Es un espacio de encuentro libre y gratuito que tiene como motor la escritura de sus participantes. Es, también, una conversación; una charla que tiene como punto de partida los textos de cada persona que se suma (poesía, cuento, ensayo, novela, híbridos) y que se desenvuelve en torno a lecturas de literatura contemporánea, pensamiento crítico y discusiones sobre la literatura y su contexto. Nos reunimos en el Centro Cultural Quinquela Martín desde el 2016 y nuestro blog Les Reseñeres (https://lesreseneres.wordpress.com) alberga algunas de las producciones y reseñas que sus integrantes han ido tejiendo. Emilio Jurado Naón
Por Tere Noaco
Sería Dios, pero no me equivocaría como el de ahora.
Empezaría por hacer a todos los hombres blancos así los africanos podrían entrar en España. También rubios y de ojos celestes, además de ser más lindos es más práctico, todo el mundo el mismo peso y la misma altura, la alegría llenaría los corazones.
Las mujeres como la Venus de Milo, los hombres como el Apolo de Praxíteles, restituiría el Edén, el maná, lo de la manzana abolido, la inocencia generalizada y obligatoria.
El trabajo no hace falta, todo el año Primavera, se puede vivir a la intemperie y no habría resfriados, si alguien quiere intimidad, que se haga la casa. Vendrán a este mundo con todo lo que hay que saber incorporado, así que Primario, Secundario, Universidad, olvídalo no hace falta.
Los caminos serán de césped como los campos de golf, los jardines tendrán laberintos, fuentes con luces de colores, flores y árboles por doquier.
También pensé en el transporte, habrá elefantes, caballos, mulas, camellos, nada que polucione, será más lento, pero ¿qué apuro hay…?
Si se quiere navegar la ballena, total en 40 días te vomita y no te pasa nada, más alegre andar sobre delfines, eso sí, lo aéreo todavía no lo tengo planificado.
Ropa no hace falta, todo el mundo será lindo, no habrá que preocuparse de ir en cuero.
Volviendo al tema comida, el maná en distintos sabores, a saber: desayuno, almuerzo y cena, dieta variada y completa, los domingos un poquito de vino; las fiestas de guardar, champán.
Ahora saben mi programa, ¿no me van a decir que no es mejor?
Bajando las pretensiones sería cantante de tango, me pondría un traje de satén rosado con una boa al tono, haría lo imposible por cantar con Aníbal Troilo "Nieblas del Riachuelo", la presentación sería en el Club Defensores de Santos Lugares para que me vieran y me oyeran los vecinos, las compañeras de la oficina y la desgraciada de Chichina, que me rompió el bebé de porcelana cuando tenía tres años. Eso sí, que no se entere mi mamá porque me sacaría de las mechas.
¡En fin, ni soñar se puede tranquila!
Nahuel Ferreyra
Me encontré de frente con una valija con una rueda arisca. ¿En qué posición he de poner los calzones parchados con telas irrisorias y nada compatibles? Debería hacer origami ficcional con toda mi vida, para que a fuerza de brazos marchitos y solitarios entrara mi vida en esa mini prisión con rueditas y cierres rotos. Quizás este presidio ambulante termine en manos extrañas y en algún momento será concurrido por otro viajero insano. Mientras tanto solo me queda intentar apilar la ropa y acomodarla, que el Buquebus sale en tres horas y no sé qué significa la palabra checking.
Callejeando por las ramblas ardientes del mediodía, me topé de frente con un sombrero bombín carcomido por el efecto colateral de algún pegamento mal utilizado. Parecía estar petrificada sobre la silla de plástico y la mesa con unos cuantos souvenirs. Le dije varias veces que no iba a comprarle nada, pero me prometió resignada que me iba dar inspiración. Sacó de un estuche un ukelele imbuido en un rosa pastel que le quitaba la seriedad a su portadora, pero era un agasajo para la vista.
Le aplaudí más de la cuenta, quizás sí me había inspirado un poquito. Pareció darse cuenta, ya que se sacó el sombrero y me lo extendió. Cuando estaba a punto de dejar caer un billete, un viento voraz se levantó y nos extirpó lo que teníamos en las manos y lo arrastró por sobre nosotros hacia la playa. Corrí sin darme cuenta, dejando junto a la chica mi valija. Salté los escalones y aterricé en la arena ardiente. Antes de que el sombrero terminara entre las olas pude atraparlo, pero el billete se alejó quizás hasta llegar mar adentro.
