue el Che, erigido en un embajador plenipotenciario, quien recorrió el mundo buscando el apoyo internacional. China, Vietnam, Yugoeslavia, y por supuesto la URSS lo recibió amistosamente. Poderosos partidos comunistas europeos como el francés o el italiano manifestaron su apoyo y emergentes movimientos revolucionarios como el FLN de Argelia, el PRT argentino o los TUPAMAROS de Uruguay se inspiraron en su ejemplo.
La “teoría del foco” desarrollada por el propio Guevara suponía que un grupo guerrillero instalado en una zona rural podía realizar acciones de agitación política que, más allá de los éxitos militares que pueda obtener, logre despertar la conciencia revolucionaria de los pueblos oprimidos. A eso el Che lo llamó “exportar la revolución”, y puso su vida en juego para realizarlo. “Debemos crear uno, diez, cien Viet-Nams” decía una y otra vez. Muchos siguieron su ejemplo en diversas partes del mundo y con variado éxito; pero Guevara no era un teórico de academia ni un burócrata del “revolucionarismo de café”. Partió a las sierras bolivianas con un pasaporte falso a reunirse con una docena de voluntarios cubanos y bolivianos dispuestos a trasplantar la experiencia caribeña en la tierra de los incas.
El fracaso fue total.
Pero ese 9 de octubre de 1967, cuando el capitán Prado lo ametralla por la espalda en la escuelita de La Higuera donde se hallaba detenido, el Che lejos de morir, fue sembrado como símbolo del idealismo revolucionario de aquellos que dan su vida por un mundo mejor.
Más de medio siglo después muchos siguen vertiendo su odio residual contra el recuerdo de un hombre que, persistiendo en la terquedad de los luchadores incansables, no deja de renacer en cada lucha, en cada resistencia y en cada esperanza. Ernesto Guevara murió pero, su hombre nuevo, sigue esperando ser parido por una historia indomablemente incorregible. 

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Frondizi y el fin del sueño progresista

Desde su llegada al gobierno, el 1º de mayo de 1958, Arturo Frondizi intentó construir consensos políticos y económicos que le permitieran alcanzar llegar al poder. Ungido primer mandatario en elecciones amañadas donde el partido mayoritario se hallaba proscripto, este líder radical sostenía sobre sus espaldas enormes presiones. Por un lado, Perón esperaba que el nuevo presidente cumpliera su palabra de terminar con la intervención militar a los sindicatos y convocar a elecciones libres. Al mismo tiempo, los militares esperaban que Frondizi se desentendiera de ese compromiso con el líder exiliado y que les siguiera dando vía libre para reprimir las crecientes protestas sindicales. Las cúpulas de la CGT, encerradas en un burocratismo corporativo que cada vez los asilaba más de sus bases, anhelaban retomar el control político de los sindicatos. La alta clerecía exigía recuperar parte de los privilegios perdidos durante el final del gobierno peronista y poder acceder al jugoso negocio que representaba la posibilidad de instalar servicios universitarios privados. La burguesía industrial, enriquecida durante el gobierno anterior, ahora pretendía aumentar su tasa de ganancia mediante el acceso a créditos, la apertura de nuevos mercados en el exterior, la modernización de su tecnología aplicada a la producción y el aumento de la productividad mediante la flexibilización de las condiciones laborales para lo que se hacía necesario disciplinar a los belicosos delegados sindicales. Al mismo tiempo la clase obrera industrial, conducida políticamente por activistas fabriles peronistas y comunistas, no parecía estar dispuesta a retroceder en las conquistas alcanzadas durante el gobierno de Perón. Como podemos observar, varios sectores miraban con desconfianza al nuevo presidente. Si bien inicialmente Frondizi intentó conciliar con todos esos sectores, rápidamente pareció comprobar la ineficacia de esta táctica. A los aumentos salariales y las amnistías para los presos políticos de sus primeros días, el gobierno decidió re-equilibrar la convulsionada situación interna triplicando el presupuesto destinado a las Fuerzas Armadas, privatizando parte de la explotación petrolera patagónica a favor de empresas norteamericanas y desmantelando miles de kilómetros de tendido ferroviario. A las protestas sociales que hicieron erupción a consecuencia de estas medidas, Frondizi las enfrentó de manera clásica: disolución del partido Comunista, persecución a los líderes sindicales combativos y aumento de la militarización de la vida pública. Así para 1960, luego de viajar a los Estados Unidos para tramitar nuevos préstamos, el gobierno radical decidió entregar la cartera económica del país al ultra-liberal Álvaro Alsogaray. Este inició rápidamente un severo plan de ajuste estructural: clausura de ramales ferroviarios, cierre de industrias públicas, despido de casi 200.000 empleados del Estado y el traspaso a las provincias de los servicios de Salud y Educación. El congelamiento de salarios y la prohibición de la participación en huelgas (delito que se penaban con 3 años de prisión efectiva) completaban el proyecto ajustador. Dos años después, en 1962, con el PJ y el PC proscriptos, Perón exilado, las Fuerzas Armadas reprimiendo la protesta social y la CGT fracturada entre aquellos que apostaban a negociar con el gobierno y los que lo enfrentaban de manera abierta; Frondizi decidió convocar a elecciones para gobernadores de varias provincias y renovar un tercio de las bancas del Congreso. La jugada sin duda era arriesgada, pero si el oficialismo lograba imponerse en esta batalla electoral, la UCRI contaría con el tiempo necesario para lograr aplicar su plan económico de “modernización y desarrollo”. El triunfo de Unidad Popular, el nuevo rótulo con el que el peronismo se presentaba, en Buenos Aires, Santa Fe, Mendoza y Neuquén fue tan sorpresivo y categórico que obligó a Frondizi a anular las elecciones. El 29 de marzo de 1962 los mismos militares que derrocaron a Perón siete años antes, ahora deponían y encarcelaban a uno de sus más férreos detractores. Frondizi en un giro irónico del destino pasaría varias semanas encerrado en la misma celda que Perón había ocupado en la isla Martín García en 1945.
Así, sin ninguna resistencia popular, sin ningún acto de valentía oficial, sin una sola lágrima vertida por los trabajadores, terminaba la experiencia desarrollista en nuestro país. El mito de la ancha avenida del medio por la que intentan transitar los mediocres que sueñan con eludir las gritas de historia; había concluido para siempre. El sueño ha terminado. 

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Memorias del fuego

El pasado siglo XX fue, sin duda, tan violento como todos los que le precedieron. Sin embargo el nivel de desarrollo tecnológico alcanzado durante esos 100 años permitió a la humanidad, por primera vez en su historia, ser capaz de destruirse a sí misma. La “Gran Guerra” como los historiadores llamaron al conflicto bélico que desangró a Europa entre 1914 y 1918 pareció ser el colapso de la civilización humana. Los más de 5.000.000 de muertos, la brutal crisis económica que sumió en la miseria a Italia y Alemania, la atomización de los viejos imperios Austro-húngaro y Otomano sumado a la victoriosa insurrección obrero-campesina de Rusia que dio por terminado con el reinado de los zares; fueron sólo algunos de sus catastróficos resultados. Las potencias victoriosas del conflicto, Francia e Inglaterra, buscaron entonces reducir al mínimo la posibilidad de una nueva guerra de escala continental. Para ello acordaron una serie de “leyes internacionales” que establecían el “comportamiento civilizado que los países beligerantes debían mantener durante un nuevo conflicto”.
Este acuerdo conocido como Convención de Ginebra establecía, el trato huma-nitario que debía dárseles a los prisioneros de guerra, la taxativa prohibición de bombardear ciudades, el irrestricto respeto a la población civil y el no uso de armas como los lanzallamas, las bombas incendiarias y los gases tóxicos. A la vez se impusieron durísimas sanciones económicas a las naciones derrotadas (Italia, Japón y Alemania) al tiempo que se prohibía su re- militarización.
Como sanción final todas las colonias asiáticas y africanas que los países vencidos tenían con anterioridad a la guerra, pasaron a engrosar el botín colonial anglo-francés.
De esta manera, en la que se combinaba el “humanismo hipócrita” de Inglaterra y Francia con el voraz apetito imperial por las riquezas de Asia y África, los vencedores creyeron haber logrado “asegurado la paz mundial”.
Tanto el expansionismo militarista japonés, como el fascismo peninsular y el nazismo serían los únicos resultados obtenidos. Apenas tres décadas después de terminada la “Gran Guerra” el mundo volvería a desangrarse en un conflicto de escala mundial. La Segunda Guerra, como sería conocida, no fue sólo el corolario del conflicto anterior sino varias guerras en paralelo.
Por un lado el fascismo se expandió como el resultado de la descomposición del capitalismo de pos-guerra intentando “recuperar las colonias perdidas”. Por otro el nazismo lanzaba una cruzada mística de “limpieza racial e ideológica” en la que arrasaba poblaciones judías, gitanas o eslavas al tiempo que invadía la URSS para terminar con el “régimen bolchevique”. A la vez se intentaba sofocar los movimientos revolucionarios que emergían en Francia, Grecia y los Balcanes imitando a escala continental la victoria de Franco en España y derrotar los movimientos de liberación nacional que luchaban en China, India e Indochina.
Recién cuando la guerra promediaba, y luego de haberse enriquecido por dos años vendiendo suministros militares y alimentos a todas las partes en conflicto, los Estados Unidos ingresan en la guerra. Su “desembarco en el conflicto europeo” era, sin duda, parte de la naciente política imperialista norteamericana que aspiraba a ampliar su zona de influencia más allá del Atlántico.
Como las tropas inglesas, los valientes grupos de resistencia francesa, polaca o yugoeslava mas la heroica resistencia del pueblo soviético ya habían lesionado gravemente las tropas alemanas, los norteamericanos centraron su accionar bélico en el Pacífico buscando derrotar a Japón.
Luego de la rendición Alemana en mayo de 1944 frente al Ejército Rojo y de la reconquista de todos los territorios ocupados por el Reich el presidente Trumman decide desesperadamente tener “su victoria”. Así cuando el ejército japonés se refugia en su pequeña nación , luego de ser derrotado por las tropas australianas e inglesas de Oceanía y expulsado por los soviéticos de China, Estados Unidos lanza su más mortífero golpe. El 6 de agosto de 1945 la ciudad de Hiroshima fue arrasada en lo que fue el mayor acto terrorista de todos los tiempos. 150.000 personas se evaporarían calcinadas en una mar de fuego nuclear en menos de 10 segundos y otros 70.000 morirían en los siguientes días como consecuencia de la radiación. Tres días después Nagazaky recibiría un golpe todavía mayor. El Imperio de Japón se rendiría ante las tropas estadounidenses pocos días después. A partir de ese momento la “Pax americana” se extendería como una sombra de destrucción que amenazaría a todas aquellas naciones que no se sometan a los designios de Washington. Hoy Francia, Inglaterra, Rusia, China, Israel, India y Pakistán también cuentan con poderosos arsenales atómicos capaces de dar por terminada toda la vida del planeta.
Desde entonces, esos mismos países son los que denuncian que naciones son peligrosas para la paz mundial, determinan que gobiernos violan los derechos humanos y ofrecen consejos en foros internacionales para combatir el terrorismo. Las ironías de la historia son, cada vez, menos graciosas. Y más peligrosas.

Los expulsados de la historia.

Desde siempre, los grupos dominantes han construido un ideario en el cual las subalternas eran representadas como “ociosas, incultas y bár-baras”. Desde la época de la época de la conquista, los europeos y sus descendientes, crearon suce-sivamente “otros” a quienes estigmatizar.
Así los pueblos originarios, los mestizos, los gauchos, los esclavos negros, los afro-descendientes liberados, los gauchos de las montoneras federales, los obreros sindicalizados, los cabecitas negras, los subversivos, los “pibes chorros” y los “piqueteros” fueron (sucesivamente) el blanco del escarnio del prejuicio de la alta burguesía. Más recientemente a esta larga lista de “indeseables” se sumaron los migrantes limítrofes, las minorías sexuales, los jóvenes pobres del conurbano bonaerense, los habitantes de las villas porteñas, los mapuches y los vendedores ambulantes senegaleses. Así, desde nuestro orígenes, las clases privilegiadas fueron construyendo un “capitalismo racializado”, donde bajo una cosmética republicana se escondía la vieja estratificación racista de la sociedad colonial.
Cuando el 22 de noviembre de 1902, a instancias de Miguel Cané, el Congreso sancionó la famosa Ley 4144 todos estos prejuicios pasaron a ser “política de Estado “. Esta nueva norma jurídica autorizaba la “expulsión de todos aquellos extranjeros que atenten contra el orden y la seguridad social“. Así el mismo país que llamaba desde su preámbulo constitucional a “todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino”; se reservaba el derecho de expulsar a militantes sindicales, agitadores anarquistas e intelectuales socialistas que se atrevían a enfrentar al régimen oligárquico que gobernaba por esos días. Más de 1500 luchadores sociales fueron detenidos, muchas veces torturados y luego expulsados del país por la misma burguesía que decía abrazar la máxima de Alberdi según la cual “gobernar es poblar”. Abría que esperar hasta que el gobierno de Juan Perón derogara esta ley brutalmente represiva. Sólo cuando el 11 de noviembre de 1951 las mujeres, eternas indeseables de la historia patriarcal, votaron por primera vez se pudo hablar de una verdadera “democracia” que, hasta entonces, había sido patrimonio exclusivo de los varones. Si incluir a los obreros era, para la mentalidad reaccionaria de nuestras clases dominantes, sumamente peligroso incluir a las mujeres, era inaceptable. De allí que cuando Pedro Eugenio Aramburu asume la “presidencia de facto de la república “el 13 de noviembre de 1955 intervenga militarmente los sindicatos, clausure el Congreso (compuesto en un 33% por cuadros sindicales e integrado por primera vez en la historia por 21 diputadas y 6 senadoras), disuelva el partido peronista y hasta secuestre el cadáver de Eva Duarte. Para el anti-peronismo reaccionario ni las mujeres ni los obreros debían haber salido del roll de espectadores políticos que los grupos dominantes les habían asignado hace más de dos siglos.
Los dueños de la patria no estaban, ni están, dispuestos a compartir con los “indeseables” ni siquiera las migajas de la historia.

La hora de la espada.

Uno de los máximos mitos que la historiografía liberal ha logrado imponer en el “sentido común” de las sociedades; es la de imaginar que todo pasado fue armónico, ayuno de conflictos, mezquindades y disputas. La mitología mitrista de la Historia positivista de mediados del siglo XIX, que luego reciclaron los científicos sociales de los años ´60, pretenden presentar un pasado preñado de “hombres de Estado, bronces vivientes, político honestos y grandes estadistas” que se sacrificaron en pos de la grandeza de la Patria. Evidentemente la nostalgia es simplemente el pasado con fotoshop.
Sin embargo, afortunadamente, la historia suele revelar sus arrugas.
El 21 de septiembre de 1955, desde el balcón de la casa Rosada y ante una multitud que desbordaba la plaza de Mayo, el general Lonardi dirigía su primer discurso como “presidente provisional de la Revolución Libertadora”. El militar que había encabezado el golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de Perón habló frente a miles y miles de ciudadanos que lo vitoreaban como a un héroe. Las banderas rojas y blancas de la UCR, los estandartes amarillos con la leyenda “Cristo Venció” de la Juventud católica y la Democracia Cristiana, los carteles con las rosas rojas del Partido Socialista daban color a esa jornada de complicidad cívico-militar en la que el más rancio gorilismo cipayo se apropiaba del espacio público maquillado de ciudadanía republicana. Sin embargo, el nuevo dictador intentó, al menos desde las palabras, morigerar la exaltación triunfalista. Habló de la Patria, recordó al espíritu de Mayo y Caseros, resaltó los tradicionales valores occidentales, democráticos y cristianos que nuestra ciudadanía abraza, identificó a las Fuerzas Armadas como la reserva moral de la nación y pronosticó el inicio de una nueva era de paz y unión nacional. “En la nueva Argentina no habrá ni vencedores ni vencidos…”fue su famosa frase de cierre. Pocos días después Lonardi sería obligado a renunciar y su cargo de “presidente provisional” (eufemismo para no llamarse dictador) sería ocupado por el sanguinario Pedro Eugenio Aramburu. A partir de allí la Revolución Libertadora se asumió como lo que en verdad era: una restauración neo-conservadora que, inevitablemente, acabaría derivando, en un fascismo reaccionario, anti-popular, autoritario y represivo.
Con la servil colaboración de la UCR, el PS, el PD de Mendoza, el Progresismo de Santa Fé y la Iglesia Católica el nuevo presidente intervino los sindicatos, prohibió la actividad gremial, derogó la Constitución, disolvió al Partido Peronista, declaró ilegal al Partido Comunista y estableció la pena de 3 a 5 años de prisión efectiva para todo aquel que mencione públicamente el nombre de Perón y Evita. La Comisión nacional de Inves-tigaciones, presidida por Alicia Moreau de Justo, realizó una serie de amañadas denuncias penales contra más de 1000 ex – funcionarios justicialistas por corrupción y enriquecimiento ilícito; a las que sumó varias contra el propio Perón por corrupción de menores, violación, malversación de fondos públicos y traición a la patria. Un libro llamado “El libro negro de la segunda tiranía” y un film documental titulado “El mito” fueron las pruebas documentales que esa infame comisión alcanzó a producir. Sin embargo, al interior del propio ejército, comenzó a surgir una línea de resistencia a la dictadura. Fue así que el 9 de junio de 1956 el general Juan José Valle encabezó un alzamiento militar que esperaba lograr una reacción popular que obligara al régimen a llamar a elecciones y terminar con la persecución política. La sublevación no logró sumar a otros sectores castrenses, los sindicatos intervenidos no lograron plegarse a la acción y la insurrección popular nunca llegó a articularse. Varios civiles resultaron apresados y, tras ser acusados de “subversión”, fueron fusilados en los basureros de José León Suarez convirtiéndose en los primeros “desaparecidos “de nuestra trágica historia. Tres días después, el 12 de junio, Valle y otros 11 militares fueron ajusticiados en Campo de Mayo. Al día siguiente el diario La Nación publicó una editorial escrita y firmada por el diputado y dirigente socialista Américo Ghioldi titulado “Ha terminado la leche de la clemencia…”
La Libertadora se quitaba el maquillaje de republi-canismo humanista para dejar ver su verdadero rostro. Ayer, como ahora, la historia nos permite no sólo ver las arrugas de las caras de nuestras clases dominantes; también podemos verles los colmillos ensangrentados. 

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Las puertas giratorias.

Desde los antiguos griegos con sus mitologías fatalistas hasta el filósofo alemán Frederich Nietzsche, el pensamiento humano siempre se vio seducido por la idea de un tiempo histórico que se desarrollo en forma cíclica.
Que el devenir de todos los sucesos humanos, desde el origen de los tiempos hasta el más lejano de los futuros, se desenvuelva de forma espiralada imitando a las estaciones del año o los ciclos de la naturaleza es indudablemente bello de imaginar.
La tradicional visión judeo-cristiana, luego adoptada por el occidente positivista, de pensar el tiempo histórico como una línea recta que avanza firme e indetenible hacia un punto en el infinito no podía competir contra el poético encanto del “eterno retorno” nietzcheniano, la “dialéctica hegeliana” o el “laberinto infinito” de Borges.
Sea lo que sea la historia, esta no avanza a paso firme hacia ninguna tierra prometida del progreso universal.
Como toda construcción humana, sometida a sus contradicciones y disputas, las sociedades no “avanzan” en el tiempo; se desarrollan a través de él. Casi al mismo tiempo que en Argentina emergía la figura de un líder popular sin precedentes y un movimiento histórico de masas; en Brasil ese ciclo se cerraba violentamente. Getulio Vargas, era derrocado por un golpe militar el 29 de octubre de 1945, luego de ser el líder máximo del Estado Nuevo por más de 15 años. De tradición liberal, Vargas participó de la revolución cívico-militar que derrocó a los conservadores en 1930 y encabezó una profunda transformación de la política y la sociedad brasileña.
Con él se desarrolló la industrialización, desplazando lentamente la dependencia que Brasil tenía desde hacía 300 años en la exportación de café y azúcar. Se sanciona el voto femenino en 1932, se permite la participación electoral de analfabetos y negros y se incorporan a los sindicatos a la vida política. Su cercanía con EEUU (que se explicita en el hecho que Brasil envía un batallón de soldados a pelear en Italia) no impidió que el gobierno tuviera un ambicioso plan de nacionalismo económico sobre áreas estratégicas como el acero, la petro-química y el comercio exterior.
A la vez, y a pesar de su acérrimo anti-comunismo, Vargas sostuvo en el gabinete varios ministros objetados por la Embajada Norteamericana, los cuales sancionaron varias leyes laborales de avanzada.
Su derrocamiento, lo desplazó del gobierno, pero no del poder. Amplios sectores políticos lo siguieron referenciando como un líder popular y posibilitaron su retorno a la presidencia en 1950. Cuatro años después de asumir, Vargas se suicidaría de un disparo en su cabeza en el despacho presidencial. El motivo quedaría explicitado en una carta de puño y letra que sería encontrada, manchada con la sangre del mandatario, sobre su escritorio.
Petrobrás, una empresa estatal que aspiraba a monopolizar la extracción de petróleo y producción de combustibles, era inadmisible para el poder de las petroleras norte-americanas.
Presionado por la Texaco, la Californian Oil Company y la Esso, abandonado por las Fuerzas Armadas ya totalmente colonizadas por el imperialismo estado-unidense y acusado abiertamente de comunista por el embajador yanqui, Vargas fue presionado para que renuncie a su cargo. Valientemente decidió no hacerlo, políticamente tuvo el coraje de desnudar las oscuras tramas del poder en su carta pero, humana-mente, no pudo soportarlo. Su suicidio, ocurrido en agosto de 1954 tal vez cerró el ciclo iniciado en octubre de 1945 cuando fue derrocado. Dos días antes de este primer hito, el 27 de octubre de 1945, en una favela de Pernambuco nace un niño en el seno de una familia muy pobre. Madre sirvienta, padre analfabeto y alcohólico que abandonará reiteradas veces a sus seis hijos, sufrirían la privación material desde siempre que los obligará a migrar al cordón industrial de Sao Paulo buscando empleo.
Luego de abandonar la escuela primaria en segundo grado ese niño ingresaría, como tantos de su propia clase, al mercado laboral. La fábrica, los jornales de miseria, el hacinamiento habitacional que debía sufrir, las reivindicaciones sindicales y el mito popular de Vargas completarían su educación.
¿Su nombre? Luiz Ignacio “Lula” Da Silva. Con él se abriría otro ciclo de la historia brasileña y continental.
Como vemos, la historia, tiene reservada para los pueblos muchas puertas giratorias. 

