Notas con memoria y recorrido

Un espacio que recorre Graciela Furno 

AL SUR

Acabábamos de entrar a una especie de escena que mezclaba el suspenso con la ciencia ficción. La niebla de la madrugada envolvía las pocas figuras que se adivinaban alrededor. Teníamos que encontrar el hotel en ese destino desconocido y esperado. Carhué era, hasta ahora, simplemente eso: un destino que habíamos elegido, casi al azar, salvo por las imágenes de Epecuén, que había visto en algunas oportunidades y me habían dejado entre maravillada y absorta. Mezcla de escenas posapocalípticas con destellos de vida serena y agua: la actriz principal de la comarca.
Logramos encontrar el alojamiento en medio de las tinieblas. Pudimos descansar.
Carhué es una ciudad de campo, diseñada alrededor de varias calles con boulevard, una plaza dividida en cuatro partes, que componen un parque. El edificio de la municipalidad, obra del arquitecto italiano Francisco Salamone, se erige estoico y bastante envejecido frente a la plaza. Es la ciudad cabecera del distrito de Adolfo Alsina, al sur de nuestra provincia, lindero con La Pampa. Región de zanjones, frontera con el indio.
Su gente es amable, calma y generosa.
No escatiman ningún detalle cuando surge el relato de la inundación del año '85. Con una pregunta cualquiera, se desenrolla una serie de recuerdos plena de información, reseñas, fechas, que refleja no pocas penurias.
La gente del hotel también es muy amable, servicial y comunicativa.
Pasada la ola de tinieblas decidimos ir a recorrer Epecuén para conocer exactamente el lugar de la inundación. No habiendo transportes (un taxi habría costado un dineral), decidimos alquilar bicicletas para recorrerlo. Y allí fuimos.
Pedaleamos hasta llegar a las márgenes del lago, en un día bastante frío, cargando mate y algo para comer. El recorrido costero permitió ver los primeros árboles secos, teñidos de blanco, seguramente por el salitre del agua, que contiene diez veces más sal que la del mar. El paisaje comienza a ser (otra vez) posapocalíptico. A lo lejos, ya en el lago, que ese día tenía poca agua, se veían colonias de flamencos rosados y blancos. De a poco nos fuimos acercando a lo que fue la Villa Epecuén, hoy declarado sitio histórico. Al ingresar una no puede relacionar esa foto más que con una guerra, o un terremoto.
Un lugar que supo ser una villa turística, con varios hoteles, comercios, confiterías, viviendas, convertido en escombros…nada se pudo rescatar después de la invasión del agua, que se instaló allí por veinte años y llegó a una altura de nueve metros.
Todos sus habitantes tuvieron que emigrar a Carhué y nadie pudo volver. Nada quedó del brillo turístico, del disfrute de las piletas con un agua comparada con el Mar Muerto, por la cantidad de sal y minerales, donde se flota naturalmente una vez sumergido en ella.
Sólo un habitante, a unos trescientos metros de la villa, decidió no dejar su casa, sus animales, su hábitat. Tiene noventa y tres años Don Pablo Novak y aún vive allí, asistido por sus hijos.
Volvimos pedaleando y pensando en el antes y el después de la tragedia. Escombros, desolación, pasado…
Otro rincón de nuestra provincia que esconde y, a la vez, muestra un pedazo de Historia y muchas historias para crecer.     

Palabras que asoman
y cuentan

Magda Lemmonier recorta palabras de los diarios, palabras de todos los tamaños, y las guarda en cajas. En caja roja guarda las palabras furiosas. En caja verde, las palabras amantes. En caja azul, las neutrales. En caja amarilla, las tristes. Y en caja transparente guarda las palabas que tengan magia.
A veces, ella abre las cajas y las pone boca abajo sobre la mesa, para que las palabras se mezclen como quieran. Entonces, las palabras le cuentan lo que ocurre y le anuncian lo que ocurrirá.

Eduardo Galeano

El túnel que conduce a los pabellones, esta vez fue un fuerte gancho para la emoción, un toque de fibras que hacía volver para atrás en la memoria, la vida, aquellos momentos o eventos donde una había sido testigo o partícipe, o ambas cosas. Las cuarenta gigantografías de los reporteros gráficos sellando los cuarenta años de democracia me resultaron un viaje conmovedor de principio a fin. Por la memoria, por la calidad de las fotos, por las víctimas, por las alegrías y las tristezas, por los nietos, por los pasos dados. La feria del libro es un evento cultural y comercial, lo sabemos; como tantos otros eventos culturales y comerciales a los que solemos concurrir. Pero conviene centrarnos en lo cultural, si no, entraríamos en un laberinto más complicado que la recorrida por los distintos pabellones, asunto que si una no lo programa, aunque sea sintéticamente, termina transformándose en un viaje agotador. Por eso, conociendo todo eso, esta vez me propuse visitar sólo algunos stands y, ya que estamos en medio de una crónica (o algo parecido) conseguir un libro de crónicas africanas, que estoy degustando de a poco, saboreando lentamente los exóticos países, culturas, situaciones, paisajes de un continente tan lejano, geográfica e históricamente, y, al mismo tiempo, tan cercano.
Azul, verde, amarillo, ocre, rojo se suceden, (como las cajas de Magda), con sus cúmulos de relatos, novelas, poesías y textos de todo tipo, un show para disfrutar, hojear, leer, paladear. Arte desarmado en letras, armadas en palabras, construyendo relatos como casas. Los pies se cansan, pero los ojos no.
Entre el sabor de las historias africanas y la poesía de Idea retorno al multitudinario vagón del San Martín que me devolverá a Hurlingham para seguir descubriendo palabras.

Momentos de arena

Piedra sobre piedra, salteo breves cascadas, coros de aves, vuelos repentinos, bandadas corpulentas que apuntan al cielo, giran, flamean, planean, buscan y vuelven, para quedar asombrosamente detenidas, estáticas, pétreas sobre la arena húmeda y endurecida del médano que no cede un gramo de su lomo. Sólo sube y se expande hacia sus lados, enmarcando las olas que, más atrás, o más adelante, buscan romper la tarde.

Cuando terminó de caer la luz, volví al pueblo, atravesando el pasadizo submedanal. Llegué al otro lado, empujé la arena en la que mis pies se hundían despreocupados y densos. Salpiqué el aire con los granos secos, apuré el paso y me detuve ante una hilera de eucaliptus antiguos y fuertes, que suspendían el clima marino por un instante. La noche se asomó certera y las callecitas del pueblo arenoso y empedrado se convertían poco a poco en una luz tenue e indefinida, abrillantada en trozos por la luna que vagabundeaba entre los árboles más espesos.

Me encontré brevemente con el pescador, que prometió una pieza recién salida del mar, para que yo pudiera asarla a mis anchas y a mi gusto.

El pueblo no tiene más de veinte o treinta cuadras, plantado entre un par de diagonales. Son pocas las casas, distanciadas entre sí, sencillas, sin esplendores. Volvimos a caminarlo varias veces, y a caminar sus playas otras tantas. Cómo se explica el mar?... Cómo se llega al lenguaje de las aves?... Cómo se atraviesa el espacio de viento?...

Al día siguiente volvimos en busca del pescador, que , esta vez sí, tenía la pieza prometida: una corvina gris, plateada, tornasolada, de carne muy blanca, que sería nuestra cena esa noche. Y así fue.
El tornasol se volvió carbón, las escamas trozos de papel, y su carne nos alimentó generosamente.
El regreso fue calmo, recorredor de pueblos terrosos y añejos. La llegada descansada.
Volver? Tal vez…     

Cruzar el charco

Por Graciela Furno

Como en los sueños, el tambor
suena en la noche.
En las Américas, las
sublevaciones de los esclavos
se incubaban de día, al golpe
del látigo, y estallaban de
noche, al golpe del tambor.