Al regresar, ni la muchacha bien vestida ni mi valija se encontraban en la rambla. Me paré a esperarla junto a la mesita de los souvenirs. Me puse el sombrero de bombín y me senté sobre la silla de plástico ardiente. Vendí unos cuantos recuerdos, dos llaveros con la bandera uruguaya, un portavasos con el escudo de Nacional y dos destapadores de cerveza.
Se hizo de noche y junto al sonido de las olas contra la arena decidí volver a mi hotel… quizás la chica podría volver a verla, para exigirle que me devolviera mi mundo.
Por Ígoro Flores
Viernes nocturno. Las precipitaciones inundaron de decadencia mi humor actual. Preparo mi cena, ejercito la dentadura y llevo los utensilios a la bacha. Los lavo, mientras la lluvia del exterior armoniza coros con el agua de la canilla impactando en las vasijas. Llega el turno de las ollas. Las humedezco, para seguir con el proceso de enjabonamiento. Al enjuagarlas, la corriente canilleril queda suspendida en microgotas no apreciables en la visión del ser humano. Como el tanque sufre déficit de hache dos o en su interior, prenderé la bomba para subsanarlo.
Prendo el motor. La ruleta da dos vueltas y se detiene. Lo vuelvo a encender y sigue trabado. Hago un último intento pero continúa bloqueado. Mi hermano justo llega a casa y le solicito que encienda el motor. Luego de acatar mi instrucción, le aclaro que saldré al exterior, sacaré la tapa protegemotor, giraré la ruleta con un trapo para destrabarla y le avisaré que lo encienda.
Salgo al patio. Llueve intensamente pero es una cuestión de vida o muerte. No podría tolerar jamás que hayan utensilios en la pileta de lavabo, más aún, si fui el sujeto que las utilizó. Le doy un par de volteretas a la ruleta y le aviso que prenda. Arranca bien pero a la tercera vuelta se traba de nuevo y la giro en funcionamiento. La urgencia de realizarlo lo más rápido posible, hizo que mis prendas se humedecieran.
En apenas media centésima de distracción, mis dedos quedaron atrapados en la ruleta y ordeno a mi hermano que apague urgentemente el motor. Siento la filtración de un líquido rojizo con aroma a sulfato ferroso en el trapo y cuando lo saco veo a la uña del índice desaparecida. Creí que se había encarnado a la piel y viendo con la linterna de mi móvil me doy cuenta de que cayó al piso. Los rastros de sangre se propagan por el suelo húmedo y para evitar un posible ataque depredador, ingreso al hogar, recurro al botiquín y me curo con gaza y solución fisiológica.
No queda otra que darse por vencido y reintentarlo mañana.
de Camila Fernandez
Nadie me creía, todos pensaban que estaba loca.
Intenté convencerme de que tenían razón, pero yo sabía que lo que sentía era real.
Algo me seguía a donde fuera.
Estaba presente en cada instante de mi vida, como si no tuviera intenciones de soltarme.
De a poco comenzó a aislarme de mis amigos, mi familia y hasta de mi pareja. Llegó un punto en que solo éramos nosotros.
Hizo que ya nada se sintiera igual. Además, me llenó de miedos e inseguridades.
Finalmente, logró llevarme al otro lado de la puerta.
de J. R. Desvars.
Nuevo amanecer
entre el silencio
de la inútil
maquinaria dormida
Tanto amanecer
postrado en las venas
queriendo ser canto
o sabía para ganar vuelo
Luz que siembra de rocío
las voces de las aves
canto de claridad
para construir el vuelo
La maquinaria de la noche
cierra la puerta de los sueños
los hierros de la mente
arden en la fragua del tiempo
Espero, amontonando aliento
construir las horas de este día.
Por Nahuel Ferreyra
Un rostro maquillado
Que el mío jamás
Cara maquillada de prócer
Póstumo rostro
Que arrastra
Recuerdos de un pasado
Importante.
Pro ser posee
Por ser y vivir
En un época distinta.