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Cuba: desde Martí hasta Fidel

Durante una gira diplomática realizada por América Latina, el entonces vicepresidente de Reagan, George Bush realizó una serie en entrevistas con medios locales.
Allí ante la pregunta que un periodista le hiciera sobre las denuncias que pesaban sobre el gobierno panameño sobre violaciones a los derechos humanos y vínculos con el narcotráfico; este respondió: “Noriega puede ser un hijo de puta; pero es nuestro hijo de puta”. La misma reflexión había sido vertida ante el Congreso norteamericano medio siglo atrás por el entonces presidente Roosevelt refiriéndose al dictador Anastasio Somoza. De esta impúdica manera el Departamento de Estado reconocía, una y otra vez, su desembozado apoyo a todo gobierno que representara sus intereses; más allá de las cualidades éticas, morales o ideológicas que estos pudieran exhibir. Así, el “arsenal de la democracia” podía apoyar sangrientas dictaduras como la de Stroessner en Paraguay, gobiernos legales como los del Partido Conservador colombiano, democracias limitadas como el de Frondizi en Argentina o regímenes cuasi monárquicos como las presidencias vitalicias de los Duvalier en Haití.
Del mismo modo, aunque con más coherencia, todos aquellos experimentos políticos que cuestionaran la hegemonía estado-unidense en la región o simplemente intenten frenar la injerencia de las empresas norteamericanas; eran severamente agredidos. El golpe militar producido en Guatemala en 1954, las continuas amenazas castrenses que llevaron al suicido a Getulio Vargas en el mismo año, o el derrocamiento de Perón son pequeñas, pero trágicas muestras, de esta política imperial. Sin embargo, en pocos rincones del planeta, la presencia estadounidense sería tan voraz como en el doliente Caribe. Ya desde finales del siglo XIX y comienzos del XX empresas como la United Fruit, la Panamerican Sugar o la Coca-Cola se convertirían en las propietarias de grandes latifundios centro-americanos. Luego llegarían las compañías de teléfonos y telégrafos que monopolizarían las comunicaciones en toda la región; los bancos privados financiarían las grandes obras de infraestructura que, como el canal de Panamá, permanecerían en manos estadounidenses por más de cien años. Para los años `30 los marines serían autorizados a custodiar las inversiones de las empresas de capital yanqui y muchos de esos débiles gobiernos cipayos sancionarían leyes que legalizaban la entrega del patrimonio nacional y el saqueo de las riquezas naturales. Los contratos petroleros venezolanos firmados en favor de la Texaco y la Californian Oil serían un brutal ejemplo de esto y habría que esperar medio siglo para lograr anularnos. La mafia de Florida y Nevada más las famosas “cinco familias de New York” completarían el cuadro de la rapiña cuando a finales de los `40 realizarían grandes “inversiones” en hoteles, casinos y cabarets en las paradisíacas playas caribeñas. Cuba sería el máximo botín en esta guerra económica desde que los EEUU radicaron sus inversiones azucareras en 1898. El patriota José Martí moriría combatiendo contra la ocupación norteamericana por esos años. Antonio Mella, dirigente universitario de izquierda, sería primero deportado y finalmente asesinado en 1929 por orden directa del presidente Machado.
Habría que esperar un cuarto de siglo más para que la figura carismática de Fidel lograra sintetizar la tradición martiana del nacionalismo libertario con el reformismo universitario y el marxismo. La triunfante revolución del 1º de enero de 1959 fue el corolario de un largo y sangriento derrotero histórico.
Tal vez por eso el gobierno norteamericano no supo leer los acontecimientos y, enceguecidos de soberbia imperial, lanzó una invasión militar con 1500 mercenarios cubanos y hondureños, financiada por la mafia y dirigida por la CIA y el Pentágono. Fue el 17 de abril de 1961 y la historia lo recordará como “Bahía de Cochinos”. Tras tres días de combates las tropas agresoras fueron derrotadas y obligadas a rendirse, el gobierno norteamericano debió retroceder en su intento desestabilizador y la naciente revolución cubana logró propinarle a Estados Unidos la primera derrota militar de toda su historia. 58 años después el escenario mundial poco se ha modificado. El imperialismo yanqui sigue desplegando sus tentáculos a lo largo del globo, gobiernos títeres de nuestra región entregan nuestra soberanía y rematan nuestras riquezas naturales en el altar del libre comercio y la Casa Blanca exporta guerras y bombardeos humanitarios en Oriente Medio, África sub-sahariana o Colombia. Pero también siguen, y seguirán, existiendo pueblos dignos que tercamente levantan muros contra el neoliberalismo. 

De la patria grande a los antidepresivos

Como parte estructural de la profunda transformación ideológica que el gobierno peronista encarnó, a comienzos de 1950 el propio Perón firmó un decreto que estableció una serie de festejos patrios en homenaje al centenario de la muerte de San Martín. Desde entonces el “Año del Libertador”, como se lo conoció, fue atravesado por múltiples acciones políticas para rescatar la figura de nuestro héroe máximo. A la inauguración de múltiples monumentos, plazas en su honor se le sumaron el bautismo de centenares de escuelas, avenidas, edificios públicos y hasta un ferrocarril que llegaba hasta la zona de Cuyo. Incluso en el interior de las fuerzas armadas el ideal “sanmartiniano” comenzó a encarnarse como una ideología vertebradora del nuevo roll que el Estado le asignaba a las instituciones castrenses. Como parte del mismo proceso, ese mismo año, se publicó y luego distribuyó en todas las escuelas públicas de todo el país un monumental libro de más de 700 páginas llamado “La Nación Argentina: Justa, Libre y Soberana “. Este trabajo, escrito por el Suboficial auxiliar Dalmiro Valles era (además de una indisimulable catarata de loas a los logros alcanzados por el gobierno en materia de desarrollo económico y social) una re-apropiación histórica. Así la obra de Perón y Eva era presentada como la “continuidad histórica de la gesta de nuestros libertadores”, y el propio San Martín era un antecedente del primer mandatario. Sin embargo, y a pesar de esa utilización política de la historia, esa apuesta lograba construir un sentido colectivo de la historia que permitía que grandes sectores populares construyeran una visión de su propio pasado vinculándolo con el presente. Los actos oficiales del 17 de agosto de 1950 significaron no el mero y protocolar homenaje acartonado de siempre, sino masivas movilizaciones populares de rescate de un pasado común. El derrocamiento de Perón “rescató a San Martín “de las garras de la “demagogia populista “para volver a encorsetarlo en los fríos y oscuros cuarteles del ejército golpista o en las selectas aulas de las universidades porteñas. El propio Pedro Eugenio Aramburu declaró en un patético discurso pronunciado el 16 de marzo de 1956 en la ciudad de Córdoba que “de entre todos los valores, hay uno sólo y único que tiene el valor de ideal y al que la Revolución Libertadora servirá fielmente. Ese ideal nació en mayo de 1810 y fue inspirado por San Martín…”
Desde entonces, y para varias generaciones de argentinos, el Padre de la Patria sería la justificación de los proyectos militaristas de Onganía y Lanusse o del genocidio planificado de 1976. La línea revisionista que intentó, desde los años `60, establecer una tríada integrada por San Martín, Rosas y Perón para justificar la lucha política por la liberación nacional fue sostenida casi en la clandestinidad por pequeños grupos de intelectuales y militantes de la Resistencia.
Habría que esperar hasta el 29 de mayo del 2003 cuando, a cuatro días de haber asumido la presidencia con el 22% de los votos, el entonces presidente reprendiera severamente a los militares durante el discurso que pronunciaba en Campo de Mayo con motivo de la celebración del Día del Ejército. Ante el visible descontento que expresaba un grupo de oficiales que se había vuelto de espaldas mientras el primer mandatario hablaba, este dijo con voz firme: “Quiero decirles algo, no tengo miedo… ni les tengo miedo. Queremos el Ejército de San Martín, Mosconi y Savio y no el de Videla, Viola o Bignione…”
El Libertador volvía a ser disputado por los sectores populares, volvía a ser ideologizado y a insertarse en una línea histórica en debate permanente.
El 2018 fue, la primera vez en nuestra historia desde hace más de 150 años, que un presidente no realizó ningún homenaje en memoria de nuestro máximo héroe de la independencia. La “angustia” que según Maurico Macri debían sentir nuestros próceres al buscar la “independencia de España”, hoy se tradujo en un incomprensible silencio oficial.
Al frío polar del ajuste recesivo, evaporada lluvia de inversiones y las medidas tomadas por el FMI para construir el ataúd de la economía productiva, se suma el parricidio sanmartiniano. Tal vez Macri no tengan nada que agradecerle a las cenizas del prócer…
O tal vez estas tengan mucho que reprocharle.

En carne viva

Se dice en las conversaciones callejeras, se instala desde la lógica mediática-empresarial de los medios de comunicación dominantes y hasta se repite en boca de líderes y dirigentes de toda especie: en verano la política se detiene.
Luego de sobrevivir a los diciembres tradicionalmente convulsionados de nuestra historia y antes de llegar al marzo que inaugura las paritarias docentes, por tres meses los conflictos sociales, políticos y económicos parecieran detenerse. Así los gobiernos y las oposiciones parecieran firmar una tregua estival que permite distender por un trimestre las luchas intestinas que toda sociedad larva en su interior. ¿Pero esto, fue siempre así? Veamos. Luego de producido el Golpe de Estado de 1955, la dictadura emergente fijó como prioridad excluyente la de asegurarse el control electoral de las masas. Disuelto el Partido Peronista, encarcelado sus máximos dirigentes, intervenidos los sindicatos y exilado Perón los golpistas intentaron desmantelar lo más posible toda la batería de leyes sociales y laborales sancionadas durante el “régimen del Tirano Prófugo”. Los militares, el gran empresariado agremiado en la UIA, la oligarquía terrateniente articulada en la SRA, la Iglesia Católica , el PS, los Conservadores y la UCR conformaron este nuevo bloque de poder obsesionado con “ desperonizar la Argentina”. Sin embargo, no todos coincidían en la naturaleza que el nuevo gobierno debía adquirir. Mientras que para los sectores más retrógrados y reaccionarios se debía volver a la Argentina agro-exportadora de los años `20; para otros en cambio se hacía imprescindible mantener ciertas medidas sociales heredadas del peronismo a fin de “contener el descontento popular”. Estas estrategias implosionaron al interior de la UCR que rápidamente se dividió en dos nuevos partidos: la UCR del Pueblo y la UCR Intransigente.
La primera, liderada por Balbín, representaba al sector más conservador y visceralmente anti-peronista que había abalado toda la política represiva aplicada desde el Estado contra sindicalistas y militantes peronistas.
El otro sector, acaudillado por Frondizi, se presentaba como más liberal, progresista y moderna; alejada tanto del “populismo de Perón” como de la “dictadura de Aramburu”. Este sector, a comienzos de 1958 comenzó a establecer contactos políticos con figuras tanto del peronismo como de la izquierda, a fin de construir un frente político-electoral. En las elecciones de ese año Arturo Frondizi es electo presidente tras acordar con Perón terminar con la persecución sindical, mantener todas las leyes que defendían a los trabajadores y levantar paulatinamente la proscripción al peronismo. Como contraparte, desde el exilio, el General se manifestó en varias oportunidades a favor del candidato de la UCRI.
Sin embargo, desde su asunción al cargo el 1º de mayo de 1958, Frondizi encaró un furioso plan de ajuste y apertura económica que lo llevó a privatizar parte de YPF, clausurar varios ramales ferroviarios y vender a monopolios norteamericanos varias empresas estatales. En ese marco se sanciona la Ley de Carnes, el 14 de enero de 1959, que autoriza la venta del Frigorífico Municipal Lisandro de La Torre a capitales privados estadounidenses.
Esta unidad productiva, emplazada en el corazón de Mataderos, tenía más de 9000 obreros y era el pulmón económico de todo el barrio. El cuerpo de delegados compuesto por jóvenes trabajadores, provenientes tanto del peronismo como del comunismo, motorizaron una rápida resistencia. En una multitudinaria asamblea, más de 8000 trabajadores votaron la huelga y la toma del frigorífico hasta tanto el gobierno no retroceda en su intención privatizadora.
Por más de una semana la clase obrera, organizada y con disposición a luchar, tuvo el control del frigorífico y del barrio. Se realizaron asambleas callejeras, los comercios vecinos donaban alimentos para los huelguistas, se levantaron barricadas y se repelió una y otra vez las avanzadas represivas de la policía federal.
La efervescencia popular de la protesta se extendió a otras zonas fabriles como Dock Sud, Beriso, La Plata, Ensenada donde otros trabajadores de la carne realizaron huelgas solidarias. Hasta la CGT, más cercana a la negociación con el gobierno, debió lanzar un paro general de 48 horas en apoyo a los trabajadores de Mataderos.
Recién el día 22 de enero, y tras enviar al Ejército a desalojar violentamente el frigorífico, el gobierno pudo controlar la situación. La brutal ola de encarce-lamientos, despidos e intervenciones a sindicatos que siguieron intentaron disciplinar al cada vez más incontrolable movimiento obrero.
La implementación del Plan de Conmoción Interna del Estado (Conintes), diseñada por Frondizi, otorgaba a las Fuerzas Armadas el control de la protesta social y castigaba la participación en una huelga con un mínimo de 5 años de prisión.
Hace 60 años, un enero de ajuste social y creciente represión cocinaba, a fuego lento, la resistencia popular que se disponía a enfrentar el avance privatizador de las minorías privilegiadas.
Tal vez el noticiero se tome vacaciones. La lucha de clases no. 

Mobirise

De necesidades y derechos

Fue el obispo y teólogo brasileño Elder Cámara quien, a mediados de la década del ´60, dijo en una entrevista su frase más famosa. “Cuando doy de comer a un pobre, los ricos de este país de dicen que soy un santo, pero cuando pregunto porque existen los pobres esos mismo ricos me acusan de comunista...”. Esta genial síntesis expresa la enorme hipocresía que se enclava en el interior de la beneficencia que las clases poderosas han ejercido para con los sectores populares. Para estas familias privilegiadas la dádiva, generalmente mediada por instituciones presuntamente inmaculadas como la Iglesia, las cámaras empresarias o círculos tradicionalistas como el Jockey o el Rotary club, era la forma en que los poderosos expresaban su “sensibilidad social”. El mito de la copa que rebalsa fue siempre la metáfora más brutal de nuestra clase dominante: sólo después que la voracidad predatoria de los privilegiados esté satisfecha, las migajas de ese festín para pocos podrá transformarse en el alimento para las mayorías hambrientas.
Sin embargo, como decimos siempre, la historia es una ciencia dinámica.
Desde finales del siglo XIX era una costumbre que las “primeras damas” asumieran el decorativo y sensiblero roll de “presidentas de la Sociedad de Beneficencia” una suerte de ONG creada por las señoras y niñas más refinadas de la alta sociedad que repartía juguetes en Navidad y reyes para los niños pobres, organizaba cenas a beneficio y recolectaba donaciones en las iglesias para la asistencia de huérfanos y viudas. Para mediados de los años cuarenta, esta institución, era vista por casi todo el arco político como la rémora de un pasado patricio que debía dejarse atrás. Solo los sectores más conservadores del viejo patriciado agrario seguían reivindicándola. Fue así que, apoco de asumir, Juan Perón decidió su desmantelamiento; concentrando toda la acción social en manos del Estado. La vieja Secretaría de Trabajo y Previsión Social de la cual había surgido políticamente Perón sería entonces la encargada de hacer llegar ayuda directa a quienes la necesitaran. Sin embargo luego de un siglo de explotación de los trabajadores rurales por parte de los terratenientes, de décadas de persecución obrera y abusos por parte de las patronales, de años y años del crecimiento de barrios precarios en las afueras de las grandes ciudades industriales como Rosario, La Plata, Avellaneda, Villa Constitución, San Miguel de Tucumán, Barracas o Saavedra, las deudas sociales eran inabarcables para una sola institución. Surge así la idea de desburocratizar la acción reparadora del Estado. El 19 de junio de 1948 por decreto número 220.564 se crea la Fundación de Ayuda Social María Eva Duarte de Perón que monopolizaría la acción social directa. La Fundación recibía enormes fondos obtenidos con voluntarias donaciones sindicales algunas veces y mediante expropiaciones o coerciones a grandes empresarios en otras oportunidades. Con ese dinero, esta entidad, realizó una ambiciosa acción de reparación social que iba desde la entrega de becas estudiantiles, el turismo social, la concesión de pensiones por viudez o vejez, la construcción de barrios obreros, monumentales centros recreativos como los complejos hoteleros de Embalse o Chapadmallal, hogares de tránsito para las jóvenes mujeres que arribaban del interior para buscar trabajo en la gran ciudad, la cuidad infantil y la primera escuela de enfermería del continente. Cargamentos de víveres con el logo de la Fundación Eva Perón llegaban a los lugares más remotos de la puna o la cordillera, el tren sanitario (que contaba con consultorios de oftalmología, obstetricia y otorrinolaringología) recorrió varias veces el territorio nacional llevando la salud pública a muchos sitios en los que los pobladores jamás habían sido vistos por un médico. Fue esa misma fundación la que entregó por primera vez documentos de identidad a los pueblos originarios tobas y qom del nordeste chaqueño, la que en 1950 envió donaciones de alimentos y ropa a centros comunitarios del barrio negro más pobre de Estados Unidos, el Harlem y la misma que un año después compró armas al príncipe de Holanda para repartir entre los obreros de la CGT a fin de crear una “milicia popular en defensa del gobierno de Perón”.
La Fundación, herida gravemente tras la temprana muerte de Evita, sería ultimada en 1955 con la llegada de la dictadura militar al poder. Todos sus fondos fueron expropiados, sus empleados detenidos, su sede central demolida y se incineraron gran parte de los bienes incautados. Desde pelotas de cuero, hasta sábanas hospitalarias ardieron en la hoguera del revanchismo gorila. Hasta 1500 dosis las vacunas anti-poliomielíticas y media docena de pulmotores fueron incinerados por los vencedores de 1955 en una orgía de fuego demencial.
La Fundación Eva Perón sería borrada de la historia, pero las causas de la profunda injusticia social que desgarra a nuestros sectores populares no. Por el contrario, se irían profundizando.
Es bueno recordar esto hoy cuando, nuevamente, los poderosos se asoman al balcón de sus mansiones y sacuden el mantel para que comamos sus migajas.

Mobirise

Un septiembre bien, pero bien complicado.

Una de las características más evidentes de la historia oficial es la vocación por instalar una visión edulcorada y casi accidental de los procesos sociales. Así, cuando los apóstoles del sentido común y del pensamiento políticamente correcto, analizan fenómenos como el nazismo, los genocidios, el saqueo colonial o las recurrentes crisis capitalistas caen en explicaciones sensibleras, fatalistas o mágicas. La historia, entonces, es reducida a una búsqueda moral de un “bien común que todos queremos, pero en cuya definición no logramos ponernos de acuerdo”. El pasado de nuestras sociedades es transformado en una especie de manual de auto-ayuda colectiva en donde todos los protagonistas son actores bien intencionados que realizan aportes a la marcha del progreso. Del relato de buenos contra malos que instauró Bartolomé Mitre a mediados del siglo XIX pasamos al relato de buenos contra buenos que pregona el neo-liberalismo desde mediados del siglo XX. Pero ¿será así?, veamos un ejemplo.
Desde finales de la década del ´40 el modelo económico peronista mostraba sus límites expresados en la incapacidad de desarrolla (a la velocidad deseada) una industria pesada de gran escala. Además la fuente principal de divisas seguía siendo la exportación de materias primas a la Europa de post-guerra, en dónde ahora comenzaban a llegar carnes y granos provenientes de Estados Unidos. La nueva super-potencia capitalista competía con la emergente Argentina como potencia agro-exportadora y nos disputaba los mercados europeos. Además, como consecuencia de la expansión del mercado interno gracias al pleno empleo y los altos salarios, los saldos exportables argentinos eran conside-rablemente menores a los norteamericanos lo que se traducía en menor cantidad de productos primarios para volcar al mercado exterior. Las brutales sequías sufridas en la pampa húmeda en 1952 y 1953 complicaron más el panorama .Si a eso le sumamos el natural desgaste que el ejercicio del poder conlleva y la muerte de Evita (que debilitó la relación del gobierno con la clase obrera organizada) no debe sorprendernos que para esa misma época la oposición más férrea se fuera re-organizando.
Así, con la UCR y el PS como aparatos político-partidarios, las grandes patronales agrarias aglutinadas en Carbap y la Sociedad Rural más la pata empresarial de la vieja clase dominante en torno a la UIA comenzaron a estrechar lazos con un sector liberal de la alta oficialidad del ejército y la marina. El conflicto con la Iglesia católica que comenzó a expresarse desde 1954 junto con un tenue pero continuo empeoramiento de las condiciones de vida de gran parte de la clase trabajadora, terminaron por completar el cuadro. El 16 de junio de 1955 22 aviones de guerra pertenecientes a la Marina bombardearon la plaza de mayo desde las 12:40 del medio día hasta las 14:45 de la tarde. Se arrojaron poco más de 100 bombas que provocaron cerca de 350 muertos (la mayoría de ellos civiles) y cerca de 1500 heridos. Los sublevados huyeron a Uruguay donde fueron recibidos como héroes por los exiliados argentinos y el Comité Nacional de la UCR que presidía Arturo Frondizi publicó a día siguiente un comunicado en donde declara que “la responsa-bilidad de los trágicos sucesos ocurridos el 16 de junio es enteramente del régimen”. Sólo tres meses después, una nueva asonada militar organizada desde Córdoba derrocaba al gobierno peronista. El 21 de septiembre de 1955 desde el balcón de la Casa Rosada el dictador militar auto-proclamado presidente, General Lonardi hablaba frente a una multitud que lo vitoreaba. “Para la Revolución Libertadora no habrá ni vencedores ni vencidos…” fue su famosa frase de aquel día. Luego vendría la disolución del partido peronista, la intervención de los sindicatos de la CGT, la derogación de la constitución de 1949, la prohibición de la mención del nombre del “tirano depuesto”, la ilegalización del partido Comunista, la demolición de la residencia presidencial y el secuestro del cadáver de Eva Duarte.
Claramente había vence-dores y había vencidos.
Los ganadores de siempre lo sabían. Los eternos derrotados todavía debían aprenderlo. 