Eduardo Galeano

No recuerdo si era la primera o la segunda vez que “cruzábamos el charco”. El Eladia Isabel aparecía como un gigante sereno que, a paso de tortuga recorría ese gran callejón amarronado y dulce que nos separa de (o nos une a) Uruguay. Con más horas de micro llegamos a Montevideo. Era el fin de semana de “Llamada”. Momo ya se había desperezado y los tambores empezaban a templarse.
Nuestra ingenuidad aventurera nos había hecho decidir ir a la noche de llamada sin tener entradas, pensando que queríamos verlo desde el llano. Cosa que nunca sucedió porque la multitud de visitantes, (sobre todo extranjeros) era abrumadora. No pudimos ver casi nada…sí oir los parches. Más tarde, en el hotel, lo vimos por TV…patético lo nuestro…sobre todo cuando nos descubrimos con varios “mirá quién está”, al verlo a Daniel Viglietti apreciando el espectáculo desde las gradas.
Pero un tropezón no es caída! Al día siguiente, fuimos a Atlántida, una playa blanca, donde aún no se asoma el mar, pero nosotras creímos que sí.
Volvimos en un micro donde pudimos apreciar la calidez y amabilidad de los uruguayos, escuchando historias de vida y de viajes, en una pequeña comunidad viajante que se había armado en los primeros asientos, donde todos, incluido el chofer, contaban sus destinos, procedencias, expectativas, gustos. También había una nena, de unos nueve años, que viajaba sóla, con una cajita. Ya anochecía. En medio del camino pidió descender en el cementerio de animales…
Llegamos a la ciudad y fuimos directamente al Teatro de Verano, así, en ojotas y arrebatadas por el sol de la tarde. Nos acomodamos y allí comenzó un gran disfrute al ver, oir, gustar, oler murgas, parodistas, lubolos, todos mostrando sus mejores talentos y entremezclando con el público colores, lentejuelas, paisajes pintados en sus caras, brazos revoleándose y risas dibujadas y reales.
Llegó el domingo, día que debíamos regresar. No podíamos dejar de dar una pasada/mirada a la tan mentada feria de Tristán Narvaja. El calor agobiante, que pronto trepó a los 40 grados, no detuvo el recorrido de tan llamativo, novedoso, emocionante, latinoamericano emprendimiento. Desde objetos en desuso que todos tenemos en nuestras casas hasta valiosísimos libros, joyas, material político, todo estaba en Tristán Narvaja. A medida que se acercaba el mediodía, las gotas de sudor brotaban junto con las novedades y nuestro asombro.
Ya a la tarde comenzamos el regreso a Buenos Aires, buscando los huecos por donde salía el aire fresco en el barco. No era fácil encontrar platea para ese show!
La noche comenzó a invadir cada rincón, permitiendo filtrar solo algunos charcos de luna. El impiadoso calor veraniego fue empujado suavemente, sin ofrecer resistencia. De pronto las luces porteñas comenzaron a vislumbrarse titilantes y lejanas.
Otra vez en casa. Por supuesto, pensando en volver… 

Ellas y yo

Por Graciela Furno

Días pasados fui a escuchar, mejor dicho a “degustar” un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional. Cuando volví, ya descansando, seguía maravillada recordando los violines y su dulzura. Casi entrando en la primera fase del sueño, apareció el siguiente diálogo. Confío en que descubrirán quiénes hablan, quiénes son “ellas” y quién es “yo”.
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P_ Buenas noches. Hoy quiero pedirles, especialmente, que sean lo más suaves posible conmigo. Como cuando pasan las nubes. Como vapor que se esfuma.
MD_ No recuerdo que hayamos sido bruscas alguna vez.
MI_ En lo que a mí atañe, a veces debo ser un poquito más intensa. Ud. Sabe, si no, se pierde la intención.
P_ Sí, sí, entiendo, por supuesto.
MD_ Nuestro dueño se está acomodando en el taburete y ya empieza a aflojarnos los posibles nudos. Uno por uno. Ay! Parecía que iba a quebrarme el meñique.
MI_ Claro, estuvimos quietas varios días, llevando y trayendo partituras o aburriéndonos en los bolsillos.
P_ Amigas, amigas. No lo tomen a mal. Hoy estoy un poco más sensible que de costumbre porque acaba de irse el afinador. Y cada vez que viene, mis cuerdas quedan doloridas, susceptibles. Aunque también los movimientos se hacen más plásticos y disfruto mucho más de mi sonido. Me imagino que ustedes también.
MD_ No se preocupe. Seremos cuidadosas. De todos modos, la sonata es breve.
Eso sí! ¿ Escuchó últimamente los bemoles? Espero que el afinador los haya arreglado. Algunos sonaban huecos, oscuros, opacos.
P_ Me parece que quedaron con más brillo.
Una sonata! Qué bueno! Estaré a mis anchas! Las notas van a revolotear desde mis cuerdas y el aire se llenará de reverberancias. Después las ventanas dejarán escapar algunos sonidos hacia el exterior para que otros se deleiten con ustedes y conmigo.
MD_ Estamos preparadas.
P_ Un momento. Tengo que respirar hondo…hondo… Ya estoy casi listo.
MD_ Ufffffffff
MI_ Qué viejo cascarrabias! Preparate para cuando toquemos la Novena de Beethoven! 

A la mar!

Por Graciela Furno

…suenan las carcajadas de las gaviotas. Las barcas están descargando peces y sucedidos.
Uno de los pescadores…se estruja la cabeza, y arrepentido gime. Había atrapado un pargo de buen tamaño, pero el pez señaló hacia atrás con una aleta, y dijo: “Ahí viene otro, mucho más grande que yo”. Y él le creyó, y lo dejó escapar…
Eduardo Galeano

Se los suele ver haciendo una hilera frente al agua, como formando una barrera inamovible de contención, para que ni el agua ni el viento la traspase. Y ellos manteniéndose firmes, sosteniendo la caña que, con suerte, traerá algunas alegrías. Llegan muy temprano; si es posible, de madrugada. Algunos son expertos conocedores de mareas, horarios, épocas del año en que aparecen cardúmenes de distintas especies. Muchos dicen que cuando hay tormenta es mejor; entonces van equipados contra viento y marea.
Sí, estoy hablando de los pescadores. Estos hombres, sin embargo, solitarios e infinitamente pacientes, profesionales o no, que lidian con la naturaleza cuando se aventuran a un día de pesca.
Los hay quienes van acompañados por su compañera, compartiendo mate y silencio. Sólo salpican la noche las olas del mar o el golpeteo del agua contra el muelle. Algunos utilizan las horas de espera para pensar…
A veces se internan en embarcaciones pequeñas para alcanzar las aguas más profundas, con redes o anzuelos. Salen con la luna y vuelven con el sol. Sólo ellos pueden oir la música del fondo del mar, el cuchicheo de los moradores de profundidades, entre algas y piedras. Sólo ellos saben cuándo es el momento de decidir la suerte de los habitantes del agua.