Ahora solo sirve
Para pagar
La carne picada
Y quizás
Y solo quizás
La inflación
La contra inflamación
De mi vientre
Lastimado
Mi corazón
Con razón
Todo por desprenderme
De mi querido billete
De más valor
Que el otro
Y el de otro.
Los HOMBRES
Más importantes
¿Y los otros?
Morenos
En Cuenca
Los olvidados
De seguro
Jamás fueron
Maquillados
Menos próceres
Que los otros.
Ya estoy pensando demasiado.
Y el carnicero tarda mucho.
de Emmanuel Francisco Benítez
El Cóndor vuela sobre el palacio de Viracocha, en el Mundo Celestial. Le encanta alimentarse de la carroña dejada en las afueras de Tiahuanaco, la Ciudad Fantasma.
El Orgullo del Puma lo vuelve un peleador honorable, que peleará contra los hijos de Zupay. Su ferocidad es salvaje y posee un fuerte ultra instinto homicida.
La Serpiente Roja se esconde en algún lugar del Inframundo, donde suele jugar con las almas de los muertos comunes. Sus ojos son verdes y brillan en la oscuridad de la noche oscura.
Hanau Pacha (Cóndor, Mundo Celestial)
Kay Pacha (Puma, Mundo Terrenal)
Uku Pacha (Serpiente, Mundo de los Muertos)
de Camila Rodríguez
- Buenas tardes, señor. ¿Me permite mostrarle el producto del futuro?
- Mirá, te agradezco pero solamente quiero tomar mi café.
- Perdóneme, pero es un producto revolucionario y tengo una larga lista de clientes satisfechos.
- Bueno, bueno. Pero eso parece un teléfono de juguete. ¿Vos no me estarás tomando el pelo, no?
-Confíe y sosténgalo en su mano. Ahora quiero que me responda una pregunta: ¿Le gusta viajar?
- Y sí, ¿a quién no? Sobre todo conocer lugares nuevos.
- Entonces es su día de suerte. Ahora lo pondremos a prueba y si no queda satisfecho, no lo molesto más.
- Perfecto, que así sea. ¿Qué tengo que hacer?
- Solo siga mis instrucciones. Levante la tapa y mantenga apretado el botón central. Ahora cierre los ojos y desee ir a un lugar.
- Bien, estoy pensado en las últimas vacaciones.
- Muy bien. Ahora abra los ojos. Dígame qué ve.
- Veo un local de churros y hay olor a sal en el aire. El sol se siente más fuerte.
- Le conviene darse vuelta.
- ¡Estamos a una cuadra del mar! Pero no puede ser, seguro sos ilusionista.
- ¿Por qué lo dice?
- Y... porque se lo comenté antes.
- Pero no me dijo el destino. Eso fue el trabajo de su inconciente y del deseo que le transmitió al aparato.
- Bueno, pero no me parece prueba suficiente.
- Entonces probemos con otro destino. Repita las instrucciones.
- Está bien, pero ahora no voy a decirte nada y no quiero nada de trucos.
- Quédese tranquilo, esto no es magia. Ahora cierre los ojos y apriete el botón.
- Si esto termina de funcionar bien, tenga por hecho que se lo compro, señor...?
- Gero, señor. Y ya puede abrir los ojos. Dígame qué siente y ve.
- Siento frío y estoy frente a un confitería bastante concurrida. ¿El cartel está en otro idioma?
- Sí, está en catalán. Ahora mire enfrente.
- Pero este edificio es igual a la foto que vi de chico y creía que era un castillo de arena colosal. No puedo creer que esta sea...
- ¿La Sagrada Familia? Sí.
- Tiene razón. Lo que vende es parte del futuro y lo quiero sin importar el precio. Dígame, Gero. ¿Gero?
Ojo
Por Margarita Rothenberg
Había una vez un ojo retirado en un desván, se podía confundir con una pelota de golf, con un adorno navideño. Llevaba meses, años tal vez, opacado por el polvo y redes de araña. Hasta que llegó un hombre traj escalón traj escalón. Buscaba cuerdas para su guitarra en ese último recoveco de la casa. En un revuelo de materia vetusta el ojo hizo dos o tres giros hasta quedar cara a cara con la punta de una bota. Aquella esfera viva le inspiró una profunda ternura y decidió pedir consulta con su oftalmólogo.