Del 17 al 24

Son muy pocos los hechos de la historia que todos consideramos bisagras colectivas que modifican, para bien o mal, el destino de las generaciones venideras. El “descubrimiento de América”, la Revolución Francesa, las Guerras Mundiales, el triunfo de los bolcheviques en Rusia, el inicio de la era nuclear son, por ejemplo, algunos de esos hitos que indudablemente quiebran el devenir histórico para siempre.
Luego de estos hechos nada volvería a ser igual que antes. Pasa lo mismo a nivel local ¿Existen pequeñas revoluciones domésticas que transforman para siempre la vida de entre casa? Veamos.
Las medidas económico-sociales que el joven coronel Juan Perón implementó desde el inicio de su gestión a cargo de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social fueron, indudablemente, profundas transformaciones al interior de las relaciones laborales. Por primera vez en la historia el movimiento obrero organizado encontraba un interlocutor gubernamental que arbitraba en los conflictos laborales a favor de los intereses inmediatos de los trabajadores. Los sindicatos encontraron en él un mediador institucional que les permitía acceder a beneficios concretos como las vacaciones pagas, las licencias por enfermedad, los seguros por accidente y el aguinaldo. Nace así, lentamente, una alianza táctica entre las dirigencias sindicales más moderadas y un sector de la burguesía industrial mercado-internista que, mediante el arbitrio Estatal, logra un “pacto de coexistencia entre el capital y el trabajo”. Estaba emergiendo, como consecuencia de profundas transformaciones sociales larvadas durante medio siglo el Estado Benefactor. Mientras el sector más lúcido de la burguesía comprende la necesidad de integrar a los trabajadores a la vida política-institucional, los grupos más retardatarios y conservadores del gran capital agro-exportador consideraban inaceptable esta modificación del orden establecido. Así la Sociedad Rural, la Embajada norteamericana, la UIA y la alta oficialidad del ejército vinculada al patriciado criollo deciden deponer a Perón de su cargo, encarcelarlo en la prisión de la isla Martín García y desmantelar lo más rápido posible la batería de medidas sociales implementadas por este a favor de los trabajadores industriales y rurales. Esta voracidad de los grupos dominantes implosionó al interior del movimiento obrero.
La CGT realizó desde el 12 de octubre de 1945 (72 horas después del encarcelamiento de Perón) agitados plenarios donde se debatió que hacer frente a la nueva situación.
Finalmente el día 15 se resolvió convocar a un paro nacional para el día 18 exigiendo el “mantenimiento y resguardo de todas las conquistas sociales conseguidas por el movimiento obrero en los últimos tiempos “.
Sólo la regional tucumana de la CGT añadió a este pronunciamiento el pedido de la inmediata liberación del coronel Perón y la re-instalación en su cargo.
Sin embargo las bases obreras, una vez más, marcaron el pulso de la historia y para sorpresa de propios y extraños parieron la multitudinaria movilización popular del 17 de octubre que no sólo torció el brazo del gobierno militar sino que catapultó a Perón al estrellato político. La huelga general del 18 fue aplastantemente masiva y, totalmente desbordado, el gobierno debió convocar a elecciones presidenciales para el 24 de febrero.
A lo largo de esos meses agitados los partidos tradicionales se apresuraron a conformar una alianza electoral llamada Unión Democrática. Este agrupamiento de radicales, conservadores, socialistas y comunistas partía del error histórico de caracterizar al movimiento emergente como una “expresión del fascismo europeo” y al propio Perón como un “Mussolini criollo”. Frente a ello el movimiento obrero organiza, copiando la experiencia británica, una alianza electoral con radicales independientes, ex socialistas, cuadros sindicales con formación política y nacionalistas católicos. El Partido Laborista se presenta a las elecciones enarbolando la candidatura del Juan Perón a la presidencia nacional. Se enfrentaron.
Entonces, una alianza integrada por veteranas figuras políticas con sobrada experiencia electoral y un soporte partidario de alcance nacional y una apresurada alianza de sindicalistas desconocidos e inexpertos casi sin aparato territorial. Las cartas parecían estar echadas y el triunfo de la Unión Democrática sería inevitable.
Pero como siempre la historia fue una caja de sorpresas. 

Un día brindaron por la muerte

El neoliberalismo es, además de una etapa senil y decadente del sistema capitalista mundial, un poderoso dispositivo cultural. Cuando el francés Giles Lipovetzky escribía en 1987 su famosa teoría del “fin de la ideologías” o en estadounidense Francis Fukuyama festejaba en 1991 el “fin de la Historia“ se estaba propagandizando el “nuevo sentido común”. La caída de la URSS, el desmantelamiento del Estado de Bienestar, la instalación del desempleo como una consecuencia inevitable del desarrollo tecnológico y el auge del consumo y el más frívolo individualismo moldearon el nuevo mundo. Este nuevo orden social requería de sujetos des-politizados, carentes de todo vínculo solidario con sus pares, ávidos de competir en un mercado laboral cada vez más excluyente y provisto de una moral e ideología pragmática, flexible a los cambios y cultora del placer y la satisfacción personal como todo destino. De allí que las nacionalidades, las religiones y las ideología debían de descartarse como pesados lastres de un pasado que debía superarse. Así, la aparente libertad que el neo-liberalismo le otorga al hombre-global del siglo XXI, no es más que la ruptura histórica de este sujeto con su propio tiempo y su destino. En el mundo vacío de dioses y de héroes que el neo-liberalismo ofrecía a sus fieles la única salvación sería, entonces, la individual; enriqueciéndose de cualquier modo para consumir bienes y servicios hasta el hartazgo. El shopping, el barrio cerrado, el spa: serían las nuevas tierras prometidas a donde todos aspiraban llegar y a donde, por supuesto, pocos lograrían hacerlo. Sólo en ese mundo, Berlusconi, Fujimori o Menem podrían ser presidentes. Sólo en ese sistema moribundo que se resiste tercamente a morir, Trumpp, Temer o Macri pueden serlo ahora.
Sin embargo, y muy a pesar del intento des-historiador del neoliberalismo, el pasado es lo único presente y la historia una parturienta que no dejar de dar a luz lecciones. Una tras otra.
Cuando el 26 de julio de 1952, tras una larga y devastadora enfermedad, Eva Duarte murió hubo brindis de festejo en las paquetas mansiones de Recoleta y Barrio Norte. La alta clerecía católica y los mandos superiores de las Fuerzas Armadas seguramente respiraron aliviados y las cúpulas partidarias de la UCR y el PS (ya abiertamente pro-golpistas) celebraron la desaparición de “la mujer del látigo”. Que durante 14 días miles y miles de humildes trabajadores formaran fila bajo la fría llovizna invernal para despedir a la “abanderada de los humildes” no era más que una “puesta en escena del aparato propagandístico oficial motorizado por la CGT y la Policía”. Nada de auténtico había en esas lágrimas, nada de sincero en ese amor compartido; todo era demagogia gubernamental. Por eso el odio revanchista de los privilegiados no se pudo calmar con la muerte de Evita, muy por el contrario, fue creciendo. Cada altar levantado en una barriada humilde del gran Buenos Aires, cada burocrático y sobre-actuado homenaje oficial, cada retrato, cada derecho encarnado en el pueblo empoderado parecían demostrar una verdad insoportable: Evita no había muerto. Giro irónico del destino pero exactamente un año después, el 26 de julio de 1953, un grupo de jóvenes universitarios cubanos intentaron derribar al dictador Fulgencio Batista. Este oscuro cabo del ejército vinculado al Departamento de Estado de EE.UU. y con lazos comerciales con la mafia de Florida y Nevada gobernaba la pequeña isla caribeña con mano de hierro desde hacía más de un año abriendo la economía a los oligopolios norteamericanos como la United Fruit, la Panamerican Sugar Company y la IT&T. La intentona revolucionaria fue derrotada, muchos de esos jóvenes resultaron muertos y otros varios encarcelados. El líder del grupo era un abogado de clase media llamado Fidel Castro, quien luego de ser encerrado y brutalmente torturado compareció ante un tribunal que lo condenó a prisión y luego al exilio. Para la misma época que el gobierno peronista era brutalmente derrocado y el cadáver de Evita secuestrado y “desaparecido”, Fidel era expulsado de Cuba por la dictadura de Batista. Evita muerta y Fidel preso, ambos eran igualmente peligrosos. Debían ser borrados de la historia, invisibilizados, desterrados de la tierra que los había nutrido con su historia de lucha y separados de sus hermanos que los habían elegidos como líderes.
Pero todo fue inútil. Si hay algo que los pueblos no hacen es olvidar. Volvieron siendo millones y la historia los absolvió. 

Mobirise

Proletarios del mundo, uníos

En estos difíciles tiempos que nuestro país transita, cierta intelectualidad progresista viene insistiendo en la imperiosa necesidad que los “gobiernos populistas” hagan una auto-crítica por los errores cometidos. Desde esta lógica, tal vez bien intencionada pero sin duda ingenua, los líderes políticos de los movimientos populares latinoamericanos deben “rendir cuentas a la ciudadanía” cuando pierden el apoyo de esta. Así visto los ajustes brutales que aplican los gobiernos de derecha son, exclusiva responsabilidad, de los malos gobiernos que los precedieron. La reforma laboral brasileña o la feroz alza de las tarifas en Argentina no son, entonces, decisiones políticas de Temer o Macri; sino responsabilidad exclusiva de la “pesada herencia” de Dilma y Cristina respectivamente. De esta forma, los victimarios serían hijos de los errores de las víctimas.
Para nosotros, la historia no es un púlpito inmaculado desde donde se reclaman autocríticas, sino un campo de batalla desde en el cual se hacen balances colectivos. Aquí va el nuestro.
El 7 de noviembre de 1917, hace exactamente un siglo, una heterogénea alianza integrada por obreros fabriles, pequeños campesino ahogados por los impuestos de la nobleza parasitaria, soldados nacionalistas anti-monárquicos e intelectuales de izquierda lograron deponer violentamente al gobierno ruso. Ese decadente régimen semi-feudal, que no otorgaba derechos políticos a la burguesía y condenaba a la miseria a los sectores populares, fue derrotado por una insurrección popular larvada durante años y años. Quien lideraba ese movimiento ascendente era un abogado de mediana edad y larga trayectoria de lucha política llamado Vladimir Illich Ulianov. La historia lo recordará por siempre como Lenin. De sólida formación marxista logró articular y conducir ese gran frente de masas y direccionar su descontento con un objetivo claro: la toma del poder en el sentido estructural del término. Primero conformar la unidad del espacio opositor al régimen (en el cual convivían diversas tradiciones políticas), luego despojar del gobierno a la nobleza y la aristocracia tradicional, posteriormente erigir un gobierno provisional y finalmente aplicar medidas de gobierno que modifiquen la estructura socio-económica del país. Así, con errores, con marchas y contra-marchas, se fueron dando los pasos de una revolución política que luego devino en social y posteriormente en socialista. Esa revolución, que se inició como democrática y liberal, se revolucionó a sí misma bajo el lema “Todo el poder a los Soviets”. Esas asambleas de obreros, campesinos y soldados fueron el corazón de todos los cambios que se produjeron a partir del 7 de noviembre de 1917. La nacionalización de las grandes empresas extranjeras, la colectivización de las tierras propiedad de la oligarquía tradicional, el control obrero de la producción fabril, las campañas de alfabetización y el desarrollo de una agresiva política de industrialización fueron los grandes hitos que encaró la naciente URSS. El experimento de un Socialismo de Estado fue, sin duda, la transformación histórica más profunda de todo el siglo XX y, al mismo tiempo, un dique de contención internacional para la voraz apetencia del capitalismo global. La Rusia agraria, feudal y atrasada de 1900 derivó, medio siglo después, en una super-potencia industrial, militar, académica y deportiva. Fueron muchos los partidos de izquierda, miles los sindicatos y millones los obreros del mundo que durante 50 años vieron en la lejana y desconocida URSS una “tierra prometida para el proletariado”; un destino histórico y un paraíso construido colectivamente.
Por supuesto que eso no fue así, ya que las revoluciones son construidas por hombres y mujeres de carne y hueso que aciertan, se equivoca, dudan, luchan, avanzan y retroceden en el barro de la historia. En la negra década de los `90, que hoy parece regresar con más virulencia, se pretendió arrojar la experiencia soviética al “basurero de la historia”. Se habló del fin de los grandes relatos, de la “desaparición de la clase obrera como sujeto histórico” y hasta del “fin de las ideologías”. Las imágenes la crisis económica rusa, los balseros cubanos huyendo de la isla, la desaparición de los poderosos partidos comunistas de Italia y México y la derrota electoral del sandinismo en Nicaragua hacía lagrimear a los viejos luchadores y festejar a los apóstoles del neo-liberalismo. El “Fin de la Historia”, como se llamó en esos años, llenaba de desbordante optimismo a empresarios, operadores de bolsa y ceos de multinacionales. El fantasma rojo había muerto.
Sin embargo, como siempre, la historia nos enseña que la lucha de los pueblos oprimidos por la construcción de un mundo justo, sin explotadores ni explotados no se detiene nunca. La experiencia que la revolución rusa nos deja es que es posible enfrentar al poder en una disputa abierta y que el Estado, en manos de los trabajadores, puede ser una herramienta de transformación social a favor de los intereses de las grandes mayorías. Pero también nos recuerda que ningún proceso es irreversible y que los pueblos debemos estar siempre alertas, organizados y articulados en el marco de la mayor unidad posible para defender nuestras conquistas.
El futuro reclama que sigamos construyendo sueños colectivos.

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De peonadas y estancieros

Las guerras, y es bueno recordarlo en estos momentos, deben ser entendidas como una prolongación de los intereses políticos y económicos de los países poderosos a escala inter-nacional por métodos violentos.

La lucha militar entre dos o más países es, al mismo tiempo, un enfrentamiento político entre diferentes liderazgos nacionales y la competencia de las fuerzas económicas que sostienen cada Estado-Nación. Desconocer los intereses que se desarrollan tras las batallas, las banderas y los anónimos soldados que riegan con su sangre los campos de batalla es, pecar de ingenuidad histórica. Toda guerra es militar en su forma, política en su contenido y económica en sus objetivos. La célebre Segunda Guerra Mundial, que se prolongaría entre 1939 y 1945 y costaría 50.000.000 de vidas no sería la excepción a este análisis. El sanguinario expan-sionismo nazi concentraba toda su maquinaria de guerra contra las viejas potencias coloniales (Francia e Inglaterra) y su rival ideológico más peligroso (URSS). A esa aventura alucinada de racismo reaccionario se le sumarían potencias menores (como Italia y Japón) expandiéndose sobre el Mediterráneo y el Pacífico respectivamente.
La "neutralidad" de Suiza, Turquía, España, Portugal y el Vaticano, junto con el colaboracionismo activo de Irlanda, Letonia, Eslovenia y Croacia permitió que los primeros años de la guerra fueran brutalmente favorables a Hitler. Cuando el alto mando Nazi decide, en 1941, atacar la Unión Soviética ni Gran Bretaña ni mucho menos Estados Unidos intervinieron. Cuando el Imperio de Japón invade China, las potencias capitalistas de occidente celebraron la interesante posibilidad que las tropas niponas exterminen la guerrilla comunista comandadas por un tal Mao Tse Tung. En síntesis; el interés occidental por combatir a Hitler apareció recién a comienzos de 1942 cuando Estados Unidos rompe su neutralidad luego de que Japón atacara su base naval de Hawai. Con el ingreso de los norteamericanos en el conflicto se alteró todo el mapa geo-político del continente. Nuestro país, que tenía una larga tradición neutralista que se podía remontar al siglo XIX, resistió valientemente las presiones diplomáticas durante largos meses. Sin embargo el presidente Castillo (quien había asumido tras la muerte de Ortiz) comenzó a evaluar la posibilidad de alinearse con los intereses anglo-norteamericanos. Fue así que, rompiendo las promesas dadas por su antecesor, decide ungir como candidato presidencial para las elecciones de 1944 al ultra-conservador terrateniente salteño Robustiano Patrón Costas.
Las Fuerzas Armadas, vinculadas a grupos nacionalistas no estaban dispuestas a romper la neutralidad para ingresar a un conflicto muy lejano y mucho menos para engrosar las tropas de una alianza integrada por Estados Unidos, Inglaterra y Rusia. De allí que el 4 de junio de 1943 un nuevo golpe de Estado llevó a los militares a la Casa Rosada.
Sin embargo, y a poco de andar, la nueva dictadura comenzó a explicitar líneas internas muy divergentes. A la corriente pro-fascista se le sumaban elementos del nacionalismo católico, un militarismo anti-liberal, cuadros cercanos a la experiencia del “Estado Novo” que llevaba adelante Getulio Vargas en Brasil y sectores civiles que reivindicaban la tradición hispánica y el caudillismo de Rosas e Yrigoyen De ese magma ideológico, muy diverso y contradictorio, surgiría una joven figura que partiría en dos la historia argentina. Juan Perón asumiría el ignoto cargo de director del Departamento de Trabajo, una oscura institución burocrática sólo encargada de realizar estadísticas y registros de empleo. A poco de andar Perón conseguiría que el gobierno eleve dicho organismo a la categoría Secretaría de Trabajo y Previsión Social lo que le permitiría contar con presupuesto propio y autonomía política. Lo demás, es historia conocida.
Por primera vez los dirigentes sindicales fueron recibidos por funcionarios gubernamentales, se aplicaron leyes laborales que habiendo sido sancionadas varios años antes nunca se habían reglamentado y se avanzó notablemente en la legislación laboral.
El decreto 28.169 conocido popularmente como el “Estatuto del Peón” (promulgado el 8 de octubre de 1944) fue la primera regulación del trabajo rural en el continente y un claro revés para los usos y costumbres de las patronales agrarias.
El decreto establecía la obligatoriedad del descanso dominical, la prohibición de pagar salario en vales o bonos, la obligación de brindar alimentación y alojamiento digno a cago de los `patrones y la regulación de pausas para desayunar y almorzar de 30 minutos y una hora respectivamente. También se prohibía el trabajo en horas de la siesta durante el verano y se hacía responsable a los estancieros de proveer servicio médico gratuito para todos los empleados. Por supuesto que la Sociedad Rural fue la primera entidad en manifestar sus quejas desde encendidas solicitadas en La Prensa y La Nación. Luego se sumarían CONIAGRO y CARBAP. Mientras en Europa el nazismo era derrotado por la emergencia de dos nuevas súper-potencias en ascenso que moldearían la segunda mitad del siglo XX, en nuestro país se iniciaba una profunda transformación política e institucional desde el Estado que luego sería una fuerza social rupturista en nuestra historia.
El día en que Perón firmó el “Estatuto del Peón” se desató de manera abierta una guerra larvada durante siglos de injusticia y explotación: la construcción de nuevos derechos sociales para las grandes mayorías o el mantenimiento de miserables privilegios de clase.
Eso es una guerra. Eso es la historia.

No todo lo
que brilla
es oro

Una vez producido el golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen, los usurpadores del poder dieron inicio al largo ciclo de quiebres institucionales que atravesaron toda nuestra historia. Los conspiradores estaban compuestos por los grupos ultra-nacionalista de derecha del ejército, el ala anti-yrigoyenista de la UCR, el partido Conservador y la alta clerecía católica.

Los primeros, acaudillados por el general Félix Uriburu, imaginaban construir en estas tierras un gobierno fuerte, centralizado y corporativista al estilo de los fascismos europeos. Los segundos, en tanto militantes de Alvear, resolvían mediante un quiebre institucional una mezquina interna partidaria al tiempo que ataban al radicalismo a la zaga de las fuerzas conservadoras. Los últimos aglutinados en la SRA y los partidos conservadores, añoraban volver a la “viejos años dorados” en los que el Estado no intervenía en las relaciones obrero-patronales y el “granero del mundo” se abría pasivamente a la viril pujanza de los capitales británicos. Ese extendido bloque de poder, bendecido por el edulcorado mensaje de la Iglesia católica siempre llamando a la “unidad nacional y la superación de viejas antinomias”, es el que se hizo del poder el 6 de septiembre de 1930. Sin embargo, si bien es muy fácil para un bloque de poder tradicional derrocar violentamente a cualquier gobierno mediante el uso de las fuerzas militares, no siempre es están fácil gobernar. El general Uriburu debió pasar del roll de militar golpista al de “presidente de facto” (metáfora elaborada en esos días por la Corte Suprema de Justicia para nombrar al dictador) y aplicar medidas de gobierno claras y concretas. El resultado no podía ser otro del que fue: Uriburu clausuró el Congreso, instaló por decreto la pena de muerte en todo el territorio nacional, prohibió la actividad sindical y conculcó el derecho a huelga, estableció la “ilegalidad de todos los partidos políticos” y creó en el departamento central de la Policía Federal la “Sección especial para la represión del comunismo”. El huevo de la serpiente estaba siendo encubado en la Casa Rosada.
Sin embargo las dictaduras tienen, desde su nacimiento, fecha de vencimiento. Los grupos dominantes pueden necesitar en ciertos períodos de gobiernos dictatoriales que frenen los reclamos populares y mantengan por la fuerza el “estatus quo”; pero también esos mismos sectores suelen ser cobardemente hipócritas y presentarse ante la sociedad que explotan como “demócratas y republicanos”. De allí la necesidad de una “ficción democrático-electoral”. Es en ese contexto que el Partido Conservador, el Partido Socialista Independiente, formaciones provinciales de fuerte presencia territorial, sectores del radicalismo de Alvear, grupos de militantes católicos y los herederos de la vieja oligarquía patricia del interior formaron la alianza política conocida como Concordancia que ganaría, fraude mediante, las elecciones de 1932. Uriburu se retiraría al oscuro ostracismo que se depara a todos los brazos ejecutores políticos de los intereses de los grupos dominantes y otro militar , Agustín Justo, ascendería al estrellato; sin más uniforme que un traje de civil y una banda presidencial que le cruzaba el pecho. A poco de asumir, y en medio de la crisis económica más brutal que el mundo había conocido hasta entonces, el vicepresidente Julio Argentino Roca hijo, viaja a Londres en misión diplomática. Allí sellan con Sir Walter Runciman, el secretario de comercio, un acuerdo comercial de “ayuda mutua”. Por el mismo Inglaterra se comprometía a comprar carne congelada a nuestro país por una cuota no menor a la de 1929 (que casualmente había sido la más baja de la historia). Como contra parte el gobierno se comprometía a “ gastar el 100% de esas divisas en compras directas a Gran Bretaña, no cobrar ningún impuesto a las importaciones industriales provenientes de ese país, limitar al 5% como máximo la participación de frigoríficos argentinos en dichas operaciones y a tener un trato preferencial y benévolo con todas las empresas inglesas”. Además el traslado de las reses congeladas debía hacerse exclusivamente en barcos británicos y el costo del mismo sería cubierto por el Estado argentino. Como humillación final dicho tratado fue firmado el 1º de mayo de 1933, el mismo día que en las calles porteñas la policía reprimía violentamente las movilizaciones por el día internacional de los trabajadores.
Al volver a nuestro suelo el vicepresidente Roca declaró a los periodistas: “Nuestro país es ya la joya más brillante de la corona del Imperio británico”.
Pero no sólo relucen las piedras preciosas. A veces, brillan las cadenas. 

Un país con venas de acero.