LUNA

Por Graciela Furno

Calles blancas, calles blancas
…Siempre ha de haber luna cuando
por ver si la pena arranca
ando
y ando…
Pablo Neruda

Alguien, alguna vez, vio una luna que responda a una forma geométrica no redonda u ovalada, con sus más y sus menos, excepto las crecientes y menguantes? A ver, repasemos las figuras geométricas conocidas: círculo, cuadrado, rectángulo, triángulo, rombo, pentágono, etc.
Fernando Sabino fue un periodista y escritor brasileño, amigo y colega de Vinicius, que ha viajado y vivido en diversos lugares del mundo. Hace poco estuve releyendo un libro suyo que compila cincuenta crónicas de la vida cotidiana.
Me brotó una sonrisa involuntaria al leer “A lua quadrada de Londres” ( La luna cuadrada de Londres). Se imaginan? Una luna cuadrada!
Comienza describiendo magníficamente una noche londinense de invierno. Según el texto …” noche de vampiros, de lobizones, de asesinos, de Jack, el destripador.” Cuenta que él apuraba el paso para llegar lo antes posible a su morada porque temía que esa noche fría y densamente nubosa lo tragara para siempre. Y que, al disiparse la niebla, apareció la luna…cuadrada!
Por supuesto, que, además de ser poético ( Sabino lo es en muchos de sus relatos), pensé que estaría un poco entrado en copas. Y, a partir de ahí, traté de imaginar esa luna de distintas formas, además de cuadrada. Qué bueno sería que, en lugar de cuartos menguantes y crecientes tuviéramos lunas triangulares, cuadradas, rectangulares, también redondas, ¿ por qué no? Cuánta poesía ha inspirado ese astro brillante que vemos a veces en nuestro pedacito de cielo! Cuántas leyendas!
Cuántas fotos hemos visto y sacado de ella, esperando quién sabe qué mensaje misterioso, dejándonos iluminar nuestros espacios al aparecer llena. Cuánta magia le adjudicamos! Y cuánta influencia sobre la Naturaleza!
Habrá sido la imaginación de Fernando Sabino?
Tendría algún problema visual? O será que, en algún momento esa luz que tanto ha inspirado a todos nos brindará una sorpresa y cambiará de forma?
A partir de ahora, me dedicaré a mirar más a menudo hacia arriba, en ese momento en que aparece anaranjada e inconmensurable detrás de pinos, eucaliptus y árboles añosos que pueblan mi mirada. 

La llegada

Por Graciela Furno

…dónde has estado mi hijo triste de los
ojos azules? …He tropezado en las laderas de
doce montañas brumosas, he caminado y me he
arrastrado por seis autopistas convulsionadas,
…he estado frente a una docena de océanos
muertos,…y es una fuerte, fuerte lluvia la que
va a caer.
Bob Dylan


Alicia permanecía sentada junto al balcón. Desde allí la vista podía viajar serenamente, sobrevolando los añosos eucaliptus. Los aromas matutinos que provenían de los alrededores envolvían la atmósfera . Una gama de verdes inundaba las voces, los ojos y los primeros movimientos de la mañana.
El murmullo matinal comenzaba a crecer desde las esquinas. Alicia miraba, escuchaba y sonreía.
Paulatinamente se fue acrecentando el movimiento en las calles. El sol despuntaba detrás de la arboleda.
Los aromas recién amanecidos llegaban desde los alrededores.
Escuchó una voz que resonaba desde la planta baja. Era su hermano. Acababa de regresar de su viaje por el interior. Al reconocerlo, ella bajó rápidamente por las escaleras, abandonando su momento. Lo abrazó. “Estás más alto” le dijo, acariciándole la cabeza.
Se sentaron alegres en el porche, con un café. Ella abrió bien sus oídos para escuchar su relato . Sabía que sería delicioso.
El sol seguía creciendo.
Los hermanos también. 

Personajes

Por Graciela Furno

Recuerdan cuando les conté mi paso por Ecuador? Los otavaleños, con sus trenzas, poncho y sombrero; las mujeres y sus collares coloridos. De pronto me surgió la imagen de los campesinos, trabajadores con camisas y pantalones donde el blanco es lo predominante (supongo que seguirá siéndolo). El clima tropical arrastra colores claros y sombreros. Observando a uno de estos trabajadores yendo a su faena diaria imaginaba cómo sería su día…
Allá va.
Con su paso desprolijo y cansado, la camisa desordenada por encima del pantalón blanco; tropical, guajiro. El sombrero de paja, prestándole la sombra necesaria para atravesar los intensos verdes de su tierra.
El polvo seco del camino colándose por las alpargatas, que arrastran su cuerpo, esperando llegar al punto donde deberá asumir la tarea diaria, dura, pesada como roca, como su carga.
Al caer la tarde, finalizado el trabajo, deberá regresar a su casa, donde lo esperan los otros: los amores, los cotidianos, los pequeños y los adultos; los pares y los mayores. Recorrerá nuevamente ese camino polvoriento, pero ya con el alivio del sol guardándose y la frescura del intenso follaje comenzando a invadir el atardecer.
Al llegar a la casa, se sentará, eligiendo la parte más fresca, y comenzará a escucharse su voz, cantando lo que el día le dejó. 

El anciano permanecía la mayor parte del día en el rancho de adobe.

Por Graciela Furno

Aquí va una semblanza de otro personaje que podría representar a muchos otros de una vasta región de nuestro suelo. Hombre, paisaje y clima mimetizados, creando nuevos colores.

El anciano permanecía la mayor parte del día en el rancho de adobe.
Sentado sobre su quillango, en el suelo, piernas cruzadas, la mirada fija vaya a saber en qué tiempos, aromas, colores, manos.
Era el más viejo de la tribu. El más sabio.
Sólo a veces salía por las mañanas, desafiando al viento de la Puna, para ver a sus cabras. Aunque ahora se ocupaban los más jóvenes de esas tareas.
Cuando los más pequeños lo visitaban en su breve espacio, para alcanzarle una sopa o contarle algo que había sucedido afuera, en su rostro florecía una leve sonrisa, desanudando ternuras y durezas.
Un día a la semana toda la familia, que formaba parte de la tribu, se sentaba alrededor suyo, después de comer algunas papas con maiz, para escuchar alguna de sus historias.
Aquellos ojos despuntaban un brillo agudo, alegre y, a la vez melancólico, recordando y trasmitiendo enseñanzas.
La madre tierra se dibujaba perfectamente en los surcos de su rostro. El viento se leía en sus pómulos de piel gastada. El canto de las aves y el sonido de los árboles vibraban también en la mirada. Y cuando hablaba de su paisaje, de la montaña, un gesto adusto, de respeto y admiración, asomaba amplio y satisfecho.

Enmarcado por gruesos cabellos blancos, era el rostro del tiempo, de la tierra, de la naturaleza toda.

Al terminar su relato, siempre se quedaba quietito, con las manos apoyadas sobre el regazo y los ojos fijos, agrandados y viejos, trayendo a sus ancestros desde lugares remotos.
Al finalizar el día, el descanso le aplanaba la piel, entornaba los ojos y traía a sus poros toda la historia de su gente, para cuidarla en ese sueño desértico y tremendamente humano. 

Volare…oh oh

Por Graciela Furno

Hay un elemento del que nunca he hablado en esta suerte de crónicas viajeras que vengo compartiendo con ustedes: el medio de transporte. Nunca atravesé el aire, salvo una vez. Pero el aire admite distintas formas de traslado.
Hoy voy a achicar al máximo mi radio de movimiento hasta llegar a mi querido distrito, para hablar un poco del medio que más he utilizado para recorrer calles arboladas, esquinas, barrios.

La bicicleta

Volar…creo que ha sido un sueño humano desde tiempos remotos.
Corría el año 1957, 5 de enero. Yo acababa de cumplir seis años hacía pocos días y buscaba afanosamente en el baldío que estaba frente a mi casa de Mataderos, pasto para dejarle a los camellos. Una vez que llegó la noche acomodamos los zapatos en la puerta de la habitación que daba al largo patio rojo de la casa chorizo. Y en grandes tachos, pasto y agua. Mi gran intriga en esos tiempos era cómo harían los gigantes jorobados para trepar al paredón que separaba la casa de la calle. Cumplido el ritual, restaba esperar a la mañana. Y temprano, allí estaba mi primera bicicleta, con rueditas. El patio se convirtió en la pista donde aprendí lo que jamás olvidaría.
Y de adulta, ese extraordinario bólido, manejado con dos manos o con una, fue mi medio de transporte durante largos años.
Todo tiene que ver con el equilibrio y el placer del movimiento.
No vuela, pero la sensación es parecida a abrir las alas y desplazarse por el aire hacia donde uno quiera.
Claro que, como la música, tiene sus bemoles. Las subidas se hacen costosas para los músculos, el viento en contra boicotea la velocidad y si aparece un aguacero repentino se pone peligroso el asfalto mojado.
No se llega tarde a ningún lado si uno planifica los horarios. Suelen tener todo tipo y estilo de canastos, adelante o atrás, para trasladar desde vegetales hasta libros. Y en las tardes de sol otoñal el vuelo se vuelve danzante y envolvente.
Los porrazos? Nunca son importantes. 