El ojo experimentó una suavidad cremosa en los dedos del guitarrista, la luz comprimió como un golpe su pupila al abrirse la puerta. Bamboleaba con gracia sus partes acuosas en viaje al complejo hospitalario. Cada tanto una gota ácida dilataba su centro, cada tanto la córnea practicaba un blando frontón con las paredes de la caja que lo contenía. Las luces del quirófano le dispensaron un espectáculo de aguas danzantes: imágenes desenfocadas, destellos de alto impacto, humedad continua. Sólo falta Strauss meditó el ojo aguzando su humor vítreo. Él contaba, acompasado en una concentración de rigor treinta y ocho treinta y nueve para llegar a ciento cincuenta, hasta que el cirujano le refirió la buena nueva ya está, todo perfecto. En la sala de espera del cuarto piso el altoparlante solicitó la presencia del familiar de Rodríguez Prado. El guitarrista se incorporó con sobresalto.
Minutos después ubicó la cajita con el ojo en la guantera: ajustaba perfecto como para evitar el empellón de los lomos de burro. La convalecencia duró exactamente un mes. El ojo pudo reconocer con definición formas que había perdido en su memoria, leer desde lejos los silencios de una partitura. Pero lo más inesperado fue una peculiar percepción en la gama de los azules. Por momentos creía percatarse del violeta de la hornalla encendida, del lila del jacarandá del patio, de los reflejos azulosos vespertinos tal como si los lamiera.
Emilio Jurado Naón
Los ojos de la clientela, bajo el sol de otoño, en la mañana microcéntrica. Los ojos abultados del oficinista que quiere ocultar su desaliño con exhalaciones de colonia crasa alrededor del cuello. Se ve cómo se exalta su retina cuando enfrenta los capullos verdes en cajones apilados. Los custodia una verdulera retacona, de leonina transpiración, que mueve los brazos ejercitados entre verduras y bolsas de arpillera: los sumerge en montañas de lechuga, hurgando en busca de la más intacta, examina en el aire (entonces, la luz matinal produce un halo en torno a la planta de lechuga, un vapor, un arco que excita el iris del cliente), examina en el aire la redondez y el peso, descarta dos o tres hojas cachuzas, las arroja a un balde, coloca la pieza en la balanza con soltura, anota en un cuaderno cuadriculado los guarismos y deposita el pedido en una bolsa de nailon blanca que va a parar a los dedos en gancho del consumidor, que, ya ansioso, crepita.
No era extraño ver a más de un adicto llevarse a la boca el puñado de verde criolla al paso por la vereda; incluso sin haberlas limpiado con mucho esmero, apenas una pasadita por la manga del saco que le sacara la tierra. ¡La tierra! El aroma de la madre polvosa de donde brotamos como soja y a la que volveremos como espectros. La degustación de lactuca enervaba la efusión mística de los consumidores, radicalizaba las papilas gustativas, elevaba los pensamientos holísticos, producía un cosquilleo en la cerviz con el que se acomodaba el ánimo por algunas horas.
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Por Margarita Rothenberg
Había una vez un ojo retirado en un desván, se podía confundir con una pelota de golf, con un adorno navideño. Llevaba meses, años tal vez, opacado por el polvo y redes de araña. Hasta que llegó un hombre traj escalón traj escalón. Buscaba cuerdas para su guitarra en ese último recoveco de la casa. En un revuelo de materia vetusta el ojo hizo dos o tres giros hasta quedar cara a cara con la punta de una bota. Aquella esfera viva le inspiró una profunda ternura y decidió pedir consulta con su oftalmólogo.
El ojo experimentó una suavidad cremosa en los dedos del guitarrista, la luz comprimió como un golpe su pupila al abrirse la puerta. Bamboleaba con gracia sus partes acuosas en viaje al complejo hospitalario. Cada tanto una gota ácida dilataba su centro, cada tanto la córnea practicaba un blando frontón con las paredes de la caja que lo contenía. Las luces del quirófano le dispensaron un espectáculo de aguas danzantes: imágenes desenfocadas, destellos de alto impacto, humedad continua. Sólo falta Strauss meditó el ojo aguzando su humor vítreo. Él contaba, acompasado en una concentración de rigor treinta y ocho treinta y nueve para llegar a ciento cincuenta, hasta que el cirujano le refirió la buena nueva ya está, todo perfecto. En la sala de espera del cuarto piso el altoparlante solicitó la presencia del familiar de Rodríguez Prado. El guitarrista se incorporó con sobresalto.