Desde el momento de llegada al poder, el 4 de junio de 1946, Juan Perón intentó llevar adelante un ambicioso plan de nacionalismo económico basado centralmente en el desarrollo industrial, la expansión del consumo mediante el pleno empleo y el crecimiento de los salarios y el fortalecimiento del mercado interno. Este modelo económico representaba un claro “giro histórico” respecto a la tradicional visión que entendía a nuestro país como un mero productor de productos agrarios exportables. De esta manera el agro, beneficiado desde la época colonial, pasaba ahora a ser el sostén del desarrollo industrial mediante el pago de altos aranceles (llamadas retenciones) que el propio Estado convertía en créditos blandos a favor del desarrollo manufacturero. No sería sorpresivo entonces que la Sociedad Rural Argentina haya sido, desde el inicio del gobierno peronista, abiertamente opositora. Desde la óptica de la oligarquía terrateniente la patria no era ni más ni menos que la suma de sus estancias.
Como sostén estratégico del nuevo proyecto industrialista el Estado necesitaba controlar y llegado el caso monopolizar la áreas estratégicas de la economía que garanticen hacer viable su plan. Las fuentes petroleras ya estaban bajo control estatal desde 1922 cuando los gobiernos radicales de Yrigoyen y Alvear crearon YPF. El Banco Central, que monopolizaba el crédito, la emisión monetaria y respaldaba a los bancos privados ya existía desde la década del ´30. ¿ Que faltaba por hacer?.
Con el final de la Segunda Guerra Mundial nuestro país se había convertido en acreedor de Inglaterra que durante varios años del conflicto nos había comprado granos y carnes congeladas. Sin embargo con el asenso de Estados Unidos como super-potencia hegemónica la moneda británica , la libra esterlina, había perdido su centralidad económica mundial. Por ello, y bajo presión norteamericana, Londres decretó la inconvertibilidad de su moneda en oro. Esto significaba ni más ni menos que las arcas del estado argentino estaban repletas de papel moneda que no podía ser cambiado ni por oro ni por dólares y que por lo tanto sólo podían tener un único destino: Inglaterra. Frente a esa presión externa, donde el imperialismo anglo-norteamericano trabajaba en equipo, el gobierno argentino decide una agresiva maniobra de contra-ataque. El 1º de marzo de 1948, tras largas discusiones diplomáticas y parlamentarias, el Estado compra con esas mismas libras la totalidad del sistema ferroviario argentino en manos británicas desde hacía un siglo. Así 47.059 kilómetros de vías férreas, más de 25.000 propiedades inmuebles (que incluían estaciones, talleres, hornos de fundición, puentes grúas ,cientos de locomotoras y hasta los puertos de San Nicolás, El Dorado, Zárate, Bahía Blanca, Puerto Galván, Ingeniero White, San Isidro, Puerto Madryn, Paraná, Ibicuy, Villa Constitución y Dock Sud) pasaron a manos del Estado. Los ferrocarriles dejaban entonces de ser una factoría de los intereses ingleses para transformarse en un área estratégica de la economía nacional al servicio del desarrollo industrial independiente. Por supuesto que los bloques opositores del parlamento, principalmente la UCR, objetaron la compra denunciando “sobre-precios y corrupción política en las estatizaciones”. Sin descartar esta posibilidad resulta curioso que los radicales denuncien estas maniobras poco transparentes teniendo en cuenta que su principal referente nacional y ex candidato presidencial Dr. Tamborini había trabajado toda su vida como abogado de los consorcios ferroviarios británicos.
Apenas 12 años después, en 1960, un presidente radical llamado Arturo Frondizi envía a su recientemente nombrado Ministro de Economía y Hacienda a una gira por Estados Unidos. El funcionario, llamado Álvaro Alsogaray, aceptó las recomendaciones del general yanqui Thomas Larkin quien le sugiere el desmantelamiento de “miles de kilómetros de de vías férreas, cierre de talleres de reparación de vagones y locomotoras y el despido de miles de empleados para achicar el déficit fiscal”. Había comenzado el “ferricido argentino”. Pero esa, es otra historia.

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De la boina a la galera

El sistema democrático moderno se basa, centralmente, en la puja electoral entre diferentes expresiones políticas llamadas partidos.

Como su nombre lo indica, cada una de estas formaciones expresa no “al todo“ de la ciudadanía sino a una “fracción o parte” con ideología e intereses exclusivos y a veces excluyentes. Así, en nuestro país por ejemplo, a principios del siglo XX el Partido Conservador se presentaba como la expresión de los grandes hacendados y las familias patricias del interior, el Conservadurismo Popular aglutinaba a las fracciones empobrecidas de criollos católicos tradicionalistas y el Socialismo interpretaba las demandas de los obreros calificados y empleados del sector de los servicios de los grandes centros urbanos. Completaban este abanico los partidos provinciales (Demócrata-Progresista de Santa Fé, Autonomistas de Buenos Aires o Demócratas de Mendoza) que eran claramente expresiones de intereses territoriales más que ideológicos. Totalmente opuesto a esta lógica local en Partido Socialista Internacional (luego llamado Comunista) se presentaba como el articulador de los intereses comunes a todo el proletariado industrial, más allá del país que habitaran o de la rama de la producción en que se hallaran insertos. Esas eran las partes, o partidos, de la joven y frágil democracia Argentina. Sin embargo la llegada al poder de la UCR desestabilizó esta ecuación puesto que abrevaba de tradiciones políticas muy diversas y era capaz de contener en su seno a sectores tan diversos como los chacareros de la Pampa Húmeda, comerciantes e intelectuales urbanos, obreros calificados hijos de inmigrantes europeos, artesanos cuentapropistas, y a la baja oficialidad del ejército argentino. El gobierno de Yrigoyen contribuyó enormemente a esa imagen de gobierno de unidad al lograr, al mismo tiempo, fortalecer al Estado con la creación de YPF, enriquecer a los grandes hacendados al sostener el modelo agro-exportador, arbitrar en los conflictos sociales buscando un acuerdo entre los sindicatos y las patronales, sancionar las primeras leyes laborales y controlar las protestas obreras mediante la represión policial. El yrigoyenismo podía soñar, entonces, con ser un movimiento histórico superador que pueda presentarse como la suma de todas las partes en disputa. 1921 sería el año en que sonaría el despertador. Ante la inminente elección que definiría la sucesión presidencial para el período 1922/ 1928 la UCR decidió postular al aristocrático correligionario que ocupaba la cancillería en Francia. Hijo de prósperos latifundistas patricios, portador de una estirpe familiar que podía rastrearse hasta los tiempos de la Colonia, y descendiente de uno de los Directores Supremos; Marcelo Torcuato de Alvear representaba la colonización oligárquica al interior del radicalismo. Excéntrico, refinado en sus gustos y modales, amante de los viajes, la noche y la ópera; su figura no podía antagonizar más con la austeridad republicana de su viejo antecesor. Luego de arrasar en las elecciones presidenciales Alvear avanza en “ des-yrigoyenizar “ la UCR. El levantamiento de los aranceles protectores de la joven industria nacional, el fortalecimiento de la relaciones con la Sociedad Rural y el endurecimiento represivo contra el movimiento obrero combativo serían los sellos distintos de su gestión. La apertura indiscriminada de las importaciones industriales no sólo se tradujo en crecimiento del desempleo fabril sino que trajo como consecuencia la valorización de la moneda nacional que en 1927 llegaría a la paridad con la libra esterlina. El primer 1 a1 de la historia sería un cepo de hierro a la economía nacional que estallaría con la crisis internacional de 1929; durante la segunda presidencia de Yrigoyen.
El “anti-personalismo” como gustaba llamar a su línea político-partidaria no fue más que subordinar al primer partido de masas de nuestra historia a los intereses económicos de la oligarquía a la que el propio Alvear pertenecía. Desde ese momento la UCR intentaría sostener una mística progresista y republicana mientras se integraba a la caravana de los grupos dominantes como el furgón de cola del patriciado terrateniente. Luego del Golpe de Estado de 1930 el alvearismo se constituiría como la corriente hegemónica al interior de la UCR, negociando cargos con la dictadura de Uriburu, integrando los gobiernos de la Década Infame para luego confluir en el pantano del anti-peronismo del cual no podría salir nunca.
Desde el 23 de marzo de 1942 el cuerpo de Marcelo Torcuato de Alvear ocuparía la fastuosa bóveda familiar en el selecto cementerio de la Recoleta pero su fantasma puede encontrarse en el trágico derrotero de alianzas que su partido traza hasta nuestros días.
Desde hace muchos años las boinas blancas cambian haciéndose amarillas.

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Un monstruo grande, pisa fuerte

Desde septiembre de 1939 la maquinaria de guerra nazi se puso en funcionamiento, conquistando media Europa, el norte de África y Oriente Medio. Japón e Italia, aliadas de Hitler avanzaron militarmente sobre el Pacífico y Etiopía respectivamente y muy rápidamente casi la mitad del planeta se halló envuelto en una guerra de escalas hasta entonces desconocidas. Algunas naciones europeas, por temor y/o cercanía ideológica con el nacionalismo de derecha, eligieron permanecer neutrales frente al conflicto bélico y a la brutal persecución desatada contra judíos, gitanos, homosexuales y opositores políticos. Tal fue la vergonzosa actitud que adoptaron Finlandia, Suecia, Noruega, Irlanda y El Vaticano entre otros casos. Más escandalosa fue la colaboración activa que una parte del ejército francés, con el mariscal Pétain a la cabeza, prestaron a los invasores alemanes rindiéndose primero y gobernando en nombre del Hitler después. España y Suiza irían más allá: Franco autorizaría a la aeronáutica alemana a bombardear el rebelde poblado vasco de Guernica mientras que los Bancos suizos se convertirían en la guarida fiscal donde los jerarcas nazis pondrían a salvo sus fortunas manchadas de sangre. Mucho más digna fue la actitud de Inglaterra y la URSS que, si bien es cierto que a finales de la década del `30 apostaron a establecer acuerdos diplomáticos con Alemania, muy rápidamente rompieron relaciones con Hitler. El enceguecido expansionismo nazi lanzo su furia contra estas potencias lanzando brutales bombardeos contra las principales ciudades inglesas e invadiendo las tierras rusas con miles de infantes y tropas de élite. Churchill y Stalin (ambos líderes autoritarios y personalistas) olvidaron sus históricos odios mutuos y decidieron resistir. La promesa de que sólo se podía ofrecer al pueblo “sangre, sudor y lágrimas” que hizo el primero en su famoso discurso en el Parlamento británico y el llamado de “la madre Rusia a la Gran guerra Patria” que el segundo expresó una y otra vez en discursos radiales marcan la evocación que ambos líderes hacían al nacionalismo de sus orgullosas poblaciones. La valentía y los sacrificios que ambos pueblos hicieron para enfrentar y derrotar al nazismo están a la altura de las más grandes gestas de la historia humana.
Sin embargo, del otro lado del Atlántico, la joven potencia norteamericana sacaba enorme provecho de la guerra. La neutralidad defendida una y otra vez por el presidente Roosevelt permitía un enorme negocio: miles de barcos estadounidenses podían cruzar los mares llevando trigo, carne congelada, petróleo y pertrechos militares a ambos bandos. Poco parecían importar entonces los lazos históricos que los norteamericanos tenían con Inglaterra, los valientes partisanos que resistían la ocupación nazi en París o Varsovia, las penurias y privaciones que soportaba el pueblo soviético o las ya conocidas noticias de campos de concentración y exterminio: el comercio trans-oceánico sólo podía realizarse si EE.UU. mantenía su beneficiosa neutralidad.
El 7 de diciembre de 1941 una escuadra de aviación japonesa bombardeó la base militar norteamericana de Pearl Harbor como respuesta al bloqueo petrolero impulsado desde la Casa Blanca. Ese mismo día la neutralidad norteamericana terminó y la emergente potencia imperial declaraba la guerra al eje Tokio-Roma-Berlín. Como resultado de este cambio de dirección en las relaciones diplomáticas las embajadas yanquis de toda Latinoamérica empezaron a presionar para que todo el continente se sume a la guerra. El objetivo no era moral, ni militar sino simplemente asegurarse que ningún país de la región (siguiendo el ejemplo norteamericano) pudiera hacerse rico vendiendo alimentos a Europa amparándose en la neutralidad. Brasil fue el primero en ceder a la presión del embajador norteamericano y hasta llegó a enviar tropas a pelear a Italia.
Sin embargo grandes países de la región como México y Argentina mantuvieron firmemente su tradicional neutralismo más por rechazo a la injerencia de Washington que por simpatías con Hitler o Mussolini. Tantos gobiernos conservadores como el de Ortiz o militares como el de Farrel supieron defender (por diversos motivos) la autonomía de nuestras decisiones diplomáticas.
El tiempo iría transcurriendo y esa dignísima tradición de rechazo a obedecer órdenes del norte se fue desdibujando hasta el colmo que muchos de nuestros países hermanos han entregado la dirección de su política diplomática a los designios de la Casa Blanca. Argentina, que en los últimos años había logrado su tradición de autonomía frente al poder del imperialismo yanqui, hoy parece alinearse ante la más mínima indicación de Donald Trump y sus aliados.
La segunda guerra mundial pudo haber terminado hace más de 70 años pero el monstruo imperial que se desató a la conquista del mundo aquel 7 de diciembre del `41 sigue vivo. Y seguirá así mientras encuentre gobernantes que estén dispuestos no sólo a obedecerlo, sino a gobernar en nombre de sus intereses. 

Rebelión en la ciudad

Suele ocurrir que las sociedades se aproximen a la interpretación de los hechos dolorosos de su pasado desde una visón ingenua o mágica. Así, frente a los sucesos oscuros, vergonzosos o trágicos, solemos reaccionar con una sobreactuada sorpresa o un fatalismo bíblico.

Por ello la genocida guerra de la Tiple Alianza, de la cual Argentina fue protagonista, es borrada de los manuales de textos escolares; la Conquista del Desierto es presentada como responsabilidad exclusiva de Roca y no de la Sociedad Rural que financió dicha empresa y las sucesivas dictaduras militares son resultantes de una “tentación militarista propia de los atrasados pueblos latinoamericanos” para exculpar a los grupos económicos beneficiarios de esos gobiernos castrenses. Con esa visión accidental de la historia los responsables activos de dichos procesos blindan sus culpas y los responsables pasivos edulcoran sus atormentadas conciencias. Esa es la trampa de la historia oficial: ocultarnos que el injusto mundo actual se hace a diario por acción y por omisión. Pero… ¿siempre habrá sido así?...
El caluroso enero de 1919 puso en la tapa de los diarios la conflictividad social en tiempos de la “apertura democrática radical”.
En el sur de la industriosa ciudad de Buenos Aires los talleres metalúrgicos de Vasena son tomados por los trabajadores que estaban en conflicto desde mediados de diciembre reclamando un pequeño aumento salarial, la delimitación de la jornada laboral a 10 horas como máximo y el reconocimiento de la organización sindical por parte de la patronal. Los 2500 trabajadores de la planta no sólo comenzaron a retener sus servicios sino que, a partir del 7 de enero, decidieron ocupar la fábrica para exigir a los patrones sentarse a negociar con los delegados obreros. Ese mismo día un grupo de rompe-huelgas contratados por la empresa intentó desalojar a los trabajadores que resistieron, lo que desembocó en una violenta contienda en la planta que se cobró varios heridos. A partir del día 9 la huelga se extendió a las calles produciendo marchas, piquetes, ollas populares y actos callejeros que rápidamente alcanzaron gran masividad. La Federación Obrera Regional Argentina, que era la central de trabajadores de la época, llamó a la huelga general en solidaridad con los obreros de los talleres Vasena ante lo cual la patronal recrudeció en sus postura exigiendo la intervención policial. Nuevos choques violentos se produjeron en muchos barrios del sur metropolitano en donde la organización y valentía de los huelguistas hizo retroceder a la policía. Al día siguiente, el 10 de enero, el gobierno nacional dispuso la militarización de la ciudad enviando a 30.000 infantes y decretando el Estado de Sitio para “controlar las calles”. La respuesta fue sorprendente: en varias ciudades se decretaron huelgas generales en solidaridad con los trabajadores porteños. Santa Fe, Bahía Blanca, Mar del Plata y hasta Montevideo realizaron huelgas generales el día 11, en las cuales hubo movilizaciones callejeras multitudinarias. Ante el desborde popular, el propio Yrigoyen se reúne con una delegación de los huelguistas y presiona a la empresa para que acepte las demanda obreras. La respuesta de la patronal no se hizo esperar. Desde la noche del mimo 11 de enero hasta las primeras horas del 14 bandas civiles armadas recorrieron las barriadas populares de La Boca, Boedo, Barracas, Villa Crespo y Chacarita. Jóvenes universitarios de las familias del patriciado porteño aglutinados en la “Liga Patriótica”, comisarios y policías vinculados al Partido Conservador, militantes de la Acción Católica y el malevaje reclutado por unos pesos dieron inicio a una brutal cacería de agitadores sindicales y obreros revoltosos. Se asaltaros locales de la FORA, se incendiaron conventillos y se saquearon locales comerciales propiedad de judíos y “rusos”. La pasividad policial (que sugiere cierta complicidad oficial) y la brutalidad demostrada por estos `primitivos “grupos de tareas” permitieron que por tres días la ciudad sea una “zona liberada” dominada por el odio de clase, la xenofobia y el anti-obrerismo reaccionario. La resistencia obrera fue heroica; `pero inútil. El día 14 de enero de 1919 la huelga fue derrotada, los obreros participantes fueron despedidos y la patronal logró volver a imponer las brutales condiciones de trabajo pre-existentes. 700 obreros murieron durante los enfrentamientos, se registraron más de 4000 heridos y los partes policiales acusaron más de 5000 detenidos. La memoria obrera registra ese hecho como la “Semana Trágica” pero la historia oficial lo bautizó simplemente “La semana de enero”. Parecería un detalle menor, pero no lo es porque 47 años después de estos hechos un hijo y heredero de esa patronal genocida llamado Adalberto Kriegger Vasena sería nombrado Ministro de Economía por el dictador Juan Carlos Onganía.
Los ricos no piden permiso. Ni perdón.

Primavera negra

Los argentinos, muchas veces, pareciéramos creer que somos una especie de “excepcionalidad histórica”. Es común escuchar, y escucharnos, decir que “vamos a contramano del mundo” o que representamos un “caso de estudio”.

De esta manera nuestra soberbia y egocentrismo nos ratifican la creencia popular repetida hasta el hartazgo: somos un pueblo europeo trasplantado a suelo americano, bendecido por Dios con un territorio extenso y fértil, los cuatro climas y cuna del tango, el dulce de leche, las mujeres más hermosas y la mejor carne del mundo. Que nuestros últimos 200 años de historia contradigan nuestro “destino de potencia mundial” es apenas un detalle.
La historia, entonces, pasa a ser un accidente que nada explica porque nada enseña.
Sin embargo, también existe otra forma de pensarnos: como pueblo integrado a un continente invadido y saqueado por las potencias coloniales desde hace cinco siglos, con sangre indígena que se mezcló con la africana y la europea, con recursos naturales explotados por las rancias familias patricias que integraron e integran la oligarquía terrateniente que intenta tapar con perfume francés el olor a la bosta de las vacas. Visto de ese modo, la historia deja de ser un “accidente” para transformarse en lo que es: la lucha de las grandes mayorías por construir derechos y la resistencia de las minorías para mantener privilegios.
La brutal crisis económica mundial que se desató en los años 30 impactó, como no podía ser de otro modo, en nuestro país de diversos modos. Por un lado el bloque dominante se hizo del poder político mediante un golpe de Estado (6 de septiembre de 1930) pero al mismo tiempo comenzó a intentar frenar los coletazos de la crisis mundial. Para ellos combinó medidas muy variadas que fueron desde reprimir brutalmente las protestas obreras, crear mecanismos de control político-electoral que asegurara que la “chusma yrigoyenista” no volviera al poder, se ató al imperialismo británico mediante la firma de tratados comerciales desventajosos (pacto Roca- Runcimann) y comenzó a fomentar el surgimiento de industrias en las grandes ciudades como La Plata, Berisso, Ensenada, Rosario, Avellaneda y Buenos Aires. Para finales de la década del `30 el ministro de Hacienda Federico Pinedo (abuelo del actual referente del PRO) desarrolló un ambicioso programa de “sustitución de importaciones” fomentadas desde el Estado. Desde su óptica la crisis mundial había enfriado el comercio internacional y hecho bajar los precios de las materias primas, por lo cual el mercado interno debía ser fortalecido con políticas expansivas de producción y consumo. Estado Unidos lo venía haciendo desde 1933 con el "New Deal" del presidente Roosevelt, la URSS por esos mismos años empezó a aplicar los “planes quinquenales” y Alemania (también desde 1933) con el desarrollo de la industria armamentística impulsada por Hitler. Tarde o temprano estos tres modelos serían incompatibles y la competencia comercial se transformaría en guerra militar abierta. Para Pinedo, como para muchos de los exponentes más lúcidos de nuestras clases dominantes, la guerra sería inevitable y Argentina debía fortalecer su economía y aislarse del conflicto. Las fraudulentas elecciones de 1938 dieron por “ganador” al binomio Ortiz- Castillo en los comicios presidenciales. El primero era un radical anti- yrigoyenista y colaborador con el régimen vigente pero, también, un férreo defensor de la industria nacional y la neutralidad ante la guerra europea. Su compañero de fórmula, en cambio, era un representante del partido conservador, ligado a los intereses agro-exportadores y muy obedientes a las presiones de la embajada británica. Cuando el 1º de septiembre de 1939 las tropas alemanas invadieron Polonia se dio inicio formal a la Segunda Guerra Mundial, que rápidamente arrastraría a los campos de batalla a la mitad de los países del globo. Tan sólo tres días después (el 4 de septiembre) el gobierno argentino declara formalmente la “neutralidad ante el conflicto”.
Los grandes exportadores de granos y carnes se vieron favorecidos porque nuestra posición neutral les permitiría vender los cada vez más caros alimentos a todas las partes en conflicto. Los industriales vieron protegidas las fronteras nacionales de productos importados y pudieron acaparar el mercado interno con sus producciones locales. Como consecuencia de ello la demanda de mano de obra creció y los trabajadores se beneficiaron con baja del desempleo y suba de los salarios, lo que a su vez fortaleció las conducciones de los sindicatos industriales aumentando su capacidad de negociación con las patronales.
Mientras en Europa jóvenes obreros re-convertidos en soldados se pudrían en las trincheras de batalla, en América los dos países que más tempranamente definieron su neutralidad (Argentina y Estados Unidos) empezaron a emerger como “potencias industriales”.
A veces aislarse del mundo es la única forma de no transformar la historia en un accidente para todos. 

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Los periódicos argentinos de mayor tirada de comienzos de siglo XX, La Prensa y La Nación, sorprendieron a sus numerosos lectores con alarmantes noticias internacionales.
Durante varios días, las secciones internacionales, reproducían cables trayendo inquietantes informaciones de sucesos de lejanas estepas heladas.