Colores, lentejuelas y…acción

Por Graciela Furno

Una vez por año, solamente una vez,
el Ñato se reconoce en el espejo. Llega
el carnaval, con sus truenos de tambores,
y el Ñato se reconoce. Eso ocurre cuando el
espejo le devuelve su cara de murga: nariz
de payaso ,una risa grande pintada sobre
los labios, la luna entre las cejas y las
estrellas desparramadas por toda la cara.
Eduardo Galeano

Buscando en la memoria, mientras pensaba en qué contarles, me tropecé con un corso barrial en Gualeguaychú. De ahí salté a mi infancia en el barrio de Mataderos y asomaron, nítidos, los corsos en la Avenida Alberdi, con murgas, disfraces caseros, pomos cargados de agua y picardía, serpentina multicolor. Pensé también en cómo ha sobrevivido y se ha transformado esa costumbre que data, creo, del año 1.200, más o menos. ¿Cuál sería la fascinación que llevaba, y lleva, a las personas a cambiar de identidad y transformarse por un día en otro u otra, además de dejar librados sus deseos hacia excesos, algarabías y desbordes?
Demás está decir que durante mi infancia, ya lejos de Mataderos, los desbordes sucedían alrededor de las “guerras de agua”, de casa en casa, con resbalones, baldes cargados escondidos detrás de las puertas, trepadas a las paredes por parte de los más osados…esa era la algarabía mayor que interrumpía brutalmente las siestas de febrero en mi pueblo. Volviendo a esta década, les decía que recordé un corso barrial en Gualeguaychú. Alejado de las comparsas que compiten en el Corsódromo oficial, despojado de suntuosidades, producciones costosas y precios de entradas, apareció ante nosotros esta verdadera pasarela de barrio donde desfilaban una veintena de agrupaciones de vecinos, nucleados en distintas instituciones, o, simplemente, organizados en murgas caseras, por actividades, edades o intereses. Lucían sus trajes y movimientos, diría que con el placer de estar brindando a los otros vecinos toda su sabiduría y dedicación. Los espectadores se extendían a los costados de la calle, sentados en el piso los más pequeños, parados o acomodados en sus sillas traídas de casa, los adultos. Todos festejando con aplausos, papel picado y, ahora, espuma, el paso de los artistas. Era una fiesta ver las coreografías, que seguramente ensayarían durante buena parte del año, las escenografías, diseñadas y construídas con múltiples colores, al igual que los disfraces, objetos e instrumentos musicales. Los maquillajes, ese “parecer otro”, también eran dignos de admirar. Se vislumbraba en ellos un minucioso trabajo, con mucha predominancia del blanco sobre el rostro y el arco iris decorando ojos, pómulos y frente. Desfilaron, bailaron, comunicaron, cantaron, musiquearon todas las edades y las diversas capacidades.
En la noche de Gualeguaychú, con el río, testigo fiel, también en movimiento, se volvió a celebrar la reunión, la alegría, el color y la risa, esta vez en las calles, sin competencias, sin dueños

Pispeando nuestra provincia

Por Graciela Furno

Se acercaban los carnavales y Buenos Aires acumulaba esa mezcla pastosa de calor y humedad que suele envolver los veranos.
“Algún lugar cercano”, pensamos con mi copilota de algunos recorridos. Comenzamos a revolear el dedo por la provincia de Buenos Aires. Planeando encima del mapa, todo cayó en Punta Indio. Río de la Plata, cerca de Magdalena, La Plata; “acá nomás”, concluímos.
Pusimos los motores en marcha por la mañana, con la única meta de conocer algo más de nuestra provincia, aprovechando los días en que el Rey Momo despierta de su sueño anual.
Después de la autopista tomamos la ruta que nos llevaba hacia destino. Pisando el mediodía nos asomamos a la ciudad de Verónica, cabeza del partido de Punta Indio. Seguimos por camino de tierra, ladeado por varios verdes. Nos precedían nubes de polvo, acumulando manchones amarronados que entorpecían la vista y la respiración. La marcha lenta, obligada, traspasó el mediodía y fuimos arrimándonos a la costa. Buscamos espacio para estacionar, sin prestarle importancia a un estacionamiento asentado en las cercanías, y lo apostamos en una callecita de tierra y arena, sin ver un cartelito con el logo de Prohibido Estacionar.
El indio de lata, altísimo, centinela atento y locuaz, atravesando el tiempo, nos guió en la búsqueda de algún árbol capaz de resguardar por un rato nuestros ojos extrañados y buscadores de historias. Así fuimos, zigzagueantemente, recorriendo una costa pedregosa, resbaladiza, caliente, hasta las ruinas de un hotel que, según cuenta la leyenda lugareña, era sede de viajeros extranjeros que llegaban hasta nuestros territorios y, desde el puerto de Buenos Aires eran trasladados hasta allí para su estadía. Las ruinas tienen grandes ventanas que miran hacia nuestro río, como ojos atentos al tiempo y la luz. Andando más, supimos de una reserva natural que quedaba a unos dos o tres kilómetros del paraje principal. El calor húmedo y sofocante caía sobre nuestros hombros sin piedad. La reserva era una especie de oasis en ese mar de arena y tierra seca. Los verdes de todas las gamas, tamaños, formas y aromas decidieron acompañarnos durante todo el recorrido, para nuestro merecido recreo, después del viajecito.
Volvimos a buscar el auto y nos encontramos con un cartoncito rojo enganchado al limpiaparabrisas que decía “Infracción” por estacionamiento indebido. El recorrido que tuvo esa infracción de un lugar que, ni en mi municipio sabían dónde quedaba, es tema casi de otro texto, así que lo pasaré por alto.
Lo cierto es que comenzaba a oscurecer y nosotras a buscar un lugar donde dormir. Difícil tarea en días de carnaval, aunque fuera un lugar tan poco conocido como Punta Indio. Por allí no había un solo rincón libre donde poder pasar una noche. Así fue que volvimos hacia Verónica. Ciudad/pueblo, domingo de carnaval…ni un alma atravesando calles, hora siestera, todo cerrado y quieto como tiempo detenido.
Supimos que existía un pequeño hotel. No fue fácil encontrarlo porque ninguna inscripción o cartel lo anunciaba. Golpeamos las manos sin certeza de que ése fuera un alojamiento. Incluso nos daba un poco de pudor pensar que, tal vez, podíamos estar interrumpiendo algún sueño dominguero. Pero sí, esa casa era un hotel. Aunque no había una sóla habitación libre. Ante el fracaso de la búsqueda, aparecían dos opciones: dar la vuelta hacia Buenos Aires o intentar encontrar un alojamiento en Pipinas, otra localidad del distrito, ubicada a unos 14 km. de allí. Esta última fue la opción elegida.
Entonces sí encontramos un hotel, muy particular, por cierto.
Era un espacio recuperado por los trabajadores. Tenía el tono y estilo de los lugares hechos a fuerza de pulmón y amor. Un mural colorido en la entrada ya anunciaba algo diferente y acogedor. Atendido por personas del lugar, las habitaciones tenían el detalle de las cañerías que recorrían las paredes del baño, pintadas con colores vivos y alegres. Rojos, amarillos, verdes y azules daban una luminosidad saltarina al ambiente.
Hacia afuera, un breve camino de tierra , abriéndose paso entre árboles, llevaba al centro del poblado, donde el supermercado oficiaba también de farmacia y, seguramente, otros ramos.
Al día siguiente volvimos a Punta Indio para completar el recorrido. Al atardecer regresamos al hotel a buscar nuestros bártulos, que ya no estaban. Una empleada nos había visto salir y creyó que nos íbamos y olvidábamos el equipaje. Así que lo habían arrumbado en el depósito de la ropa de cama y ya no teníamos habitación. Por suerte, sobraba una que nos garantizó la segunda noche de descanso. Y vuelta a Buenos Aires, con la imagen del indio gigantesco clavada en la retina, guiando nuestros pensamientos.