“Agitadores sin religión ni ley atentan contra la libertad en Rusia” tituló La Prensa el sábado 3 de noviembre de 1917. La Nación, por su parte, el martes 6 dedica la columna editorial a tranquilizar a sus lectores explicando que “… esa Rusia ideologizada y estrecha que hoy se agita está compuesta sólo por una minoría de obreros y soldados que no podrán imponer sus ideas”. Al día siguiente el diario de los Mitre debió rectificarse titulando “Los soviets se adueñan del poder”. Ya desde entonces la realidad desmentía a las noticias.
Ese lejano 17 de noviembre (del cual el próximo año se cumplirá un siglo exacto) repercutiría inusual y profundamente en nuestras tierras. Por un lado la tradicional cautela diplomática del gobierno radical se tradujo en una abierta política de “no intervención “y en declaraciones oficiales a favor de “la paz de los pueblos y la resolución pacífica de los conflictos”. Con la Primer Guerra Mundial finalizando y ante el éxito obtenido por Argentina en su política de neutralidad, Yrigoyen logró mantenerse “al margen” de definiciones categóricas (tanto a favor como en contra) de la todavía inclasificable situación rusa. Sin embargo las primeras medidas del gobierno provisional bolchevique puso en evidencia una corriente política emergente que cuestionaba la base central del modelo occidental capitalista: la propiedad privada. A 24 horas de asumir el gobierno; el propio Vladimir Ilich Ulianov (Lenin) presentó un decreto que establecía la “confiscación automática de todas las tierras de los grandes terratenientes, los mayorazgos, y los conventos y su traspaso a órganos de control popular”. La reforma agraria compulsiva develaba el carácter socialista de la insurrección triunfante que se reconvertía en revolución. Estaba naciendo la Unión Soviética: ese experimento socio-político que más allá de sus errores, límites y contradicciones fue por 70 años el marco de referencia de una importante porción de la clase obrera de todo el mundo. Ese “paraíso obrero” no tardaría en seducir a una fracción de nuestros trabajadores que lejos de desanimarse por la lejanía geográfica de la “nueva tierra prometida” se blindaron en una nueva “mística militante” que forjaría a varias generaciones de obreros y obreras argentinos. Un gobierno nacional y popular como el de Yrigoyen (aún con los límites que implica ser representante de las capas pequeñas y medianas de la burguesía) crea condiciones favorables al desarrollo de una conciencia política más profunda en los grupos subalternos de esa sociedad. El aumento de la actividad industrial, desarrollada gracias a la coyuntura favorable de la guerra europea, aumenta numéricamente a la clase obrera. Al mismo tiempo el nuevo roll de árbitro que asumió el Estado interviniendo en los conflictos obrero-patronales fortaleció la tendencia a la sindicalización.
Sindicatos como los Panaderos, Zapateros, Ferroviarios, Textiles, Marítimos y obreros de la Construcción vieron crecer su número de adherentes y, como consecuencia de esto, su capacidad de representar los intereses obreros frente al Estado y los empresarios. Diversas corrientes de izquierda marxista encontrarían, entonces, un suelo fértil en dónde hacer germinar sus ideas de cambio sociales profundos. Es así que un grupo de afiliados al Partido Socialista comienzan en cuestionar la estrategia partidaria centrada en la “lucha electoral parlamentaria” y su “desentendimiento de la participación en los sindicatos”. El crecimiento cuantitativo de la clase obrera, la baja en la intensidad represiva por parte del nuevo gobierno y el triunfo de una revolución de obreros y campesinos en Rusia demostraban – según este grupo disidente- la necesidad un cambio de estrategia partidaria. Ya no se trataría de modificar las leyes vigentes que administraban el sistema social vigente; sino de transformar a la sociedad en su conjunto.
Inspirados en esas ideas en enero de 1918 ( algo más de dos meses después de la Revolución rusa) se fundaría en Partido Socialista Internacional, antecedente del Partido Comunista. Todo proceso histórico rupturista aporta luces y sombras y este no sería la excepción. Una nueva corriente política dividía el frente popular anti-capitalista que nuestras clases populares habían tardado medio siglo en construir pero también este nuevo espacio ponía al movimiento obrero en el centro de la escena política, como protagonista central de los cambios que vendrían.
Ese 7 de noviembre, como bien parecían entenderlo La Prensa y La Nación, había cambiado el mundo. Y Argentina con él.

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La política en las calles

Desde el inicio de la dictadura militar de 1930 y durante los gobiernos fraudulentos post- elecciones de 1932, nuestro país estaba travesado por múltiples conflictos externos e internos.

En primer término la crisis económica mundial impactaba fuerte en todas las economías agroexpor-tadoras como las nuestras y, al mismo tiempo, Europa comenzaba a experimentar el desarrollo de movi-mientos nacionalistas de extrema-derecha.
Las viejas potencias coloniales como Francia e Inglaterra se aliaban con su joven competidora EE.UU. previendo la posibilidad de un conflicto bélico mientras asilaban a la todavía débil URSS. Para mediados de los años ´30 toda nuestra región fue receptora de una “lluvia de inversiones” que permitió re-activar nuestro atrasado sector industrial y, principalmente, extranjerizar la economía nacional. Sectores estratégicos como el alimenticio, molinero, vitivinícola y frigorífico fueron especialmente “favorecidos” por los inversores externos con la llegada de capitales o la firma de acuerdos de comercios bilaterales entre Argentina e Inglaterra.
Otras áreas, que pudieran presentarse como competidoras potenciales de los empresarios anglo-norteamericanos, como la metalúrgica, ferroviaria, bancaria o textil fueron menos favorecidas. En lo que todos coincidían, por supuesto, era en la necesidad de disciplinar a la belicosa clase obrera criolla y en perseguir la actividad sindical combativa. La creación en 1930 de la “Sección Especial de la Policía federal para la Represión del Comunismo” a cargo del comisario Lugones y el proyecto que el senador Matías Sánchez Sorondo presentaría pocos años después para detectar, perseguir, combatir y erradicar la actividad disolvente de grupos extremistas que pretendan erigirse contra la autoridad constituida” no son más que votos de `prueba de la práctica punitiva del Estado conservador. La aplicación de la “Ley de residencia “que autorizaba la expulsión de agitadores sociales y la “Ley de seguridad social” que frenaba el ingreso de inmigrantes acusados de anarco-comunistas completaban el cuadro de situación. Si a esto se le suma el desarrollo que desde 1931 tenían en nuestro país grupos de ultra-derecha como la Alianza Libertadora Nacionalista y la proliferación de periódicos filo-fascistas como “Argentina Libre” o “Clarinada” el escenario está completo: un país colonial, de economía dependiente, gobernado por la oligarquía terrateniente y con aparatos represivos legales y grupos de choque ilegales que buscaban hacer de Argentina una “estancia militarizada”. Cuando en agosto de 1933 Adolf Hitler se convierte en primer ministro de Alemania estos grupos locales se agigantaron de a cuerdo al clima internacional que empeoraría un años después cuando, también en agosto pero de 1934 el propio Hitler gana las elecciones por algo más del 40% de los votos de su país. Sin embargo, en historia, ninguna situación social es irreversible. Desde finales de 1935 los obreros de la construcción llevaban adelante una valiente pelea contra las patronales exigiendo mejoras salariales, condiciones dignas de trabajo, cobertura médica gratuita para los casos de accidentes y, lo más inaceptable para el empresariado, el reconocimiento legal de las comisiones internas y los delegados. Este prolongado conflicto que se desarrollaba sin solución aparente adquirió gran virulencia cuando el 23 de octubre una asamblea general de trabajadores de la construcción realizada en el Luna Park votó por amplia mayoría el inicio de una huelga por tiempo indeterminado. La intransigencia patronal, la complicidad gubernamental y la voluntad unitaria de lucha de los trabajadores crearon las condiciones para que el conflicto se profundice a niveles insospechados. Sindicatos de la construcción de Montevideo se unieron a la huelga en “solidaridad con los compañeros argentinos” desde noviembre y otras ramas de la producción se le sumaron desde diciembre. Hubo asambleas públicas, peñas de baile y música para recaudar fondos para los huelguistas, acampes frente a las obras en construcción paralizadas, campañas de recolección de víveres para los hogares obreros en lucha y la declaración por parte de la CGT de una huelga general para el 6 y 7 de enero. Esos días, además del total acatamiento registrado, barrios obreros de capital y gran Buenos Aires protagonizaron piquetes, asaltos a cuarteles de policía, saqueos a grandes tiendas de alimentos, cortes de calles y vías y violentos enfrentamientos con el ejército que no pudo, pese a la orden presidencial, controlar los desordenes. El propio presidente Justo en reunión con las cámaras Empresaria de la Construcción en 23 de enero les exige la “aceptación del pliego de condiciones obreras”, Los empresarios, muy a su pesar, aceptan.
Este triunfo de la clase obrera se manifestó en la multitudinaria movilización 1º de mayo donde casi 100.000 obreros, según la propia policía, coparon las plazas de la capital federal exigiendo a gobierno conservador “cambio en la política económica y apertura electoral sin fraude”.
Más multitudinaria fue la convocatoria que, frente al Congreso, la CGT logró articular junto con el Partido Socialista, el Radicalismo y el Comunismo el 22 de agosto de 1936 al grito de “Frente Popular contra el fascismo, el fraude electoral, la oligarquía y el imperialismo”. A la unidad de los ajustadores se le había podido enfrentar la unidad de los ajustados. Cualquier semejanza con la realidad no es pura coincidencia.

Julio y sus raíces olvidadas

La historiografía liberal ha logrado instalar la idea de que el proceso de construcción del Estado moderno argentino (1860- 1880) fue un camino armónico y carente de tensiones internas.

Desde esta visión los “grandes estadistas del siglo XIX” como Sarmiento, Mitre, Avellaneda y Roca coincidieron tácitamente en todos los aspectos sobre los cuales debían cimentarse las bases del nuevo país. Esa historia inmovilizada, casi embalsamada, es la que ilustra las láminas escolares del Billiken o los devaluados billetes que pasan por nuestras manos. Esa historia des-ideologizada, huérfana de conflictos y debates, es la que requieren nuestras clases dominantes para desarticular las luchas del presente y transformar al “status quo” en sentido común. Demás está decirlo: los sectores populares necesitamos otra historia. Veamos…
Luego de ejercer la presidencia con poder casi absoluto, Julio Argentino Roca creó un hábil sistema de sucesión política que asegurase a la oligarquía terrateniente la permanencia en el poder más allá de los “vaivenes electorales”. La Liga de los Gobernadores elegía al futuro mandatario entre una lista de candidatos que debían reunir dos condiciones: no ser porteño y contar con la aprobación de los dos partidos mayoritarios el Nacionalismo y el Autonomismo. El cónclave revelaría el nombre del candidato meses antes de que el control policial de las elecciones, la adulteración de los padrones, el sistema de “voto cantado” y el naciente sistema de clientelismo político asegurase el arrollador triunfo del recientemente creado Partido Autonomista Nacional. Miguel Juárez Celman, yerno de Roca, sería el primer “presidente” elegido por esta compleja y siniestra maquinaria política creada por Roca. El orgulloso granero del mundo era una gran estancia en la cual sus propietarios elegían un nuevo administrador cada 6 años, quien debía pronunciar discursos encendidos de republicanismo celeste y blanco mientras abría los puertos a los capitales británicos. Los CEOS de la política no son nada nuevo.
Sin embargo en el interior de esa sociedad encorsetada se estaba gestando un nuevo sector emergente. Pequeños propietarios rurales de la Pampa húmeda, trabajadores artesanales independientes, comerciantes urbanos ligados al mercado interno, abogados e intelectuales comenzaron a reclamar una apertura política. Estos sectores, mayoritariamente nietos de inmigrantes europeos, estaban familiarizados con la idea del sufragio universal y la participación política activa transformándose rápidamente en el núcleo opositor al roquismo. A ellos se sumarían criollos federales anti-oligárquico, nacionalistas críticos del entreguismo económico, católicos enfrentados al laicismo escolar instaurado por Roca y hasta algunos gremios “cuello blanco” como empleados de comercio y los trabajadores del Estado. Estaba naciendo la Unión Cívica, una coalición de fuerzas liberales y progresistas que inicia una activa campaña de agitación política reclamando una “reforma electoral que democratice la República”. Figuras con la de Leandro Nicéforo Alem, Bernardo de Irigoyen e Hipólito Yrigoyen estarían entre sus fundadores. Luego se sumarían los arribistas profesionales del oportunismo político, como el propio Bartolomé Mitre que cínicamente se integra al grupo de cívicos a comienzos de 1890. Ese mismo año, y ante el desarrollo de una brutal crisis económica, la UC se lanza a la conquista del poder vía revolucionaria. Ante la convicción, seguramente acertada, que el régimen conservador no modificaría su asfixiante sistema político las hueste de Alem deciden tomar el poder mediante una insurrección armada. El 26 de julio de 1890 grupos de civiles junto con sectores nacionalistas del ejército se enfrentan en el Parque de Artillería de la Capital Federal con las tropas leales a Juárez Celman. El grupo insurgente, que se identificaba así mismo por las boinas blancas que usaban, fue derrotado tras varias horas de combate. Si bien se fracasó en el objetivo principal de tomar el poder, la crisis política desatada obligó al presidente a renunciar y a que el propio Roca aceptara reunirse con los líderes rebeldes para ofrecerles puestos en un nuevo “gobierno de unidad nacional”. Por supuesto que Mitre fue el primero en aceptar, lo que obligó al grupo intransigente comandado por Alem a dar por muerta la Unión Cívica y lanzarse a la formación de un nuevo armado político. Así, sobre los principios de “abstención electoral y derecho a la revolución” nació la UCR como un núcleo de duros anti-roquistas que intentarían varias veces más tomar el poder vía armada. Seis años después, herido por las traiciones de varios de sus correligionarios que capitulaban ante el poder oligárquico, y tras varios fallidos intentos revolucionarios el primer caudillo radical de la historia puso fin a su vida de un disparo. Su existencia transcurrió del idealismo republicano al fanatismo revolucionario, de este al desencanto político y de allí al escepticismo fatalista. De profeta a mártir de sus propia causa.
La UCR le sobreviviría hasta el día de hoy llevando en sus filas muchos Mitres y ningún Alem.

De la resistencia a la revolución

Una vez consolidado el gobierno conservador del general Agustín Justo, tras las fraudulentas elecciones de 1932, las clases dominantes sintieron volver a las gloriosas épocas en que éramos el “granero del mundo”. La firma del vergonzoso acuerdo comercial con Inglaterra (conocido como el pacto Roca- Runciman) no fue más que la oficialización de nuestro re-asumido roll de economía dependiente exportadora de materias primas y compradora de manufacturas. Argentina, “la joya más brillante de la corona del Imperio Británico” según expresó el vicepresidente, no era más que una colonia inglesa camuflada de república independiente.

Los monopolios extranjeros asociados con los círculos oligárquicos criollos administraban el país como una estancia infinita que rebalsaba de vacas y de tierras baratas concentradas en pocas manos. En el fondo de la pirámide social los criollos pobres eran desplazados del campo a la ciudad para engrosar los precarios barrios obreros que circundaban los cordones industriales de La Boca, Avellaneda o Barracas. Los conventillos de San Telmo, las casas de inquilinato de Saavedra y las primeras villas de emergencia (como Puerto Nuevo en el actual Puerto Madero o Villa Desocupación en Chacarita) eran las postales de la “nueva pobreza urbana” creada por el orden conservador. En el Interior, por supuesto, la situación empeoraba brutalmente con trabajadores rurales reducidos a la semi-esclavitud (como los zafreros de Tucumán o los hacheros explotados por La Forestal en el norte santafesino) o la reducción a la servidumbre forzada de los aborígenes del recientemente “modernizado” territorio nacional del Gran Chaco.
El capitalismo, como correctamente analizó Lenin, se desarrollaba rápida y brutalmente hasta alcanzar su fase superior: el Imperialismo. En esos tristes y no tal lejanos años los capitales británicos, pero también norteamericanos y alemanes, se extendía por todo el globo como aves de rapiña para apropiarse de los recursos naturales y los mercados de las naciones débiles. Tal vez la fratricida “Guerra del Chaco Boreal”, protagonizada entre 1932 y 1935 por Bolivia y Paraguay, sea el ejemplo máximo de esta práctica imperial.
Dos multinacionales petroleras, la Standard Oil Company de Estados Unidos y la Shell de Gran Bretaña, empujaron a esos dos países a una sangrienta guerra para apropiarse de forma exclusiva de los yacimientos de crudo encontrados en una zona limítrofe de ambas naciones. Los 500.000 muertos resultantes de ese conflicto no fueron más que “un costo operativo” de estas dos gigantescas empresas que lograron llenar sus arcas de dólares y libras esterlinas manchadas de sangre latinoamericana.
Es en ese contexto y no en otro que en nuestro país un grupo de intelectuales, abogados, economistas y militantes políticos vinculados a la UCR comienzan a organizar, casi clandestinamente, espacios cívicos de resistencia al régimen gobernante. Allí se encontrarían personas como los poetas Homero Manzi y Cátulo Castillo, historiadores como Arturo Jauretche, investigadores como Raúl Scalabrini Ortiz entre otros. Los unía su furioso nacionalismo anti-británico, una pertenencia radical desencantada de la burocracia partidaria que había dejado de representarlos, la encendida defensa de la tradición ibero-católica, un rescate de los caudillos independentistas del siglo XIX y una desconfianza visceral tanto del liberalismo burgués como del marxismo. Eran federales americanistas que aspiraban a representar los intereses de los sectores populares explotados por el gran capital británico y la oligarquía cipaya. El 29 de junio de 1935 pudieron sintetizar todas sus ideas en un manifiesto inaugural llamado “Somos una Argentina colonial que queremos ser una Argentina libre”. Allí se denunciaba al colonialismo británico como el causante de todos los males, a la oligarquía como su cómplice y al pueblo como el actor protagónico de la emancipación americana. Se determinaba que la UCR era, naturalmente, la herramienta adecuada para esa lucha y que Hipólito Yrigoyen había encarnado el ideal de líder popular revolucionario. Estaba naciendo la Fuerza de Orientación Radical para la Joven Argentina (FORJA) como aglutinadora del descontento político y económico de amplias fracciones de la pequeña burguesía y algunas capas del proletariado calificado.
Aún imposibilitados de hegemonizar la UCR para volver a llevarla a representar los intereses populares, este activo grupo de jóvenes logró un gran aporte a la discusión política de esos años y serían (diez años después) la usina de pensadores que apoyaría la irrupción del peronismo.
Para transformar un mundo injusto lo primero que tal vez sea necesario hacer es resistir. FORJA lo hizo y materializó esa decente y valiente actitud política de resistencia. Pero para que los trabajadores hagan su ruidosa e incontenible entrada en la historia grande de nuestro país habría que esperar algunos años.
El “subsuelo de la patria”, como describió Scalabrini Ortiz las jornadas de octubre de 1945, emergería cuando las condiciones históricas y sociales hayan madurado. Ni un segundo antes. Sin un segundo después.
Ya se sabe: los pueblos avanzan…sin permiso. Y sin apuro.

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Un ardiente enero para un Julio Argentino

Uno de los grandes debates que ha atravesado toda nuestra historia fue la discusión en torno al “rol del Estado”.

Desde la visión liberal clásica el Estado es una institución necesaria para regular la vida de las sociedades desarrolladas; que en la experiencia latinoamericana deriva en un interminable aparato burocrático que “afixia las libertades individuales de los ciudadanos”. Para los gobiernos nacionales-populares, en cambio, el Estado es una herramienta “que interviene a favor de los sectores menos favorecidos”. Ambas interpretaciones son, al menos, incompletas. El Estado es, ante todo, una super-estructura que combina instituciones y prácticas culturales, políticas, jurídicas y económicas que expresan los intereses de los grupos dominantes. Una herramienta de los poderosos para legitimar su propio dominio sobre las mayorías que sostienen y reproducen ese dominio. El Imperio Inca, el Virreinato español, la Confederación Argentina y la República Liberal post- 1853 fueron “distintas formas que adoptó ese monopolio legal de la fuerza que llamamos Estado”. La Constitución de 1853 fue la partida de nacimiento del Estado Argentino que, como todo parto, no estuvo exento de sangre y dolores.
Luego que Mitre, Sarmiento y Avellaneda lograran hegemonizar el poder centralizador disciplinando a las provincias, reprimiendo los sucesivos alzamientos federales y arrasando el modelo autonómico del Paraguay faltaba un paso decisivo para terminar de conformar el país: asegurar las fronteras. Con la Banda Oriental y Bolivia ya separadas, la cordillera como barrera natural hacia el Pacífico, Paraguay reducido a cenizas y el Imperio de Brasil como potencia hegemónica en el Atlántico sólo quedaba un lugar hacia donde avanzar: el sur patagónico. Esa extensa estepa árida surcada por vientos helados donde los Mapuches aún cazaban guanacos y ñandúes sin conocer la existencia de algo llamado Argentina.
Desde antes de la Revolución los malones azotaban las poblaciones fronterizas robando ganado y mujeres obligando al Estado a realizar ocasionales expediciones punitivas llevadas adelante por mercenarios a sueldo de las autoridades y los hacendados. Décadas después Rosas, como estanciero y gobernador, alternaba las cordiales relaciones comerciales con las esporádicas campañas militares contra los originarios díscolos. Mitre, luego de Caseros, encararía personalmente la lucha por la expansión territorial al sur del río Negro que acabaría con la vergonzosa derrota militar de San Carlos que sufrió el joven Ejército argentino contra las huestes de Calfulcurá. Durante más de 20 años el río Salado se transformó en la frontera sur de nuestro país. Adolfo Alsina, Ministro de Guerra de Avellaneda, fue el creador de la teoría de la “línea de fortines“ que aseguraban la defensa contra los malones con una sucesión de zanjas dispuestas para frenar “a los salvajes”. El gaucho Martín Fierro es un símbolo de esta política territorial basada en el aislamiento defensivo de Estado frente al “desierto indómito”. La política defensiva de Alsina fue exitosa pero las casi 200.000.000 de hectáreas patagónicas exigían más audacia.
Es en ese contexto de disputa interna de la propia clase dominante que controlaba el Estado que emerge la figura de un joven general tucumano de 35 años de edad: Julio Argentino Roca que propone al presidente una política de agresivo expansionismo militarista. Avellaneda duda, pero “conveniente y sorpresivamente” Alsina muere de un cuadro de indigestión severa tras una asado que el partido gobernante ofrece en su honor. Así un 4 de enero de 1878 por decreto presidencial Roca es nombrado Ministro de Guerra recibiendo luz verde para la invasión a la Patagonia que pasará a la historia como la “Conquista del desierto”. José Toribio Martinez de Hoz, presidente de la Sociedad Rural Argentina, encabezaría la colecta para comprar los fusiles Remington que definirían el resultado. Las familias Anchorena, Unzué, Alzaga, Rodriguez Larreta, Miguenz y Alvear también aportarían jugosas donaciones que luego de la compaña militar serían retribuidas con miles de hectáreas de tierras fiscales aún manchadas de sangre mapuche. Dos años después Julio Argentino Roca sería “elegido“ presidente.
El Estado Oligárquico había coronado a su mesías.

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El subsuelo de la patria

El 13 de diciembre de 1907 el pequeño pueblo costero de Comodoro Rivadavia se transformó en noticia. Tan sólo un día antes este desolado poblado patagónico contaba con apenas 50 familias asentadas de forma permanente y una economía casi de subsistencia basada en la producción lanar.

Su puerto, que no tenía escollera que lo protegiera de las bravas mareas del Atlántico, era inutilizable durante el largo invierno por lo cual se aguardaba con ansias la llegada del tan prometido ferrocarril estatal. El clima seco y el incesante viento completaban el hostil marco geográfico de este rincón olvidado de la patria que el general Roca había conquistado a sangre y fuego menos de 30 años atrás. Sin embargo, ese día, todo cambió. Para siempre.
Trabajadores de la empresa privada que perforaba la árida estepa patagónica buscando agua vieron azorados brotar borbotones de petróleo por la frágil torre de madera. Sólo 24 horas después el gobierno, en manos del presidente José Figueroa Alcorta, firmaba un decreto que
“creaba una reserva nacional de 200.000 hectáreas alrededor de Comodoro Rivadavia” quedando además “prohibidas todo tipo de concesiones privadas sobre dicho territorio”. De esta manera el Estado se aseguraba resguardar la reserva de crudo de las presiones de los grandes terratenientes patagónicos que reclamaban derechos de propiedad sobre el subsuelo de sus estancias ovejeras, como así mismo evitar la llegada de petroleras anglo-norteamericanas como la Standard Oil y la Shell. Esta medida de proteccionismo económico, sorprendente en un gobierno conservador como el de Alcorta, demuestra las líneas al interior de la propia alianza gobernante. Mientras el sector más reaccionario, ligado a la agro-exportación, buscaba aliarse como socio menor de las grandes petroleras extranjeras; el grupo más progresista, vinculado a la naciente industria, prefería un monopolio estatal para asegurarse insumos energéticos a bajos precios. Esas era, y tal vez aún sean, las grietas de los grupos concentrados de la economía: mientras la burguesía industrial aspiraba a ser una clase dirigente la oligarquía terrateniente se conformaba con ser una clase dominante. Por casi una década la línea proteccionista y modernizadora logró imponerse al interior del propio Estado y frenar los intentos privatistas de la SRA, la Bolsa de Comercio de Londres y la embajada de EE. UU. Pero fue con la llegada de la UCR al gobierno que el tema del petróleo adquirió una nueva dimensión. El propio Yrigoyen decidió intervenir en el tema de forma directa y, fiel a su estilo personalista, designó un hombre de su entera confianza a cargo de una comisión que investigara los costos y beneficios de nacionalizar o privatizar el petróleo. Enrique Mosconi sería el encargado de esta patriada petrolera. Por varios años se realizaría estudios geológicos en el sur patagónico, se haría reuniones con industriales, ingenieros y economistas. Los ministros responsables de áreas vinculadas al debate energético como Hacienda (economía), Guerra (defensa) y Ferrocarriles. El propio Mosconi viajaría a Europa para estudiar la novedosa compañía estatal petrolera creada en la URSS y participaría como invitado especial en la Convención Constituyente de Querétaro donde los mexicanos debatirían la propiedad estatal del subsuelo mineral. Con todo ese caudal de información la conclusión de Mosconi fue categórica: el gobierno debía crear una compañía estatal que monopolice la explotación de todo el petróleo hallado y por hallar en el subsuelo argentino. Había nacido YPF gracias a la decisión política de enfrentar a los poderosos. Curiosamente sería otro gobierno radical, el de Arturo Frondizi, el que iniciaría a finales de la década del ´50 el lento pero continuo proceso de privatización petrolera que Menem llevaría a su punto más alto de entreguismo en los años ´90.
El subsuelo de la patria es, desde entonces, un millonario negocio de multinacionales petroleras, operadores de bolsa, empresas constructoras contratistas del Estado y lobistas disfrazados de ministros. El oro negro no es más oscuro que nuestra historia.

En carne viva

Todavía hoy, en pleno siglo XXI, es fácil encontrar historiadores, comunicadores periodísticos, referentes político-partidarios de toda especie y hasta “gente común “que añora la prosperidad pasada de cuando éramos el “granero del mundo”.

Para estos militantes del sentido común los años ´20 y ´30 eran épocas gloriosas de llegada de inmigrantes europeos deseosos de trabajar, de exportaciones agrarias record, de desarrollo urbano que emparentaba nuestra orgullosa Buenos Aires con París, de trenes y telégrafos que articulaban nuestra extensa geografía y de una escuela pública ordenada y de calidad. El subterráneo, el orgullosos obelisco y las estampas cinematográficas de un Gardel engominado que vestido de smoking sostenía una copa de champagne en su mano eran pruebas irrefutables de la “grandeza nacional “. La firma del pacto Roca-Runciman sería, entonces, el puntapié inicial de nuestra “inserción en el mundo” y el comienzo de una “lluvia de inversiones” que inundaría nuestras pampas de libras esterlinas, marcos alemanes y dólares.
Esta mitología construida por los grupos dominantes reaparece en estos tiempos cuando, en un famoso programa de almuerzos televisados, el candidato presidencial Hermes Binner reivindicaba el “país de nuestro primer centenario" (1910) “y no éste (2010) donde se politizó la historia”. A su lado, el entonces alcalde porteño, Mauricio Macri agregó que “yo sueño con un nuevo Roca para que nuestros hijos hereden el país que encontraron nuestros abuelos”. Dispuesta a no desentonar la también invitada Beatriz Sarlo agregó que “era vergonzoso que en el desfile realizado por Fuerza Bruta se rescate la figura Mariano Moreno, Juana Azurduy, Rosas pero no la de Sarmiento o de Alberdi.” Por lo visto no hay nada más vivo que la historia.
Por supuesto que ese paraíso agro- conservador nunca existió, y su recuerdo sólo es un dispositivo ideológico de hegemonismo cultural con el cual los grupos dominantes, y sus herederos, cosifican la historia para convertirla en el “opio de las masas” que adormezca e inmovilice la conciencia de las grandes mayorías. Cuando el vicepresidente Julio Roca (hijo) acuerda con el imperio británico la venta de carnes congeladas nuestra oligarquía se asegura una jugoso negocio; pero al mismo tiempo se creaban las condiciones para el tráfico de influencias, el lobbismo empresarial y la corrupción.
Los frigoríficos ingleses repartían generosos retornos (llamadas vulgarmente coimas) a funcionarios guberna-mentales para que les permitieran entrar en el negociado. Al mismo tiempo los bancos privados inflaban los precios de las acciones de dichas empresas favoreciendo, así, la burbuja financiera y la especulación bursátil. Así mismo y como el pacto establecía que el gobierno argentino se comprometía a tratar de “forma beneficiosa y privilegiada a las compañías inglesas “los intermediarios comerciales se enriquecía rápidamente y sin el menos esfuerzo dedicándose a la importación de productos industriales británicos y arruinando la producción local. El esquema se completaba mediante la emisión de deuda pública y privada que los frigoríficos y los grandes criadores emitían con respaldo del Estado.
Todo este escándalo salió a la luz cuando en senador por Santa Fe, Lisandro de la Torre, encabezó una comisión parlamentaria que se dedicó a investigar este oscuro negociado. Ligado a los pequeños productores lecheros de la pampa gringa, acompañado por las cooperativas aglutinadas en la Federación Agraria y con el apoyo de algunos legisla-dores del radicalismo y el socialismo; el bullicioso senador ganó notoriedad pública y se transformó rápidamente en una molestia para el régimen gobernante. Fue entonces que durante una sesión del Congreso que trataba este escabrosos tema, un matón de la policía ligado al partido conservador efectuó varios disparos contra La Torre hiriéndolo a él y ultimando a su compañero de bancada , el senador Enzo Bordabehere quien murió desangrado en pleno recinto. Era el 23 de julio de 1935 y la democracia tal y como la entendían nuestras clases dominantes había quedado al desnudo.
El resultado no podía ser otro que aquel que fue: la comisión investigadora se disolvió, Lisandro de la Torre vio eclipsar su carrera política y poco tiempo después, solitario y abandonado, acabó por quitarse la vida de un disparo. Mientras tanto las reses congeladas seguía viajando a Europa en barcos frigoríficos ingleses, las acciones del agro argentino seguía subiendo y nuestra oligarquía festejaba en cada coqueta apertura de la exposición rural de Palermo. Todo estaba en el mismo lugar de siempre. Y la historia, volvía a detenerse.

Como bandera a la victoria…

Una de las trampas más eficaces de la historiografía oficial fue la de instalar la idea de los “grandes hombres”, es decir sujetos predestinados a conducir los destinos colectivos hasta la gloria prometida. Bartolomé Mitre, como padre de la historia liberal, inauguró esta pedagogía de los recuerdos al escribir su monumental biografía de San Martín convirtiéndolo en un héroe de bronce inmaculado, ocultando sus contradicciones y vacián-dolo de todo elemento revolucionario y ame-ricanista.
Desde entonces, los próceres nacionales serían todos hombres blancos, heterosexuales, católicos, liberales, republicanos y porteños; es decir serían el modelo histórico que legitimaba el dominio de la burguesía portuaria pro-británica sobre las masas populares. San Martín, Belgrano, Güemes, Rivadavia, entre otros pasarían a integrar el equipo de aquellos sujetos que el poder oficial autorizaba que sean recordados. Moreno, Castelli, Monteagudo y Artigas serían arrojados a la “basura de la historia” como representantes de la barbarie popular de la montonera federal.
Los negros, las mujeres y los pueblos originarios sufrirían dos siglos de exilio histórico, condenados a ser olvidados por sus propios descendientes. Mitre, padre de la historia fue también el padre de muchos olvidos. A pesar de este poderoso operativo de dominio político del pasado, la historia siempre fue un terreno de disputas y los sectores populares también construyen (aunque muy lentamente) sus relatos históricos. Desde el revisionismo nacional-popular, desde el feminismo y desde la izquierda los “olvidados por la historia” fueron lentamente asomándose a las páginas de los textos escolares y re-apareciendo ante los ojos de todos.
Una memoria contra-hegemónica es la premisa para construir un relato histórico emancipador puesto al servicio de los grupos dominados. Sin memoria popular activa no hay ni habrá proyecto de liberación nacional que logre encarnarse en nuestro pueblo. De allí que cuando recordamos los años cuarenta y cincuenta un personaje emerge como símbolo ineludible de una historia viva, transpirada y movilizada en las calles. María Eva Ibarguren nació un 7 de mayo de 1919 en el pequeño pueblo de Los Toldos, en el corazón de la provincia de Buenos Aires. Debió esperar hasta 1922 para que su padre, un portentoso hacendado de apellido Duarte, la reconociera a ella y a sus hermanos que cargarían por siempre con el pesado prontuario familiar de ser “hijos naturales”.
Luego su viaje a la capital persiguiendo el sueño de ser actriz, las actuaciones en Radio Belgrano, algunos noviazgos nunca confirmados del todo y el encuentro semi-azaroso con el casi 20 años mayor coronel Perón. El huracán social que produjo el 17 de octubre, en el cual ella no participó activamente, la arrastró a la tormentosa arena de la historia. Luego de la elecciones de 1946 adoptó su nuevo papel, el de primera dama. Joven, de belleza austera, podía vérsela ahora envuelta en lujosos tapados y con el cabello teñido atado a un ajustado rodete; a la sombra de la gigantesca figura de su marido. Como todas, hasta ese momento, Eva era una figura decorativa en el mundo político que hegemonizaban los hombres. Pero eso también cambiaría.
Su trabajo de acción social desde la Fundación Eva Perón sería el brazo de acción política que casi sin intermediarios llevaba la ayuda del Estado a quienes más lo necesitaban. La sanción de la Ley 13.010 que autorizaba el voto femenino creó las condiciones para crear el Partido Peronista Femenino, de la cual ella sería su presidenta. Las 6 senadoras y 23 diputadas que asumirían sus bancas en 1951 llevarían, por primera vez en la historia, la voz de las mujeres al parlamento transformando para siempre la política argentina.
Sus encendidos discursos frente a las masas populares le valieron el amor incondicional de los pobres y el odio inagotable de los privilegiados. Su relación con los sindicatos posibilitó que soñara con ser candidata a la vice-presidencia pero sus enfrentamientos con la alta jerarquía de la Iglesia católica y las cúpulas militares abortaron esa posibilidad. Una brutal y desgarradora enfermedad comenzaron muy tempranamente a demoler su frágil cuerpo, pero no su espíritu y desde el lecho convaleciente autorizó la compra de armas para ser entregadas a la CGT con el objetivo de crear “milicias obreras” para defender al gobierno de los intentos golpistas. El libro “Mi mensaje”, dictado por ella a su secretaria pocos días antes de morir, da muestras de la potencialidad revolucionaria que recorría por sus venas.
Cuando un frío y lluvioso 26 de julio de 1952, con apenas 33 años exhalaría su último suspiro comenzaría una nueva historia. La de la veneración colectiva, la del mito fundacional de la madre de los pobres, la de la resistencia popular. Los golpistas de 1955 pretendieron prohibir su nombre y su recuerdo, quemaron sus retratos y hasta hicieron desaparecer su cuerpo; pero todo fue inútil. La memoria existe y cada vez que en una barriada popular se pinta su rostro en una pared, o cada vela encendida en los humildes altares de los rancheríos o cada bandera que flamea con su nombre en las marchas o piquetes parece darnos una lección de historia presente.
Los pueblos nunca olvidan y hacen la historia, para delante.

Los muros del liberalismo

Muchas veces ocurre que las sociedades construimos mecanismos de negación que nos permite exorcizarnos de las responsabilidades colectivas frente a nuestro pasado y nuestro presente. Así podemos, todavía hoy, escuchar las voces de miles de compatriotas que se manifiestan “sorprendidos” por los crímenes de la dictadura, el vaciamiento menemista o el ajuste macrista. Ese reciclado “yo, argentino” desdibuja al cuerpo social para transformarlo en una “víctima pasiva de la historia”, un amorfo ser sin capacidad de acción ni reacción que se presenta a sí mismo como mero espectador de su propia vida.

“Los argentinos somos derechos y humanos” es mucho más que una patética calcomanía repartida por lo genocidas en 1979, es la obediencia debida que las sociedades sin pensamiento crítico se imponen así mismas. Así cuando hace muy pocos años el entonces alcalde porteño, Mauricio Macri, reflexionó ante la toma de tierras en el sur de la ciudad que el problema radicaba en la “inmigración descontrolada” todos los prejuicios ocultos salieron a la luz. La misma patria que se muestra orgullosamente blanca y europeizada frente a una Sudamérica afro-originaria sugería ahora limitar la llegada de los inmigrantes para evitar “desbordes sociales y delictivos”. ¿Esa brutal pero honesta declaración ideológica fue sólo un exabrupto del Jefe de Gobierno Porteño o una exteriorización de una tradición política y cultural de nuestras clases dominantes?.Veamos.
El surgimiento de la Unión Cívica en 1890 como una fuerza progresista, de amplia base social, ideología liberal federalista y prédica revolucionaria puso a la oligarquía terrateniente en un atolladero político. O se recrudecían los mecanismos represivos en manos del Estado Conservador o se abrían, lenta y controladamente, canales de participación electoral que permitieran participar a los sectores más moderados de la oposición. Es así, y no de otra manera, que comienzan a producirse reformas políticas que alentaban la participación electoral de grupos sociales hasta entonces excluidos. Cuando en 1895 una nueva intentona revolucionaria radical sacude a varias provincias del interior el gobierno conservador, en manos del presidente Luis Sáenz Peña primero y su vice Manuel Quintana después, desarrolla un novedoso sistema de apertura controlada. Allí se reconocen nuevos partidos como el Demócrata Progresista de Santa Fé, el Liberal de Corrientes o el Socialista, que si bien tenía organización nacional era especialmente fuerte en Avellaneda, La Boca y Barracas. Junto con esto se constituyen gabinetes “amplios y plurales" donde tendrán un lugar asegurado ministros y funcionarios de diversas expresiones partidarias y se avanzará (muy lentamente) en la depuración de los fraudulentos padrones electorales. Sólo la UCR conducida férreamente por Alem primero e Yrigoyen después seguiría levantando las banderas de la “abstención revolu-cionaria”. Esta táctica que parecía asilarlos de otros espacios políticos más proclives a la negociación con el régimen conservador fue tan exitosa que obligó al propio Julio Argentino Roca a re-postularse a la presidencia en 1898 por ser considerado el único garante de orden vigente. Con el fraudulento proceso electoral que llevó al tucumano nuevamente al poder la crisis de legitimidad se agudizó dejando a la oligarquía gobernante despojada de todo disfraz republicano. Frente a este bloque de poder se erigían dos grandes colectivos opositores: la UCR y el Movimiento Obrero. Mientras que el primer núcleo centraba sus críticas, válidas por cierto, en la falta de participación cívica el segundo sector pugnaba no sólo por la defensa de sus intereses sectoriales sino por modificar la estructura económica imperante. Las grandes huelgas de comienzos del 1900 crearon las condiciones para que un año después varios sindicatos conducidos por militantes anarquistas crearan la Federación Obrera Argentina (FOA), la primera central sindical de nuestra historia. Sin embargo la reacción roquista no se haría esperar y en 1902 el Congreso votaría por abrumadora mayoría la Ley 4144 que autorizaba al “expulsión a sus países de origen de los inmigrantes responsables de atentados contra el orden social vigente”. Era la famosa Ley de Residencia cuyo autor, Miguel Cané, venía ejerciendo diversas funciones públicas desde la “apertura" iniciada por Pellegrini. El entonces Senador presentó el proyecto aduciendo la “necesidad de desprenderse elementos disolventes de la unión nacional y los valores nacionales” y según sus propias palabra por “expreso pedido de la UIA, una de las entidades más valiosas de nuestra patria”.
Cané murió el 5 de septiembre de 1905 a los 56 años de edad dejándole a la clase dominante, de la cual él mismo era parte funcional, una de las leyes más brutalmente represivas de nuestra historia. Controlar la “calidad inmigratoria" es una obsesión histórica de los grupos privilegiados que levantan muros invisibles de prejuicios para blindar el feudo de sus privilegios. ¿ Conocerán Donald Trump o Mauricio Macri la historia de Miguel Cané?...¿ O serán distintas caras de la misma historia?

Abril y el otoño del caudillo

Uno de los más recurrentes slogans que engalanan las conversaciones de nuestras minorías “bien pensantes” y que hacen del sentido común una militancia mediática es emparentar la democracia con la alternancia política.

Desde esta infantil y simplista visión el funcionamiento del sistema republicano estaría garantizado en el hecho que las fuerzas políticas se turnen en el ejercicio del poder .Esa idea, anclada en la ingenuidad de que la variedad en el signo político que administra el Estado garantiza la democratización de las instituciones públicas, condena los vicos del populismo demagógico materializados en las re-elecciones de funcionarios. Países como México o Estados Unidos han hecho un culto de este formalismo anti-reeleccionista limitando todos los cargos ejecutivos a un período o dos respectivamente. Mientras que en el primer ejemplo el PRI gobernó el país y todas las provincias por 70 años consecutivos (1928-1998) en el segundo Demócratas y Republi-canos se alternaron en el poder desde mediados del siglo XIX garantizando, ambos, las constantes invasiones en América Latina, la privatización de la salud y las universidades, la persecución al sindicalismo y la prohibición del voto a los negros hasta 1964. Como vemos la “democracia” es un ideal político al que no se llega mágicamente solamente limitando la re-elección de funcionarios.
En nuestra castigada Argentina esta idea se plasmó en la Constitución de 1853 que prohibía expresamente la re-elección del presidente mientras que, al mismo tiempo, dejaba librado de esa limitación a gobernadores, intendentes, diputados y senadores. El ciudadano que ejercía la primera magistratura, entonces, gobernaría un sexenio para luego retirarse mientras que el parlamento y las gobernaciones seguiría siendo el coto privado de los representantes de las familias patricias y aristocráticas que constituirían el “gobierno permanente del aparato y los fondos del Estado”. Cuando en 1916 la Ley Sáenz Peña democratizó el derecho del sufragio haciéndolo extensivo a todos los varones el “anti- reeleccionismo” se corporizó en el círculo más rancio de opositores a Yrígoyen. Cuando el 1º de abril de 1928 una abrumadora mayoría del electorado convalidó con casi 900.000 votos válidos (más que la suma de los recibidos por todos las otros candidatos juntos) el poder real de Argentina decidió “re-definir la democracia”.
Las caricaturas del diario Crítica (de Natalio Botana), las conspiraciones de Alvear (un radical conservador), la furiosa prédica antiliberal de Leopoldo Lugones (un escritor vinculado al nacionalismo) y las caracterizaciones que desde los escaños parlamentarios hacían conservadores de variada cepa sobre el “caudillismo”, “el malevaje radical” y la “gauchocracia” como devaluación de la república fueron minando la autoridad presidencial y la legitimidad del sistema en su conjunto. Si a esto le sumamos el desgaste natural que el ejercicio del gobierno conlleva, los errores que todas las gestiones tienen y el complejo contexto de la crisis económica internacional que ya se hacía sentir el desenlace no podía ser muy venturoso. Cuando en septiembre de 1930 una alianza cívico –militar protagonizó el primer golpe de estado de nuestra trágica historia se inauguró, además, el ciclo de la decadencia jurídico-institucional que todavía arrastramos hasta hoy. Los golpistas se llamaron a sí mismos “revolu-cionarios”, los partidos de la oposición (mayorita-riamente anti-yrigoyenistas) no se movilizaron contra el quiebre democrático y la Corte Suprema de Justicia (presidida por el abuelo del hoy Jefe de Gobierno Porteño, Horacio Rodríguez Larreta) reconoció a la dictadura militar como un “gobierno de facto”. Desde ese año en adelante, y durante más de una década gobiernos militares, conservadores y neo-radicales se irían sucediendo aplicando un mismo programa de ajuste a las minorías, entrega del patrimonio nacional, extranjerización de la economía y represión de los conflictos sociales pero, eso sí, asegurando de no re-elección de ningún presidente. Habría que esperar hasta que Perón en 1951, ahora incorporando a las mujeres, recibiera una avalancha de votos que lo revalidaran en su cargo para transformarse en el segundo presidente re-electo de la historia moderna y, luego, en el segundo derrocado. La democracia tutelada por las fuerzas armadas y encorsetada en los intereses de las clases dominantes había adquirido, ahora, una nueva forma. Los pueblos votan. Las oligarquías vetan.