Fiesta en el pueblo

Por Graciela Furno

“Estas palabras no salen de nuestras bocas, nuestros labios son habitados por el silencio. Las palabras salen de nuestros pies. Porque cuando la boca se cansa de gritar y su sonido se vuelve inaudible es necesario hablar con los pies.”
Caminata de mujeres indígenas
Por el Buen Vivir

Hace unas pocas semanas tuvimos el placer, la aventura y la alegría de hacer una breve escapada hasta un pueblo de nuestro interior bonaerense. Durante el fin de semana sucedían las fiestas patronales. Son esos festejos en el interior de la provincia donde la gente del pueblo se reúne en plazas o parques, como en este caso, con sus sillas o banquetas para escuchar, ver, admirar lo que les ofrecen músicos y bailarines.
Uno de los espectáculos fue un excelente recital folklórico que cerró la noche del sábado. Cantores, músicos y bailarines a todo trapo! Resultó que entre los espectadores también había muchos bailarines. Después de un rato de comenzado el show empezó a sumarse la gente del pueblo, de a poco, con sus pañuelos, zapateos y zarandeos, hasta que la fiesta se trasformó en una gran peña a cielo abierto, donde la algarabía y, en muchos casos, diría que la pasión por la danza, tiñeron la noche de Salto.
Disfruto con especial atención viendo parejas bailar folklore, donde las danzas, especialmente la zamba, es un bellísimo juego de seducción y conquista.

Los cuerpos se acercan, se preguntan, aceptan, repelen, empujan. Las piernas se ponen de acuerdo, esperan, se entrelazan. Los brazos ayudan, atraen, aletean. Las manos revolotean, esconden; la cabeza gira.
Los bailarines dicen con los ojos mientras giran. Saltan, corren el aire que los rodea. Contorsionan. Descubren. Abrazan.

Mientras tanto, el río acompañaba lento y silencioso. Un chaparrón pasajero no amedrentó a los bailarines ni a los músicos.
Aventuras aparte, los excepcionales anfitriones que nos recibieron hicieron que conociéramos también un pequeño e importante museo histórico de Salto. Allí pudimos zambullirnos con ojos bien abiertos en historias pasadas de la región, observar fotos y objetos de época.
El cine de Salto es un hermoso edificio español que data del año 1898. Pudimos disfrutarlo con una buena película.
La costanera nos prestó un breve recorrido de calma, cuando la lluvia se escondió.
La vuelta? Muy novedosa…

Nuestra tierra

Por Graciela Furno

Era el frío del mes de julio. Acababa de producirse un gran desborde del río Uruguay, el de los pájaros. La inundación había afectado varias ciudades. A pesar de todo, el aroma de aventura se trepaba por el entusiasmo de abordar la ruta hacia nuestro litoral.
Y así arrancamos. Poco equipaje, abrigos y mate. Autopista, ruta nueve. Avanzando un poco más ya comenzaban las señales de los pescadores anunciando la venta de carnadas. El incipiente clima ribereño liberaba aún más las ganas y la alegría de saber que íbamos a descubrir algo, para mí, totalmente desconocido. Las fantasías de colores, sonidos y aromas nuevos se agolpaban, esperando el descubrimiento. Zárate Brazo Largo, el puente parecía colgado de las nubes, que bañaban los espejos de agua. Ya internándonos en Entre Ríos, los verdes iniciaban su desfile interminable. Teníamos decidido hacer noche en Colón, para descansar del volante.
Los brazos de la inundación habían dejado un tinte dramático en las cercanías de la costa, además de grandes montículos de barro frío.
El descanso nocturno resultó reparador y a la mañana siguiente retomamos la ruta hacia la provincia de Corrientes. Ya dejando Entre Ríos, después de Chajarí y Curuzú Cuatiá, la ruta comenzó a hacerse más angosta y el follaje más intenso y abundante.
Llegamos a la ciudad de Mercedes, que resultó ser muy distinta de lo que imaginaba. Un ritmo y color pueblerinos la envolvía, custodiando sus construcciones antiguas, esquinas, Catedral, edificios públicos y sólo un hotel de construcción moderna, con el casino, frente a la plaza.
Pero, estábamos en Corrientes, anhelantes por ver bailarines de chamamé y escuchar el dulce idioma de nuestros guaraníes.
Recibidas con gran cordialidad, nos instalamos en la casa que habíamos reservado, esperando el día siguiente , en que iríamos, por una de las entradas a los Esteros del Iberá, hasta Colonia Carlos Pellegrini.
A la noche nos detuvimos a comer en un lugarcito que tenía un cartel en la puerta: “Esta noche, chamamé”.
¡A mis anchas! Hasta aprendí a bailarlo un poquito.
A la mañana siguiente, el asunto era que el camino hacia Carlos Pellegrini era de tierra y la inundación había dejado profundas marcas, traducidas en huellas sumamente hondas, que no permitían la circulación en auto. Había que ir en camioneta cuatro por cuatro.
Una vez conseguido dicho vehículo, después de andar unos quince o veinte kilómetros, llegamos a la laguna Iberá. El nombre le hace todos los honores a ese espejo manchado de verdes flotantes. “I” quiere decir agua, “berá”, brillante. La recorrimos en lancha, deslumbradas con su vegetación echando raíces en el agua, mezclándose con el paso de las nubes y bordeada por familias de yacarés que reservaban sol para su sangre fría. Aves de todos los tamaños se confundían entre la vegetación abundante y silenciosa que custodiaba sus aguas.
Volvimos al finalizar el día, conociendo historias del lugar, su gente, el guaraní y otras cuestiones, como la compra de gran parte de los esteros por un norteamericano “ecologista”???
Hay más, pero les cuento otro día.

Nuestra tierra y su gente

Por Graciela Furno

…De este crónico dolor, de esta
opresión, de este silencio colmado
de milongas calladas, surge el Gauchito Gil,
santo de los que hablan todos los idiomas
que posee el desamparo, el santo de los que
llevan desiertos en las miradas…

Pedro Patzer

Les contaba que, volviendo de Iberá, nos comentó un lugareño “novedades” que nosotras no conocíamos acerca de la historia de los Esteros, esa inmensidad que abarca todo el centro de la provincia de Corrientes. Parece que, originalmente, eran “propiedad” de la Corona Inglesa ( ¿?). Más tarde fueron “vendidos” a distintos magnates, hasta que, hace algunos años, una parte de los esteros fue “comprada” por un norteamericano que argumentó ser ambientalista y se iba a dedicar a “cuidarlos”.
En fin, éstas y otras historias parecidas vienen a recordarnos, cada tanto, que, por nuestra Mesopotamia, debajo de esas grandes extensiones verdes, vibrantes, de follajes eternos siempre rociados por diversas aguas, corre nuestro Acuífero Guaraní, capaz de abastecer del tan preciado líquido a gran parte del planeta.
De vuelta en la ciudad de Mercedes decidimos seguir incurriendo en la atrevida aventura de descubrir más rincones e historias. Fue así que decidimos ir tras las huellas del Gauchito Gil. En principio parecía llamativo que, siendo oriundo de Mercedes, no hubiera en la ciudad ni una sola mención en esquinas, paredes, calles, como solemos encontrar en muchos lugares de la provincia de Buenos Aires. Esas banderas rojas cobijando penurias y rezos, que suelen aparecer en parajes descampados y solitarios.
Sucede que, a unos diez kilómetros de la ciudad está el santuario. Allí sus fieles le dejan ofrendas y sus ruegos esperanzados y dolientes, pidiéndole todo tipo de milagros. Porque, como dice Pedro Patzer “…la fe del pueblo consagra a hombres y mujeres que jamás serían distinguidos por los sargentos de las plegarias ni por los burócratas de milagros, mas siempre serán elegidos por la sed espiritual de los de abajo.”
Pero, no sólo los fieles van a visitarlo. Entrando a ese clima místico y alejado de la ciudad se avista una hilera de unas cinco cuadras inundadas de souvenirs, recuerdos, estampitas, medallas, gran variedad de objetos, desde llaveros hasta mates con la imagen del gauchito. El “merchandising” hegemoniza la postal, en perspectiva. El santuario propiamente dicho es una especie de montaña artificial bañada de ofrendas, cartas, fotos, pedidos, agradecimientos, con una torpe imagen del gauchito en su cima. Antes de llegar a ese montículo multicolor, predominando los rojos y azules, se atraviesan espacios iluminados por velas tan ardientes como los deseos que las encienden.
La leyenda cuenta que el Gauchito vivía cerca de allí. El poncho rojo simboliza la sangre de su fusilamiento. Se dice que era perseguido porque no quiso ir al ejército para no tener que matar hermanos. Mito, leyenda o realidad?
El regreso fue como casi todos: una no quiere irse, pero también sí. Ansiosas por contar la recorrida, volvimos, otra vez haciendo noche en Colón, esta vez en la cálida y acogedora casa del docente.
Ah! Y, por supuesto, ya que estábamos, no quisimos perdernos una vueltita por el pueblo de Liebig.
Pero me parece que eso se los cuento después.
Hasta la próxima! 

Sobrevolando la memoria

Por Graciela Furno 

Arbol que recuerda
….Cada una de las mujeres
quebró una hoja, suavemente, contra el oído.
Y así se abrió la memoria del árbol:
Una sintió el viento soplándole la oreja.
Otra, la fronda que suavecito se hamacaba.
Otra, un batir de alas de pájaros.
Otra dijo que en su oreja llovía.
Otra escuchó algún bichito que corría.
Otra, un eco de voces.
Y otra, un lento rumor de pasos.

Eduardo Galeano

La vorágine cotidiana, los sucesos fortuitos y no tanto, la catarata de información que una suele necesitar para saber, confirmar, reafirmar dónde está parada, suelen esconder en rincones secretos de nuestra memoria hechos, momentos, anécdotas, historias pasadas, algunas más lejanas que otras. Por eso este espacio se ha convertido en una suerte de inventario caprichoso, a expensas de recuerdos que navegan y traccionan otros recuerdos, reconstruyendo así un pedazo de historia, la mía. Es un modo de contar y contarme. Así es que cada mes, cuando me dispongo a escribir algo para compartir con ustedes, la máquina de la memoria comienza a funcionar y, de repente, encuentra retazos o historias redondas, completas, que me cuentan con el mundo que me rodea y con el que comparto mis horas.
Así es como se asoman despacito memorias de mar, selva, montañas violáceas al atardecer, como la cadena de Comechingones que se ve desde la galería de la casa de mi amiga Alejandra, cuando el sol juega sus últimos rayos. También los ríos irrumpen con su corriente de rugidos o su danza suave y murmurante persiguiendo otros parajes.
Junto con el paisaje natural aparece el humano, tan colorido, variado y mestizado como el anterior. Se entrelazan pescadores con mujeres originarias, campesinos, obreros, vendedores ambulantes, sintetizando un color, un modo de ser, un aroma de cada lugar.
Y sí, sumemos atardeceres y amaneceres que con sus luces y sombras amenazan hasta al más distraído, con encandilarlo y sumergirlo en la inmesidad del universo en un instante. Sin olvidar los verdes, esos potentes, rebozantes de luz, recostados sobre otros más pálidos o tímidos, emergiendo desde las costas fluviales, navegando plácidamente río abajo o atravesando salvajemente laberintos selváticos. Siempre regalando frescura. La luna? Esperándonos pacientemente, a medida que crece y engorda hasta su más perfecta redondez para ofrecernos una luminosidad que atraviesa el espacio y llega hasta nosotros en imperceptibles años luz, entrando por los ventiluces, ayudándonos a adivinar las sombras que va dejando a su paso para luego, lentamente, ir desapareciendo, abandonándonos a una perfecta y negra oscuridad, capaz de enceguecernos. Cielos diáfanos y azules, o nubosos, grisinegros, atronadores y fulgurantes acompañan nuestros pasos a diario.
Y el recorrido continúa, ofreciendo todas sus variantes, en una infinita sucesión de colores, tono sobre tono, gota sobre gota, viento atropellando y voces sonando.
Juguemos por un momento a que nos convertimos en una gaviota que sobrevuela los mares y baja hacia las olas en busca de alimento. Luego, volvemos a remontar vuelo y atravesamos todos los lugares y paisajes que fuimos recorriendo antes. Además de la maravillosa sensación de volar, asistiremos a un espectáculo de luces, colores y aromas inconmensurable…
Hasta la próxima. 

Después de la frontera

Por Graciela Furno

“Caminar es también
una transformación,
es tener un conocimiento más
directo del mundo”

De la caminata de Mujeres
Indígenas por el Buen Vivir.

Ecuador asomaba con un paisaje totalmente diferente al del Perú que íbamos dejando.
Los verdes tropicales se imponían sobre la aridez y los ocres del desierto. La mayoría de los ecuatorianos usaban ropa blanca. Dicharacheros, alegres, charlatanes, usaban como medio de transporte para los trabajadores, unas camionetas que en su parte trasera tenían bancos largos donde viajábamos unas ocho o diez personas.
Ecuador, pequeño, en pocas horas de viaje iba mostrando todos los climas posibles, desde los más cálidos hasta los más fríos y plagados de neblina.

Quito colonial.
Su ciudad universitaria albergaba estudiantes de distintas partes del país. Incluso muchos otavaleños estudiaban allí.
Otavalo es un valle ubicado al noreste, muy cerca de la frontera con Colombia. Sus habitantes, piel aceituna, trenza, sombrero y poncho azul marino, pantalones blancos a media pierna y alpargatas, los hombres; pollera negra, blusa blanca, coloridos collares, las mujeres, vivían de sus artesanías en telar. Otros, en menor número, trabajaban para patrones blancos, que solían pagarles con vino. Para esos hombres la atracción de los domingos a la tarde era la corrida de toros.
Daisy y yo fuimos un domingo a presenciar ese espectáculo, que sigue resultándome cruel e innecesario. Pero aquellos hombres de pieles oscuras y gastadas, miradas duras, ropas raídas, se entusiamaban con las intervenciones de la torera, una muchacha joven, blanca. Y, probablemente, con algún dinero que habrían apostado.