La revolución de mayo

En historia existe lo que se conocen como “hechos bisagra”; suceso tan importante que se consideran una divisoria de aguas en el seno de las sociedades que los protagonizan. El desarrollo de la agricultura, hace aproximadamente 10.000 años o el comienzo de la escritura unos 5000 modificaron el perfil de todas las sociedades humanas futuras.

Sin embargo así como frente a estos hechos existe un consenso casi generalizado es mucho más complejo acordar sobre cuales son los momentos revolucionarios más cercanos a nuestros propios tiempos. Muchos investigadores coinciden en que el proceso iniciado con la revolución tecnológica industrial inglesa (mediados del siglo XVIII) y la llegada al poder político de la burguesía francesa (finales de la misma centuria) constituyeron los orígenes de nuestra sociedad contemporánea basada en dos pilares centrales: sistema capitalista y modelo republicano. Ahora bien, si aceptamos que vivimos una época histórica modelada por estas dos matrices de poder debemos preguntarnos: ¿Cuándo y quiénes comenzaron a cuestionar ese esquema?...Veamos.
La populosa ciudad de Chicago fue el epicentro de uno de los hechos más importante de toda la historia humana conocida. Allí un 1 de mayo de 1886 casi 40.000 trabajadores se reunieron en la plaza Haymarkert amenazando con no volver a sus puestos de trabajo hasta tanto los industriales locales no reconocieran un pliego de condiciones que incluía demandas tales como jornada laboral de 10 horas como máximo, descanso dominical obligatorio, prohibición del trabajo infantil y establecimiento de una pauta salarial mínima fijada por el Estado. La fecha de la protesta había sido elegida por la costumbre anglosajona que establece el 30 de abril como el cierre del “año fiscal”, día en el cual todos los contratos laborales y comerciales se consideran caducados. De allí que el primer día del nuevo mes los trabajadores industriales de la ciudad decidieran unirse para enfrentar a las patronales, que hasta entonces imponían su voluntad en las relaciones laborales de la época. Por tres días la ciudad de Chicago estuvo virtualmente paralizada y la plaza central ocupada por estos obreros organizados que mostraban una unidad nunca antes vista. Finalmente, por orden ejecutiva del alcalde de la ciudad, la policía desalojó violentamente a los trabajadores produciendo decenas de heridos y más de un centenar de detenidos .Todos ellos fueron procesados por terrorismo, resistencia a la autoridad e intento de revolución social y los 5 dirigentes sindicales que movilizaron la protesta (Spies, Lingg, Fischer, Engel y Pearson) condenados a la horca. El 11 de noviembre de ese mismo año fueron ejecutados para momentánea tranquilidad de las clases dominantes del mundo entero.
Sin embargo la noticia no tardó en recorrer los periódicos obreros de toda Europa primero y de América Latina después, donde rápidamente los sindicatos buscaron medidas de acción directa que permita hacer visible no sólo la lucha de la clase obrera por mejoras en sus condiciones de vida sino la virulencia represiva del régimen capitalista. Estaba naciendo la solidaridad internacionalista de la clase trabajadora. Fue así que nuestros jóvenes sindicatos criollos, organizados por socialistas y anarquistas, se lanzaron a la tarea de sumarse al recordatorio de los “mártires de Chicago“ en el “día internacional de los trabajadores“. Nacía en nuestras lejanas pampas el “Comité Obrero Internacional” como una organización madre que aglutinaba medio centenar de sindicatos, mutuales de trabajadores y sociedades de fomento (llamadas en esos años Sociedades de Socorros Mutuos y Resistencia) que el 1 de mayo de 1890 coparon el local llamado “El Prado Español” de Av. Quintana en Recoleta. Fueron 3000 obreros, criollos e inmigrantes los que escucharon a sus dirigentes, aplaudieron las consignas libertarias, reclamaron el cumplimiento de las históricas demandas insatisfechas, saludaron a los compañeros caídos en la lucha y cantaron “La Internacional”.
No lo supieron ese día, pero la historia había cambiado para siempre. La clase obrera ingresaba en la escena política de nuestra patria con una agenda propia. Las bisagras de la historia rechinaban y se abrían las puertas del futuro.

Los profetas del odio

La imagen extendida que tenemos de los lejanos años `20 es de un mundo sorprendido por el desarrollo del cinematógrafo, el tendido de redes de alumbrado público y la ruidosa irrupción del Ford T. Esa convulsionada y efervescente sociedad industrial bailaba al ritmo del charlestón, construía los primeros rascacielos e iniciaba la aventura de la aviación mientras bebía champagne y carcajeaba con Charles Chaplin.

Era la “Belle Epoc”; ese momento en que las burguesías del occidente capitalista creían vivir el paraíso terrenal de una sociedad sin conflictos y un progreso sin límites. El desarrollo de la ciencia, el consumo alocado, la extensión de los medios masivos de comunicación como la radio y el cine, el pleno empleo y la democracia republicana parecían ser los puntos más altos de la historia del desarrollo humano. Sin embargo, por debajo de esa aparente armonía homogénea, la sociedad seguía produciendo y reproduciendo violentos conflictos sociales y económicos. En los países periféricos, como el nuestro, las viejas oligarquía terratenientes había cedido el poder político a las burguesías urbanas pero seguían manteniendo el control económico. Naciones como Argentina, Brasil, Chile, Venezuela o Colombia mantenían las “formas democráticas” mientras se orientaba toda la acción del Estado para mantener el modelo agroexportador, la concentración latifundista de la tierra y la represión social contra el naciente movimiento obrero. Al mismo tiempo, en los países centrales, la competencia entre las empresas monopolistas obligaba a los gobiernos a expandirse sobre diversas áreas del globo para asegurar materias primas baratas. Lana de Australia para la industria textil de Manchester, Caucho de Indochina para las fábricas de neumáticos de Francia, carbón africano para las acereras de Alemania eran las formas que la competencia inter- imperialista adoptaba en esos años. La Primera Guerra (1914-1918) sería la violenta resolución de estos conflictos entre potencias imperialistas que luchaban por el control mundial. Para 1920 Francia, Inglaterra y Estados Unidos emergerían como centros geopolíticos de poder mientras que Rusia, Turquía y Alemania iniciarían violentos procesos de crisis casi terminal. La revolución bolchevique pondría fin a la decadente monarquía rusa, el nacionalismo turco llegaría a su fin tras la derrota militar y los germanos vivirían largos años de inflación descontrolada, desempleo y miseria sin precedentes. De las cenizas de una sociedad diezmada por la guerra, el hambre y la desocupación no es fácil resurgir. A veces el dolor de los vencidos se transforma en dignidad que busca transformar las causas primarias de la crisis capitalista y se apuesta a construir un sistema más justo. Ese camino eligió Rusia. Pero otras veces ese mismo dolor troca en resentimiento y se buscan culpables inmediatos a quienes responsabilizar por “todos los males de la nación”. Ese fue el camino que lentamente inicio Alemania.
Pequeños industriales empobrecidos por la guerra, soldados de bajo rango que volvieron a su patria cargando la vergüenza de la derrota, obreros desempleados que competía con otros trabajadores por los pocos puestos de trabajo existentes, pequeños campesinos a los que los bancos extranjeros les expropiaban sus campos al no poder pagar los créditos hipotecarios. Todos ellos fueron constituyendo una argamasa que hervía de ira contra los “políticos tradicionales”, los extranjeros vencedores que “humillaban a Alemania” y todo aquel que no se “empobreció como ellos”. Sólo necesitaban un intérprete que direccione su odio y su frustración hacia un enemigo de carne y hueso. El 25 de febrero de 1920 en un salón céntrico de Munich un pequeño grupo de militantes políticos realizaba una asamblea pública en la que se pretendía dar nacimiento a un nuevo partido político. Unos 150 testigos escucharon la encendida oratoria de un joven sargento del ejército alemán dando a conocer el Programa de gobierno de la nueva agrupación. Habló de construir una “Nueva y Gran Alemania”, de “nacionalizar la banca y las minas de hierro y carbón”, de “expulsar a los extranjeros que no sean parte del Pueblo” y de “prohibir la ciudadanía a gitanos, eslavos y judíos”. Prosiguió explicando la necesidad de “prohibir la inmigración” y “aplicar la pena de muerte para los usureros y especuladores” como así también a los “agitadores bolcheviques y a los enemigos de la Nación”. Los aplausos y la ovación final que los espectadores le brindaron al pequeño orador fueron el preludio de la tempestad que se avecinaba. Ese día había nacido el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán y Adolf Hitler daba su primer paso a la conquista del poder. La crisis económica había parido su peor consecuencia. Discurso anti-inmigratorio, nacionalismo extremo, belicismo expansivo, líder demagógico y una sociedad atormentada por el miedo al desempleo que decide sumarse a un proyecto populista de derecha. Cualquier semejanza con la actualidad… no es pura coincidencia. 

El luto de marzo

Hay fechas que casi inevitablemente nos remiten a “momentos bisagra“ de nuestras historia personal, familiar o colectiva. Marzo está, y estará siempre, atravesado por recuerdo del inicio de la más terrible época recientemente vivido por nuestra historia: la dictadura militar de 1976.

Sería fácil caer en el discurso, muy común entre periodistas devenidos en historiadores, de entender a “marzo como el mes maldito“; una suerte de “condena divina” que llega con el fin del verano. Esa visión de “accidentalización de la historia” nos corre del eje central del deber de todo investigador y analista: descubrir las causas, tensiones e intereses que confluyen en cada proceso socio-histórico que se desarrolla. ¿Sólo el marzo de hace 40 años debe ser recordado con dolor?...Veamos.
Cuando la Guerra de la Triple Alianza avanzaba inexorablemente hacia la victoria de los invasores las tropas guaraníes debieron enfrentar la difícil decisión de negociar la rendición con los invasores o de seguir resistiendo. A la vez las envalentonadas tropas brasilero-argentinas no estaban dispuestas a aceptar otro resultado de la contienda que la derrota total de Paraguay ya que sólo esto posibilitaba el acceso al codiciado botín de las fértiles tierras del “Matto Grosso”. Por otro lado la diplomacia británica, desde Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro presionaba para que la guerra se siga desarrollando hasta las últimas consecuencias. De allí que el último año de la guerra adopte las formas más crueles y sanguinarias de lucha y resistencia: reclutamiento masivo y compulsivo de esclavos negros por parte de los invasores y de niños de hasta 12 años por parte de los paraguayos. La quema de cosechas y poblaciones enteras a medida que el ejército paraguayo se retiraba como política de “tierra arrasada “ fue respondida con los fusilamientos masivos de civiles a cargo del ejército invasor. El hambre y la brutal epidemia de fiebre amarilla aumentarían los estragos de una guerra sangrienta como pocas en nuestra historia. Fue así que el 1 de marzo de 1870 el presidente paraguayo Francisco Solano López, acompañado de la última docena de hombres con los que contaba, resiste heroicamente en el enmarañado monte del Cerro Corá. Hambreado desde hacía varios días, herido en una de sus piernas y acosado por el paludismo el mariscal de un ejército reducido a cenizas se niega a rendirse ante las tropas brasileñas. Cuando estas lanzan su último ataque al cerro que hoy simboliza la resistencia del pueblo del país hermano, lo hallaron custodiando a su mujer e hijos pequeños que lo acompañaban desde hacía varios meses. “Muero con mi patria…” juran que alcanzó a gritar antes de lanzarse, espada en mano contra el batallón que lo ultimó a bayonetazos para rematarlo de un disparo en el pecho. Su cuerpo sin vida fue maltratado, despojado de su uniforme militar y enterrado en una fosa común sin señalar junto con sus hombres y uno de sus hijos, José Francisco, de tal sólo 13 años que también murió en combate. Hoy, a más de 150 años de su asesinato su tumba sigue sin ser ubicada.
Exactamente 9 años después, el 1 de marzo de 1879, Bolivia y Chile entraban en guerra por presiones de Inglaterra que necesitaba monopolizar el negocio del salitre y el guano. Luego de 4 años de lucha y 50.000 muertes Chile logra arrancarle a Bolivia su salida al mar y los comerciantes ingleses se aseguran un negocio rentable por muchos años.
Podemos seguir pensando de forma accidental y creer que marzo es un mes maldito, que nos persigue la mala suerte o que Dios nos ha condenado al castigo eterno. O podemos reconocer que año tras años, y siglo tras siglo sufrimos los ataques constantes del Imperialismo y sus afiladas garras. Garras de león británico , de águila norteamericana o de buitre internacional.

Los dueños del olvido

Corría el año 1989 entre el ascenso de gobiernos neo-liberales en todo el mundo y la crisis de descomposición del bloque socialista europeo, cuando una joven historiadora argentina de apenas 35 años de edad lograba doctorarse en la selecta Universidad VII de Paris.

La joven investigadora lograba ser la primer mujer latinoamericana en alcanzar tal logro en esa prestigiosa casa de altos estudios al presentar una novedosa tesis doctoral que historiaba el “Revisionismo” en Argentina. El título de dicha obra no podía ser menos provocador, se llamaba “Los males de la memoria” y se centraba en la idea que “la memoria popular era la peor enemiga de la historia científica”. Si los pueblos deciden qué y cómo recordar los “historiadores profesionales” pierden su sentido y el conocimiento del pasado pasa a ser “manipulado por aventureros y aficionados”. Fue con esta idea que Diana Quatrocchi Woission logró su tan ansiado doctorado: sosteniendo la necesidad de des-historiar la memoria de los pueblos.
Pero, ¿por qué era necesario en esos años reinstalar el debate sobre la memoria popular? ¿Qué peligros encierra el pasado?. Veamos.
Desde el mismo momento que Nicolás Avellaneda asumió la presidencia intentó reconciliar a los bandos en puga al interior de la propia alianza gobernante. El alzamiento militar encabezado por Bartolomé Mitre, que desconocía su derrota electoral, había desembocado en la furia de Sarmiento y de los gobernadores del interior cansados de la prepotencia del centralismo porteño. Luego de derrotar la fugaz insurrección militar, y de desestimar la primera idea sarmientina de fusilar a los sublevados, el nuevo gobierno debió buscar una salida a la “crisis de gobernabilidad” desatada por Mitre. Fue allí que Avellaneda decidió constituir un “gabinete de unidad nacional” incorporando mitristas, porteños, provincianos, liberales, católicos, conservadores y hasta federales urquisistas a la nueva etapa de la administración nacional. Pero, además del clásico reparto de cargos públicos, los gobiernos deben desarrolla una gestión que los legitime en sus intereses. El fin de la guerra contra Paraguay, el inicio de la expansión territorial hacia la Patagonia araucana, el fomento a la inmigración europea y el religioso complimiento en los pagos de los intereses de la deuda externa serían los ejes del gobierno de Avellaneda. El nuevo presidente, entonces, buscaría fortalecer los lazos con el imperialismo británico al acompañar al ejército brasilero en el genocidio a la nación guaraní y terminar con el dominio de los pueblos originarios al sur del Río Negro para poner millones de hectáreas de estepa patagónica como garantía de la deuda en forma de acciones en la Bolsa de Comercio de Londres. La compra de miles de rifles automáticos Remingthon para equipar al Ejército Argentino fue una de las grandes “modernizaciones” llevada adelante por Avellaneda para “avanzar sobre el desierto”. Julio Argentino Roca sería el brazo ejecutor de la política de “imperialismo interno” desarrollada por el gobierno del joven abogado tucumano que lograría nuevamente hermanar a todas las facciones de la clase dominante. Tras el avance militar sobre la Patagonia llegarían miles de fardos de alambre acerado para demarcar las estancias infinitas de los latifundios ovejeros y toneladas de durmientes de quebracho chaqueño para el tendido de las vía férreas que llevarían esa lana al puerto para ser devuelta, meses después, como una camisa con etiqueta “made in England”. Para el final de su gobierno, Avellaneda había logrado duplicar el territorio nacional integrando Argentina al mercado mundial como productora de granos, carne vacuna, azúcar y lana ; profundizando la matriz agropecuaria de nuestra economía y asegurando el dominio de la oligarquía terrateniente como grupo dominante.
Tal vez por ello un 11 de noviembre de 1875, a trece meses de haber asumido la presidencia, Nicolás Avellaneda inauguró sobre los terrenos de la ya demolida casa de Juan Manuel de Rosas el Paseo Público 3 de Febrero, conocido popularmente como el rosedal de Palermo. “Ni el polvo de tus huesos América tendrá…” sentenció Sarmiento condenando a una parte de la historia al olvido oficial y a la nada del silencio. Avellaneda embelleció un coqueto barrio porteño sobre los cimientos demolidos de la estancia del Restaurador. ¿Por qué?. Por la misma razón que Quatrocchi Woission nos invitaba a olvidar el pasado de nuestra historia en la puerta de entrada del menemismo y por la misma causa que el propio presidente riojano intentaría demoler la ESMA para construir un espacio verde. Porque la memoria popular es un arma peligrosa en las manos de un pueblo que lo invita a dejar de ser espectador de la historia para transformarse en su protagonista.

La hora de los pueblos

Desde su creación como concepto, en la Antigua Atenas, “Democracia” es un término en disputa. Para esos antiguos habitantes del Egeo el “Demos” , es decir aquellos ciudadanos que estaban habilitados para ejercer el derecho a participar en política, sólo eran los varones mayores de 30 años que a la vez fueran letrados y propietarios de un mínimo de parcelas de tierras.

El poder o “Kratos” era entonces el privilegio hereditario de una selecta minoría endogámica. En la Atenas del siglo V antes de Cristo podían entonces convivir esclavos, mujeres sin derechos, campesinos y artesanos sin voz ni voto y una “casta de política de togas blancas que teorizaban sobre la democracia y el poder en manos del pueblo “.
Posteriormente los romanos reproducirían este curioso sistema en donde el gobierno imperial estaría monopolizado por los “patricios”, también pertenecientes a los grupos de grandes terratenientes o comerciantes. Para el resto, llamada la “plebe”, sólo quedaría el consuelo de no ser considerado un bárbaro por vivir dentro de los límites del imperio y poder acceder de manera gratuita a las grandes fiestas deportivas que se realizaban en el Coliseo dónde se podía, además, recibir un dotación de harina de trigo donada por el Emperador. “Pan y circo”, he ahí la verdadera fórmula de la democracia clásica.
El desarrollo de la historia, sin embargo, hizo que los grupos dominantes no pudieran relegar indefinidamente a las grandes masas populares al roll de meros espectadores de su propio destino. Fue así que Inglaterra en el siglo XVII y Francia en el siglo XVIII produjeron grandes reformas políticas que, muy lenta y gradualmente, abrieron canales de participación popular. Para la década de 1850 en casi toda Europa occidental el voto masculino universal se había extendido como un reguero de pólvora. Nuestro castigado continente, por supuesto, fue mucho más refractario a esas reformas por exclusiva responsabilidad de la oligarquía terrateniente conservadora que se negaba sistemáticamente a permitir que la “chusma de alpargata y chiripá” pueda decidir sobre los destinos de la patria. El propio Sarmiento, en sus escritos finales, manifestaba la preocupación de que nuestro país se convierta en una “gauchocracia”. Cuando Julio Argentino Roca crea el PAN, uniendo al partido Autonomista de Alsina con el Nacionalista de Mitre, no sólo demuestra la gran capacidad de alianza que tienen la fracciones de los grupos dominantes para unirse en defensa de sus intereses; sino también el nacimiento de una maquinaria político-electoral contra-mayoritaria. Una República ficcional, con formas democráticas, rituales electorales y farsas institucionales en donde el poder era ejercido de manera casi monárquica no ya por una familia sino por una casta de hacendados y comerciantes portuarios. Sólo la lucha de los sindicatos anarquistas, los parlamentarios socialistas, los caudillos federales del interior y el creciente apoyo que lograba acaudalar la UCR podría poner freno a la voracidad de un bloque de poder insaciable. Fue así que a comienzos del siglo XX, y como consecuencia directa de la incapacidad gubernamental de encausar el conflicto social de otra forma que no fuera aumentar los niveles de represión, el Congreso Nacional sancionará la Ley Sáenz Peña que garantiza el voto “ obligatorio, secreto y único” para todos los “ciudadanos varones mayores de 18 años de edad”. En abril de 1916 la fórmula Conservadora mediría sus fuerzas en elecciones libres y limpias contra los Demócratas- Progresistas, los Socialistas y los Radicales. Casi 745.000 hombres acudieron a votar, muchos de ellos por primera vez. Pocos para un país de algo más de 7.000.000 de habitantes pero es bueno recordar que no pudieron sufragar los residentes en La Pampa, Chaco, Formosa, Jujuy, Salta, Catamarca y toda la Patagonia por ser estas regiones, todavía, territorios nacionales y no provincias. Sin embargo, y más allá de tantas trabas burocráticas, las elecciones se llevaron adelante con relativa normalidad y finalmente la alianza gobernante fue desalojada del poder. Con casi el 45% de los votos Hipólito Yrigoyen fue elegido presidente con el aval de las urnas, que por primera vez en nuestra historia habían sido escuchadas. Asumiría su cargo el 12 de octubre de 1916, hace un siglo exacto por estos días, en medio de una multitudinaria manifestación que lo acompañaría ruidosamente festejando por las calles.
De tal magnitud fue la presencia popular en las calles ese día que el primer mandatario, visiblemente conmovido por la situación reinante, decidió improvisar un discurso desde los balcones de la casa de gobierno y frente a una plaza de mayo rebalsada.
La muchedumbre lo escuchó y lo ovacionó durante su breve pero emotivo mensaje.
Ese día nuestro país estaba empezando a cambiar para siempre… el “demos” y el “kratos” se fundían en el mismo barro sagrado de la historia de los pueblo libres. Ya no sólo hablarían las urnas, también hablarían las calles.

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Primavera negra

Luego de la catastrófica derrota de Curupaytí, la estrella política de Bartolomé Mitre emprendió un lento pero continuo ocaso. Relevado del mando del ejército invasor por pedido expreso de la corona de Brasil y el embajador Británico, cuestionado por los oficiales argentinos que regaban con su sangre el campo de batalla y acosado por la aparición de brotes de insurrección federal en algunas provincias del interior; el futuro fundador del diario La Nación emprendió el regreso a Buenos Aires.