América india.
¿Habría solidaridad entre ellos: los que trabajaban en sus telares, buenos comerciantes, estudiaban en la universidad, y los humillados, explotados por el blanco?
¿O se darían los mismos choques de clases que entre nosotros? No llegué a averiguarlo en ese entonces.
Seguir viaje significaba, casi siempre, llevar preguntas, algunas respuestas, amores y mirares, asomando desde las mochilas.

imagenes: printest Otavalo, Peralta Cordoba

Rumbo a la frontera

Por Graciela Furno

De tiempo somos
Somos sus pies y sus bocas.
Los pies del tiempo caminan en nuestros pies.
A la corta o a la larga, ya se
sabe, los vientos del tiempo
borrarán las huellas.
¿Travesía de la nada, pasos de nadie?
Las bocas del tiempo
cuentan el viaje.
Eduardo Galeano

Íbamos hacia el norte, bordeando el Océano Pacífico, más bien amarronado y no haciéndole mucho honor a su nombre; al menos en buena parte del trayecto, era bastante inquieto y los rugidos de sus olas golpeaban fuertemente en las costas.
Hacia Ecuador.
A medida que alcanzábamos un clima un poco más tropical, el calor empezaba a hacerse más intenso y pesado. Hambre y cansancio convocaban a hacer una parada para calmar al cuerpo. Comimos algo en un puesto de lugareños, al costado de la ruta. Nos convocó la curiosidad por recorrer una playa cercana, angosta pero extendida hacia sus lados. Desde una arena blanquecina y liviana se divisaba, casi como un punto en medio de las grandes aguas, ahora sí más pacíficas, algo que parecía ser una isla. Pero la única forma de llegar era con algún tipo de embarcación. Un hombre rudo, que vivía en una casa avejentada, corroída por la sal marina, asentada en medio del agua, se acercó a la costa con su bote a remo. Le preguntamos si nos podía acercar hasta aquella especie de espejismo. El remero, osco y de pocas palabras, accedió. Seguramente era un pescador. No había oleaje, era un mar calmo y cálido. Orillaba el mes de junio. Primero remó hasta rodear la casa, que mostraba el desgaste de las aguas y el tiempo, colores oscuros, paredes deterioradas, puertas y ventanas descoloridas. El hombre, piel oscura, castigada por el clima y los años, llevaba un sombrero de paja y su ropa reflejaba la misma tonalidad de la casa. Conseguimos que nos acercara hacia esa especie de visión que se nos había revelado entre la incandescencia del sol y las aguas quietas. Los remos continuaron con su ritmo sonoro hasta que la distancia permitió que nuestros ojos comenzaran a descubrir un diseño casi onírico. Atónitas, descubrimos que, flotando como una nube, emergía una isla blanca cubierta de pájaros blancos.
¿Imaginación? ¿Fantasía? ¿Sueño? Tal vez… Lo cierto es que después de tantísimos años permanecen clavadas en mi retina esas aves, algunas pequeñas, otras altas y esbeltas desplegando sus espléndidas alas, juntas, muchas, de diversos tamaños y alturas, poblando soberanamente ese trozo de paraíso en medio del océano.
Sólo se permitía rodearla, olerla, admirarla, encandilarse con su brillo. No pudimos descender y recorrerla.
Creo que los pájaros no permitían humanos. 

Historias del Litoral

Por Graciela Furno 

Uruguay…
Es una jangada azul,
Cayendo hacia el mar.
Por el Uruguay, yo me quiero ir
Buscando la flor, del amanecer…
“Canto al río Uruguay” de Liliana Herrero

Ya dando la vuelta desde Mercedes, Corrientes, aún con los ojos manchados de pájaros multicoloridos, yacarés verdinegros y camalotes danzarines navegantes, dimos un recorrido por Chajarí. Sus naranjales, perfumados de tardes jugosas, nos sorprendieron saltando cercas para arrebatar algunos frutos, sin ruborizarnos por nuestra súbita vuelta a la infancia. El volante nos volvió a depositar en Colón, y nos encontramos golpeando la puerta de madera tallada, colonial, amarronada, de la Casa del Docente entrerriano. El aljibe en medio del patio verdeado por algunas plantas, aunque en época invernal, vociferaba su tiempo de colonia. Las habitaciones, haciéndole ronda, invitaban a un descanso tranquilo, sosegado, asegurando la escucha de pájaros matutinos.
Después del desayuno, retomamos el vuelo y la curiosidad. Fuimos hasta Liebig, un pueblito, cerca de Colón, que tiene una historia enlazada con el frigorífico del mismo nombre. Allí se producían embutidos de todo tipo y gran parte de la población de Colón trabajaba en la planta. Era un frigorífico inglés, creado en 1903. Se lo llamaba “La cocina más grande del mundo”. Cuentan que en los años posteriores a su creación comenzó a prosperar el pueblo a pasos agigantados. En su momento, por los años setenta, dejó de funcionar, dejando a unos 3.500 trabajadores, algunos jubilados. Pero el edificio quedó allí. Se erige como una suerte de fantasma, a la vera del río Uruguay. El pueblito también tiene un halo fantasmagórico. Aún existe una serie de casitas que, al parecer, eran ocupadas por los trabajadores del frigorífico. Hoy funcionan como viviendas comunes para la escasa población. Son todas iguales, semejan una colección de juguetes, pintados de distintos colores, ubicados, ordenadamente en fila, frente a la única capilla del poblado. Y apuntando al espacio religioso hay una pequeña placita donde se erige, potente, un afiche con la foto y un poema para una muchacha de Liebig, desaparecida durante la última dictadura.
Este pueblo inundado de soledad y tedio, salpicado por un aroma de tiempo detenido y un dejo de nostalgia, es otro de los rincones a orillas del río Uruguay, el de los pájaros, que invita a seguir recorriéndolo. Hasta la próxima! 

Del Mato al Altiplano

Por Graciela Furno

Un refugio?
Una barriga?
Un abrigo para esconderte
cuando te ahoga la lluvia, o te parte el
frío, o te voltea el viento?
Tenemos un espléndido pasado por delante?
Para los navegantes con ganas de viento,
la memoria es un puerto de partida.

Eduardo Galeano

Nos habíamos conocido en Río y habíamos compartido moradas, miradas, recorridos, subidas y bajadas, mar y gaviotas.
Mi amiga Daisy, morena, pequeña, enormes ojos negros e inquisidores, había decidido ir a Méjico. Quería estudiar Antropología allí, decía.
Finalmente me convenció. La acompañaría “aunque sea hasta Perú”. Como quien decide acompañar a una amiga a dar una vuelta por la ciudad, tomar un helado o comprar un vestido.

Salimos desde San Pablo en tren, rumbo a Corumbá, frontera con Bolivia. No recuerdo ya cuántas horas viajamos, atravesando un mato abundante, verde oscuro mayormente. Sí recuerdo el atardecer rojizo-anaranjado, contrastando con tanta vegetación variada en tamaños y colores, desconocida en su inmensidad. Todo acompañado por el murmullo de los pasajeros y el imparable traqueteo del convoy.
Llegamos a Corumbá ya de noche. La estación de tren, desde donde una sola vez por día partía un trencito de trocha angosta, que en catorce horas llegaba a Santa Cruz de la Sierra, era una especie de tarima de madera, levantada sobre cuatro pilotes, en medio de la nada. Bueno, la nada no. Estaba rodeada por más vegetación, que cubría todo el paraje. Realmente, no se podía descubrir de dónde aparecían las dos personas que estaban a cargo de ese parador.
El problema era que el tren pasaba a las nueve de la noche y no había más pasajes. Quedamos pensando. Daisy estaba “ de olho grande”, como solía decir cuando estaba enfocada en un asunto. Las opciones no eran muchas: pasar la noche allí, prácticamente solas, dando la bienvenida a la oscuridad más absoluta, sin un alma a quien recurrir y, seguramente, expuestas a la fauna de la zona, o aceptar la sobreventa de pasajes. Por supuesto, optamos por la segunda, que significaría viajar sin asiento, en un vagón sumamente angosto. Así que nos íbamos turnando entre varios viajeros, brasileños en su mayoría, cuando ya, de estar en cuclillas entre uno y otro, el entumecimiento de las piernas se hacía insoportable.
Ese tren tenía una particularidad: era “bagallero”. Esto quiere decir que se trasladaban en él todo tipo de cargamentos: gallinas, paquetes, bultos varios con vaya a saber qué cosas vendibles o intercambiables. Por lo tanto, los pasillos estaban atestados de estos cajones. Para llegar hasta un baño había que atravesar vagones, caminando y haciendo equilibrio por encima de todos esos bultos amarronados o grises, algunos con letras negras.

Una vez llegados a destino y luego de pasar la noche en Santa Cruz, comenzamos el camino hacia La Paz.
Y allí sí. Comenzó una serie de matices entre los rosados y rojizos, que pintan el inconmensurable Altiplano. Ondulaciones de todo tamaño y altura, atavesadas por nubes andariegas, sin que se pudiera entender de dónde venía y dónde terminaba semejante sucesión de gigantes.
Algunos originarios que se veían a la vera de la ruta como pequeños puntos apoyados en las moles, permitían suponer que más allá de donde la vista llegaba, había comunidades que vaya a saber cómo se trasladaban hasta allí y con qué propósito.
En esos días Bolivia, como tantas veces en su sufrida historia, se atravesaba bajo estado de sitio.

La Paz. Honda. Profunda. Fría. India.
Pasamos la noche en un hotel de originarios. La habitación era pequeña, con pisos de madera oscura y reluciente que al moverse hacían una especie de chirridos, cuando caminábamos. Al parecer, todas las habitaciones eran iguales, porque, de repente, se escuchaba una sinfonía cuando todos los habitantes del hotel movían sus pies y las maderas compaginaban sus quejidos.
A la mañana siguiente seguimos hasta Tiahuanaco. Constelaciones de niños-tierra nos miraban con ojos asombrados, ofreciendo piedritas del lugar a cambio de lapiceras o cualquier otra cosa que se asomara de nuestros bolsillos o mochilas. Desde allí, noche cerrada, atravesamos el lago Titicaca, en la bodega del barco, plagada de nacionalidades, sueños multicolores y proyectos.

Continuará…

Hacia las tierras de
Túpac Amaru

Por Graciela Furno

Ardió el sol en mis manos,
Que es mucho decir,
Ardió el sol en mis manos
Y lo repartí.
Que es mucho decir.
Nicolás Guillén

Puno amaneció nevado. En el mes de febrero, me resultó extraño. Pero empecé a comprender que así es el clima andino, verano lluvias y, a veces, nieve. Pasamos por el comedor universitario para satisfacer nuestros estómagos y más tarde subimos a un tren. Atravesamos nieves eternas, que permanecían eternamente en las retinas de los viajeros. Juliaca, ponchos multicolores, fajas, tejidos desparramados en tiendas de los lugareños. La brújula nos condujo hasta Arequipa y luego…

La magia de Cusco
Entrando a la ciudad me descubrí sorprendida por la música que se escuchaba en los pocos comercios que había en aquella época, alrededor de la plaza principal. La semejanza con la música oriental me abrumaba y me llevó a pensar en las teorías que se barajaban de que esas tierras habían sido ocupadas por pueblos del otro lado del mundo. Aún resuenan en mis oídos los huaynitos “…ñawis qhusilu …”…”ojos azules, no llorés, no llorés ni te enamorés…”
Estación principal de los viajeros: plaza de armas, donde fuera ejecutado Túpac Amaru. Allí se tejían las redes de comunicación entre nacionalidades y estilos. Turistas, antropólogos, “easy riders”, “flower power”, y hasta el espíritu del Che revoloteando por ahí entre algunas voces.
Timoteo, un indio que había dejado su comunidad para estudiar y era profesor de inglés en la Universidad, albergaba a todos los viajeros que podía en su modesta casa. Sentado en su quillango ofrecía su extensa biblioteca y algunos rincones para dormir.
Recorríamos laberintos de callecitas angostas, ocres y marrones en todas sus gamas, como el cacao para el frío. Sacsayhuamán, enormes piedras grises perfectamente acomodadas y redondeadas sus esquinas. Tren indio, Ollantaytambo, campo, mamachas con sus guaguas en la espalda e hilando con la rueca caminaban con paso y ritmo seguro, costeando las vías. Fin del recorrido. Aguas Calientes. Y desde allí, trepando por las laderas, entre piedras, vegetación y terrones, llegamos hasta las ruinas del Machu Picchu. Cielo y valle rodeaban la antigua morada de los Incas. Más allá, asomando entre las nubes que viajaban permanentemente arriba y abajo, el Huayna Picchu. No me animé a escalarlo, pero Daisy, con su coraje inagotable, llegó hasta la cima.
No pudimos hacer noche allí, ni en Aguas Calientes. No había dónde. Así que regresamos al Cusco, con preguntas, impresiones y ganas de seguir, guardando en las mochilas el paisaje de ese inmenso pedazo de historia americana. 

Dar la vuelta

¿Para mirar atrás?. Para volver?. ¿Para no ver?
En este caso, “ dar la vuelta” significaba, tal vez, comenzar el largo camino de regreso a casa. Claro que…el camino nunca es rectilíneo. Desvíos, entusiasmos pasajeros y de los otros, paisajes indefinidamente bellos, personajes entrañables y de los otros, interceptaron el sendero.
Quito me recibió nuevamente, con sus originarios manchando las calles de alegría.
Oswaldo Guayasamín se asomó a mi historia en las rutas ecuatorianas. No lo conocía ni sabía que era uno de los pintores latinoamericanos más representativos, transmisor de gritos originarios y denunciante de torturas e injusticias. Más tarde, ya en Buenos Aires, tuve la oportunidad de maravillarme con varias de sus obras luminosas.

Seguí bajando.
Lima se presentaba con lloviznas casi permanentes durante el invierno peruano. Entre húmedas neblinas y soles intermitentes, se divisaban retazos de comunidades que venían desde sus tierras. Sonidos de erques que abarcaban casi una cuadra de largo. Cajas y voces. Música, lamentos y llamados recorrían las calles, rompiendo la tarde de la plaza de armas, como un ritual de aparecidos.

Lima eterna.
Puente de los Suspiros, “sobre la herida de una quebrada”, valsea Chabuca. Recorro el puente y la letra…”de la injusta distancia del amante”… jazmines blancos…”con su quieta madera cada tarde… y el ficus de enterradas raíces en su amada…recuerdos…barrancos y escalinatas...quiero que guardes en tu grato suspiro mi confidencia." Nicomedes acompaña con tambores africanos.
Mercado de Lima, los zapallos más grandes jamás vistos. Choclos coloridos en manos de mamachas bulliciosas, ofreciendo sus verduras, granos y cereales. Ceviche para chuparse los dedos y jugos de fruta. Trabajadores cansados comiendo su almuerzo rápido de pescado frito. ¡ Y a seguir chambeando!
Chosica y luego Santa Eulalia, valle quebrado por el Rimac, río intenso y rugiente, de aguas claras y vivaces.
A Marca Huasi también llegaban las nubes. Cuando se desintegraban, permitían ver las formas humanas de sus piedras, como fantasmas surgidos de las leyendas que inundaban la comarca. Casa de madera envejecida para recibir a los viajeros. Fotos no! Desconfiaban del destino que se les pudiera dar a las imágenes. Pero nos recibían en sus casas con algo calentito y ofrecían sus cosechas con generosidad y grandeza.
Pasado algún tiempo, desde multicoloridos atardeceres andinos, sonidos de viento, tambores y cencerros, pasitos cortos, rostros curtidos, temblores de tierra y ríos con rugidos leoninos, partí una tarde , perforando el cielo anaranjado, hacia Buenos Aires.
Pero eso, ya es otra historia.

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