El tramo final de su mandato se vio atravesado por el fortalecimiento de una nueva corriente política al interior de la alianza gobernante. Los viejos caudillos del interior se habían reconvertido a la institucionalidad surgida post-Caseros y ahora lucían orgullosos sus cargos de senadores provinciales, diputados, jueces de paz o gobernadores. Este viejo patriciado del interior podía ser federal urquicista, liberal, ex rosista o unitario pero, tenía un principio ideológico que los abroquelaba: eran furiosamente anti-porteños. Esta corriente crítica fue la que logró imponerse en las elecciones de 1868 que llevaron a la presidencia de la república a un ex-gobernador cuyano: Domingo Faustino Sarmiento.
Periodista, escritor prolífero, exilado político durante el gobierno de Rosas, investigador curioso de las ciencias naturales, modernista fanático inspirado en las ideas de Darwin y Spencer, Sarmiento se hallaba en misión diplomática en Estados Unidos cuando se produjo la elección que lo llevó al sillón de Rivadavia. En una época donde sólo se permitía el voto a varones mayores de edad, letrados y que contaran o con título de propiedad inmueble o certificado de trabajo estable, la participación en los comicios orillaba el 2% de la población total. ¿Cómo había logrado imponerse un candidato que ni siquiera estaba en el país para hacer campaña?... La respuesta es obvia: la “Liga de Gobernadores” mediante el fraude, la coacción y las prácticas clienterales derrotaron al aparato del mitrismo.
Durante sus seis años de gobierno (1868-1874) Sarmiento debió finalizar la Guerra de Paraguay para lo que recurrió a la deportación masiva de gauchos y negros (esclavos y libertos) que engrosarían las interminables listas de anónimos caídos. Como esa práctica de enrolamiento compulsivo de los sectores más pobres causó levantamientos en el interior, Sarmiento encaró un profundo plan represivo de los caudillos federales. Estando el Ejército argentino ocupado en la guerra de exterminio contra los pueblos originarios, se decidió tercerizar la represión estatal por lo cual se contrataron mercenarios uruguayos vinculados al partido colorado para derrotar, atrapar y degollar a caudillos como el Chacho Peñaloza.
La famosa expresión de “no economizar sangre de gaucho” que Sarmiento escribe en una carta dirigida a uno de sus jefes militares no era sólo un recurso poético. La barbarie americana debía ser cortada de raíz y suplantada por una nueva “raza más apta para el comercio, las artes y las industrias “.
De allí, que fuera también durante su gestión que Argentina asumiera su perfil de país receptor de inmigrantes europeos, no por altruismo sino porque era necesario suplantar la barbarie local por la civilización importada. Inclusive su gran aporte a la extensión de la escolaridad primaria (como presidente primero y como director general de escuelas después) también obedecía a un proyecto político claro: argentinizar a los hijos de los inmigrantes recién llegados para integrarlos a una identidad nacional en formación.
El final de sus días lo encontrarían enfrentado con Mitre, acusando a la Iglesia de retrógrada y oscurantista, denunciando el latifundio en manos de esa oligarquía que “huele a bosta de vaca“ y reivindicando desde sus escritos el “exterminio de todo los paraguayos mayores de 12 años“.
Curiosamente allí, en la capital del país que había ayudado a destruir, moriría un 11 de septiembre de 1888 sólo acompañado por su joven amante.
Diez días después sus restos llegarían en vapor al puerto de Buenos Aires para ser recibidos por un nutrido grupo de estudiantes del colegio Nacional Buenos Aires que habían logrado fugar de clase declarando de hecho el primer “día del estudiante“.
El padre del aula no puedo verlo, pero en su nombre los estudiantes hicieron una rateada histórica.

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El piloto de tormenta

Uno de los mayores éxitos que han demostrado nuestras clases dominantes, fue la de convencer a un número creciente de compatriotas que la economía es algo complejo y por lo tanto ajeno a la comprensión popular.

El ama de casa, el jubilado y el trabajador que todos los días realizan transacciones comerciales, producen riqueza (en forma de bienes o servicios) y consumen parecen sentirse desvinculados de ese mundo de saberes que los entendidos llaman grandilocuentemente “economía “. Así, logran convencer a amplios sectores de la población, que “los precios de los alimentos suben“ de manera mágica y totalmente independiente de los grandes productores agrarios, los supermercados y los exportadores. El precio de la góndola que hiere el bolsillo de los sectores más pobres no es, entonces, el resultado de la capacidad de los grupos económicos concentrados de imponer sus intereses sino una fatalidad del “destino argentino que nos condena a la inflación continua “. Una economía “fetichizada“ es necesaria para esconder el rostro, los nombres y los apellidos de los que se benefician con el perjuicio de las grandes mayorías. Pero… ¿Habrá sido así desde siempre?...Veamos.
A partir de 1880 nuestro joven Estado estructuró un modelo económico basado en la agroexportación. Los trenes, que surcaban el extenso territorio argentino, hacían confluir en el puerto de Buenos Aires el azúcar tucumano, el algodón chaqueño, el tanino santafesino, la lana patagónica y las carnes de la pampa húmeda. Desde allí, y casi sin ningún agregado de valor industrial se embarcarían rumbo a la tan lejana y querida Inglaterra desde donde volverían meses después transformados en bebidas alcohólicas, tejidos, marroquinería y vestimentas. El “granero del mundo “ podía sólo podía funcionar importando arados, locomotoras y alambrados “made in England”. Este modelo de crecimiento económico vinculado al mercado interno encierra en sí mismo una grave contradicción: la desigualdad de los términos de intercambio. Mientras los precios de los productos primarios permanecen estable, pues le trigo o la carne siempre serán trigo o carne, las manufacturas tienen una tendencia alcista púes son cada vez de mejor calidad. Al mismo tiempo Inglaterra obligaba a sus colonias, Australia e India, a producir lana y algodón respectivamente para regular el precio internacional de esos productos logrando una lenta pero continua caída en los valores de las materias primas. Si Argentina producía únicamente materias primas que vendía a un único comprador que además tenía vendedores alternativos que competían con nuestros productos la única forma de vender era bajando los precios. Así desde mediados de la década de 1880 nuestro comercio internacional fue deficitario púes exportábamos productos baratos en pesos e importábamos productos caros en libras. Ese déficit se cubría, obviamente, contrayendo deuda externa con los propios ingleses. Muy rápidamente el Estado se encontró, al no tener control sobre su política monetaria, con un déficit comercial enorme que decidió cubrir con más deuda externa y emitiendo dinero sin respaldo al mismo tiempo que se profundizaba la matriz agro-dependiente de la economía. Sólo cabía esperar un único resultado. En 1889 se desató la más violenta crisis hiper-inflacionaria de nuestra historia. Los precios subían de forma acelerada y los salarios perdían capacidad de compra. Las pocas industrias locales cerraban sus puertas despidiendo a miles de trabajadores lo que retraían más el consumo. Por primera vez había hambre y desabastecimiento en el granero del mundo. La explosión revolucionaria del 26 de julio de 1890 fue la materialización política de la crisis económica. Acorralado por una situación social inmanejable el presidente Juarez Celman debe renunciar para ser reemplazado por su vice: Carlos Pellegrini. El 7 de agosto de 1890 en su discurso de asunción pronunciado frente al Congreso y ante la severa mirada de Julio Roca dijo: “Pobre de aquel país que le confía su economía a las nubes”. A partir de allí, y a pesar de pertenecer a las más rancia oligarquía patricia de nuestro país, el gobierno decidió intervenir fuertemente en la descompresión de la crisis. Se creó el Banco Nación gracias a un “aporte de varios millones de pesos que el presidente exigió a las familiar más prósperas de Argentina”, se frenó el ingreso masivo de productos industriales y se apostó al desarrollo agro-industrial. Los vinos, los aceites, los molinos y los tambos serían fomentados por el Estado y protegidos de la competencia externa. Si bien ninguna de estas áreas afectaba en lo más mínimo los intereses británicos no es menos cierto que Pellegrini encarnó un primer intento de diversificación económica en nuestro país. Dos años después terminaría su mandato y entregaría la banda presidencial al nuevo mandatario elegido por el sistema de fraude del cual él mismo era parte. El “padre de la industria nacional” o el “piloto de tormenta” como lo llamaban sus adherentes viviría sus últimos días en el aislamiento político al que lo condenó Roca. Un siglo después, en 1991 y tras otra crisis económica, su rostro sería el que ilustraría los recientemente creados billetes de un peso. La foto publicitaria de Domingo Felipe Cavallo mostrando el billete nacional junto al dólar inauguraba la hoy reciclada etapa de desindustrialización nacional llevada adelante por el neoliberalismo criollo. Carlos Pellegrini asesinaba el “made in Argentina”.

¿Es fácil mentir y cómodo aceptar que nos mientan?

Muchas veces se recurre, en la historia, a la formación de reglas memotécnicas que nos permita retener datos que consideramos importantes. Así “Mitre, Sarmiento y Avellaneda son tomados como una misma unidad histórica” que repetimos como si fuera la línea defensiva de Platense del ´69 o el “ser nacional“ es utilizado como una gran categoría homogénea que nos impide diferenciar las múltiples identidades pre-existentes que lo conforman.

La historia debe de estar al alcance de todos y todos debemos y podemos comprenderla, pero para ello debemos huir de las explicaciones sencillas. Nada es más fácil que mentir y nada es más cómodo que aceptar que nos mientan. La llegada al poder presidencial de Julio Argentino Roca es aceptado como la entronización política de la oligarquía terrateniente que hasta entonces “sólo monopolizaba el poder económico“ de nuestro país degradado a la categoría de “granero del mundo”. Desde 1880, y por varias décadas, el roll de patrones y los ciudadanos conformaban una infinita peonada disciplinada a fuerza de represión policial y explotación laboral. Las montoneras federales del interior profundo y la germinación de los primeros sindicatos obreros fueron, aún con sus límites, valientes formas de resistencia popular ante el poderoso régimen oligárquico conservador vigente. Ahora bien, al interior de la propia casta dominante, existían líneas divergentes en cuanto a los mecanismos de dominio que debían aplicarse para asegurarse el control social.
La Iglesia católica, los hacendados del interior y el viejo patriciado parasitario que vivía de la renta agraria aspiraba a un mante-nimiento perpetuo del “status quo” a fuerza de aumentar los mecanismos represivos del Estado, asegurarse la no extensión del derecho al voto y reafirmar los valores tradicionales de la familia patriarcal, la jerarquización social y la espera paciente de la felicidad prometida en el “reino de los cielos”.
Los intelectuales, el nuevo ejército, la burguesía enquistada en la administración de la burocracia estatal y el incipiente empresariado criollo pretendían aplicar un programa, aunque igualmente represivo, modernizador del Estado centrado en la diversificación económica, el librecambio y la importación de mano de obra calificada de Europa. Ahora bien ¿Cómo asegurarse que estos miles de trabajadores que llegaban del viejo mundo aportaran sólo su disciplina laboral y no las arraigadas ideas socialistas y democráticas con las que se habían formado? El sector más lúcido del grupo dominante encontró la respuesta. El 26 de abril de 1884 se sancionó la Ley 1420 que garantizaba la escolarización gratuita, laica y obligatoria para todos los niños de 6 a 14 años de edad en todo el territorio nacional.
La escuela, con sus rituales, sus maestras normales, sus pruebas estandarizadas, sus boletines de calificaciones y su sistema disciplinario aparecía entonces como un derecho de los ciudadanos al acceso al conocimiento y como un instrumento de coerción social del Estado que “argentinizaba a la fuerza a los hijos de los inmigrantes y los descendientes de gauchos mestizos por igual“. El Estado oligárquico-conservador había creado su fábrica de ciudadanos disciplinados y obedientes.
El guardapolvo blanco de Jacinta Pichimahuida no se mancha. Nació manchado.

La piedra de Abril

Todos los Estados modernos, desde su creación en la Europa del siglo XV y XVI, se constituyeron en torno a un poder central que ejercía la autoridad política desde una cierta legitimidad. Primero fueron las monarquías católicas las que gobernaban basándose en la idea del “derecho divino” que sostenía que “Dios elegía a los reyes” que los súbditos debían obedecer en la tierra para así asegurarse “la entrada al reino del los cielos”. Luego, la Revolución francesa cambiaría todo y serían los “ciudadanos los que se gobernarían a sí mismos a través del sufragio y la elección de representantes”.

Las monarquías y las repúblicas fueron, entonces, formas distintas de organizar un mismo poder: El poder político. Si en el primer modelo la nobleza entendía al poder como una práctica endogámica púes siempre circulaba al interior de la misma familia, el segundo lo distribuía de una manera mucho más ampliada a todo aquel que ingresara en el concepto de ciudadano. Para finales del siglo XIX casi toda Europa occidental se había republicanizado y presionaba a las ex -colonias latinoamericanas para que las imitaran en su forma de organizar el Estado y el gobierno. Veamos que pasó.
Con la excepción de Brasil (que seguía aferrado a la medieval idea de la monarquía esclavista) toda América se declamaba republicana aunque de hecho tenía su propia nobleza vernácula: la oligarquía terrateniente. Ese patriciado parasitario dedicado al contrabando, el comercio negrero o la renta agraria habían sido parte tanto de la administración colonial como del proceso independentista y desde la década de 1850 eran quienes ostentaban los cargos de gobernadores, generales, jueces de paz o presidentes en nuestras jóvenes repúblicas independientes. Argentina, por supuesto, no escapó a esta dinámica. Aunque con marcados matices Urquiza, Mitre, Sarmiento y Avellaneda encarnaron gobiernos liberales y modernizadores desde lo económico y cultural pero, a la vez, profundamente conservadores desde lo político y social. Federal del interior el primero, porteño centralista el segundo, federal cuyano tan anti urquicista como anti mitrista el tercero y conservador unitario el cuarto; todos se consideraban republicanistas y modernizadores herederos del espíritu del progreso universal y los ideales de la revolución de mayo.
El viejo bi-partidismo de Unitarios y Federales habría de mutar en el Autonomismo porteño y el Nacionalismo liberal. Las oligarquías de cada provincia adherían a una u otra corriente política según sus intereses regionales o personales y negociaban el apoyo a tal o cual candidato presidencial mediante la “Liga de Gobernadores”. Fue así que luego del éxito militar que significó la llamada “Conquista del desierto “y el reparto de tierras entre las familias patricias que habían apoyado la expedición al sur patagónico, los dos partidos mayoritarios deciden fusionarse y conformar el Partido Autonomista Nacional. La oligarquía del interior profundo y el patriciado comercial porteño se fundían en un fraternal abrazo que “dejaba atrás los viejos desencuentros del pasado”. Mientras Sarmiento se oponía al acuerdo denunciado la vuelta del caudillismo federal y Mitre añoraba convertirse en el candidato de la unidad Carlos Pelegrini y Miguel Juarez Celman lograban que los gobernadores apoyen al nuevo hombre fuerte. Julio Argentino Roca, el “héroe del desierto” salía de las sombras a la luz del poder total.
Así, un 11 de abril de 1880 el aparto político de los gobernadores mediante la coacción, el clientelismo y el uso de la violencia policial logró una abrumadora victoria en unas elecciones dónde sólo votaron los varones mayores de 18 años, letrados y con certificado de trabajo; es decir el 3 % de la población total del país. Roca sería “elegido como el presidente democrático” de una república “ficcional” donde el poder no circulaba sino que se ramificaba uniendo las estancias ganaderas de la pampa húmeda, los ingenios azucareros de Tucumán o los latifundios ovejeros de la Patagonia con el puerto, la aduana y la Bolsa Comercial de Londres. El “roquismo” sería el ejercicio político de nuestra clase dominante hasta 1916 cuando la UCR iniciara el primer paso en el largo camino de la democratización de la república. Hasta entonces la piedra del 11 de abril sería ni más ni menos que la lápida de la república.

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Viejas y las nuevas resistencias

Una vez producida la derrota final de las tropas paraguayas a manos de los ejércitos de la Triple Alianza, los vencedores de esa guerra de exterminio se vieron en la difícil tarea de administrar su propia victoria. Así las cancillerías de Brasil y Argentina encararon un dificultoso proceso de negociación a fin de determinar quien de las dos potencias sudame-ricanas se impondría ante su ex –aliada.

Los recursos madereros y el potencial agrícola del extenso territorio paraguayo conocido como el “chaco boreal“ eran codiciados tanto por los parasitarios “facendados“ del Imperio de Brasil como por la oligarquía terrateniente criolla; y esperaban que sus respectivos gobiernos resolvieran este “conflicto de intereses“.
Con Paraguay diezmado poblacionalmente, obligado a pagar los gastos de la guerra y ocupado militarmente por las tropas brasileñas la cancillería argentina veía cada vez más difícil imponer sus intereses. El gobierno provisional de Cirilo Rivarola (un general paraguayo que peleó valientemente a favor de los invasores brasileros) intentaba finalizar los reclamos territoriales que desde Buenos Aires y Rio de Janeiro le exigían continuamente púes, la propia oligarquía paraguaya aspiraba a quedarse con esas codiciadas tierras. Fue así que un 3 de febrero de 1876 logró firmar un tratado de límites con el gobierno de Nicolás Avellaneda reconociendo el río Pilcomayo como “límite natural “entre ambas naciones. El mismo tratado establecía que el codiciado “ chaco boreal “sería dividido en dos regiones puestas a “arbitrio de una autoridad ecuánime de reconocido prestigio internacional”, es decir el presidente de Estados Unidos. Rutherford _Hayes en su papel de presidente imperial determina que una de esas regiones permanecería bajo administración paraguaya mientras que la porción mayoritaria pasaría a integrarse al territorio de Brasil. El fallo arbitral norteamericano, que a simple vista puede parecer una derrota a los intereses de la oligarquía argentina, permitió que el Estado nacional en manos de esa misma clase social pudiera avanzar hacia el hasta entonces desconocido monte chaqueño. Esa gran región, que incluía el norte de Santa Fe, Chaco y Formosa, aún se encontraba dominada por las poblaciones originarias de lengua Q´Om tales como matacos, abipones y tobas. Miles de hectáreas sin dueño esperaban a que “las fuerzas de progreso y la modernidad “explotaran su riqueza dormida. Los centenarios quebrachos ignoraban su destino de transformarse en los durmientes del tendido ferroviario para los trenes británicos tanto como la tierra colorada no sabía que pronto iba a ser parcelada en infinitas estancias algodoneras para abastecer las fábricas de ropa inglesas.
Es en ese contexto que el gobierno nacional autoriza la fundación de la “Colonia Resistencia” el 2 de febrero de 1878 en el centro del “territorio chaqueño del sur del río Pilcomayo”. Más de 50 familias de colonos italianos serían favorecidos con tierras fiscales y un permanente emplazamiento militar se asentaría para “asegurar la integridad de los recién llegados“.
El nordeste argentino había sido incorporado violen-tamente al capitalismo agroexportador de finales del siglo XIX. Los recursos naturales serían explotados, la tierra privatizada y los pueblos originarios proletarizados a la fuerza.
El desierto verde del norte ya había sido conquistado.

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El sueño de la Patria Grande…

Desde el inicio de nuestros procesos revolucionarios, entre 1810 y 1820, nuestras elites debatieron sobre el lugar que nuestra joven nación debía ocupar en el mundo.
Si para nuestras minorías portuarias, Argentina debía ser entendida simplemente como una gran periferia bárbara de la ciudad y su aduana para el patriciado conservador del interior Buenos Aires y su puerto eran la puerta de entrada y salida al comercio británico.

Ambos sectores que diferían en su visión geopolítica pero coincidían en sus intereses de clase y sus representaciones ideológicas. La disputa entre Unitarios y Federales era, entonces, la forma que tomaba la lucha por la hegemonía al interior de los grupos dominantes. En la base de la sociedad la derrota del artiguismo dejó a los sectores populares huérfanos de un proyecto político propio y los obligó a refugiarse en las esporádicas insurrecciones federales del interior profundo o en el paternalismo ganadero de Rosas o Urquiza. Así, el sueño del Protector de los Pueblos Libres de construir una gran federación sudamericana de base popular terminó reduciéndose al regionalismo federal de subsistencia de mediados del siglo XIX. La llegada de Mitre y Sarmiento a la presidencia, el retiro de Urquiza al ostracismo de sus estancias infinitas y la profundización de la dependencia económica con el imperialismo inglés sellaron la suerte de nuestro destino. La patria grande se había fracturado para siempre.
Tal vez por eso, promediando el gobierno de Mitre, estalló en el lejano cuyo una revuelta popular acaudillada por un conocido montonero urquizista llamado Felipe Varela. Este jefe popular había forjado su prestigio enfrentando primero a Rosas y luego a Mitre por considerarlos a ambos expresiones del “centralismo porteño” que ahogaba política y económicamente a todo el interior. Como muchos otros federales, Varela, vio en Urquiza al heredero de las luchas populares del federalismo anti-porteño y por eso no entendió la actitud del Supremo entrerriano que ahora llamaba a los gauchos federales a alistarse bajo las órdenes de Mitre para pelear contra Paraguay. ¿Unirse al liberal pro-inglés que derrotó a Urquiza en Pavón? ¿Aportar las lanzas federales para invadir un pueblo hermano bajo las órdenes del patriciado porteño y del Imperio de Brasil? ¿Olvidar las violentas represiones sufridas por los caudillos en manos de la milicia mitrista?...Todo esto sólo podía tener una única respuesta.
El 6 de diciembre de 1866 Felipe Varela lanza su famosa proclama llamando a la sublevación popular contra el gobierno nacional. “Ser porteño es hoy ser ciudadano exclusivista; y ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad y sin derechos. Esta es la política del gobierno de Mitre. (…)Soldados federales!... Nuestro programa es el de la práctica estricta de la Constitución, el orden común, la paz y la amistad con Paraguay y la unión con todas las demás Repúblicas Americanas. Vuestro Jefe y amigo Felipe Varela los invita a recoger de los campos de batalla el laurel de la victoria de los pueblos o la muerte…” Así se convocaban, una vez más, los sectores populares para enfrentar con lanzas y ponchos colorados al ejército nacional que Mitre ya había convertido en la guardia pretoriana de la clase dominante. La rápida extensión del polvorín montonero logrará hacerse del control territorial de casi todo cuyo pero la decisión de Urquiza de no apoyar el alzamiento y la compra por parte de Mitre de miles de fusiles automáticos Remington terminan por volcar la balanza. La derrota militar en Pozo de Vargas en abril de 1867 llevó a Varela y su ejército al exilio boliviano desde donde volverá años más tarde a intentar nuevamente la revolu-ción federal, enfrentando ahora al gobierno de Sarmiento. Su derrota militar en Salta, en enero de 1869, marcaría el fin de su vida política. Luego vendría el melancólico destierro chileno y su muerte al año siguiente a los 49 años de edad. El ideario de Bolivar, San Martín y Artigas moría con él. La unión de los pueblos americanos perdía a su último soldado. Años más tarde el historiador Jorge Abelardo Ramos iniciaría su famoso “Revolución y contrarrevolución en Argentina” reflexio-nando sobre la Patria Grande que no puedo ser, escribiendo: “Somos un país porque fracasamos en el proyecto de ser una Nación”

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