Minutos después ubicó la cajita con el ojo en la guantera: ajustaba perfecto como para evitar el empellón de los lomos de burro. La convalecencia duró exactamente un mes. El ojo pudo reconocer con definición formas que había perdido en su memoria, leer desde lejos los silencios de una partitura. Pero lo más inesperado fue una peculiar percepción en la gama de los azules. Por momentos creía percatarse del violeta de la hornalla encendida, del lila del jacarandá del patio, de los reflejos azulosos vespertinos tal como si los lamiera.
de Natalia Lenart
La calesita gira; en lo alto, una pista de patinaje; nubes blancas zigzaguean, se cruzan delante del fuego.
Desayunamos mate cocido y pan con chicharrón. Mamá, impecable, estrena camisa blanca y se pintó la boca de morado. Nosotras emanamos flores, regalo de navidad. Hoy cumple años papá.
Bocinazo del remisero; me asomo a la ventana, coche azul descascarado, escupe humo negro y, de la boca del conductor, humo blanco. La calesita gira.
“Hasta la estación por favor”, dice mamá.
Rechinan las vías, chispazos en la curva y el tren se contorsiona. En el techo de una casa hay otra calesita que gira, flamean los extra large. El sol encandila; los vidrios traslucen gotas secas de la lluvia de anoche.
Nos acercamos a donde esta papá. Las suelas crujen por el camino ríspido, menos el taco chino de la señora que va por delante; coincidimos siempre en esta fecha.
—Llegamos, AMOR. ¡Feliz cumpleaños!
—¡Feliz cumple, pa!
Silencio. Viro los ojos, el florero tiene agua podrida, verdosa, flores secas. Limpio el mármol con carilinas. Mamá, inmóvil, sin pestañear; la deshojo de la cartera y el ramo de jazmines. Un perro negro nos mira, se acerca y olfatea y mea la tumba, ¡la concha de tu hermana!; lo pateo y salgo corriendo detrás de él. Mamá y Leandra, estatuas vivientes; conectan con el espíritu del viejo. Acomodo las flores y le doy un beso a la foto de papá sonriendo ¿feliz? Qué poco sonreías en vida, cara de ojete por la mañana, por la tarde. Te odio, papá.
—Me voy, las espero en la entrada. El perro negro me acompaña.
Estamos de regreso, sentadas en el quinto vagón: Leandra mueve el pulgar, sube, baja; para esta fecha clava foto de papá en perfil. Subo estado a WhatsApp, fotito del viejo, muestra los dientes y pego muchos corazoncitos. La calesita de la casa ya no gira; el viento se durmió.
Decidimos caminar hasta casa; compramos una selva negra (la preferida de él) y una gaseosa. Mamá me abraza, cruzo el brazo por detrás de ella y de Leandra.
DAVID JUAN JOSE PASOS
Es el agua la prueba de que, quizás, ahora no conviene salir. Puntitos sin forma de puntitos en sí, se desperdigan a los pies del mueble del televisor hasta la silla, en donde acaba de sentarse y dispone su visión a la ventana.
Las cosas parecen no ser si escasean de forma, pero puntitos son lo que parecen. O es la característica más fácil que podemos darle. Por qué uso el plural como si supiera lo que el resto piensa; atribuyéndole cosas a los pares es todo más fácil, que me sepan lapidar quienes nieguen hacer lo mismo.
Qué supone, qué no dice, qué, me pregunto, haciendo una fuerza ridícula con temple de rúcula como si pudiera transferir estas palabras a una mente de distancia. Como si la fuerza de nuestras vivencias hicieran convergencia a través de los colores de cada aura emergiendo de cada cuerpo, desplazándose lentas y cautas, igual que los solitarios cuando buscan parejita al momento en que suena un lento. Y al hacer contacto el tiempo se estanca, aunque el tiempo en realidad: el tiempo no para.
Qué le hace mal, qué. La gente gustamos de hipotetizar con lo que desconocemos, con lo que no tenemos. Manos a la obra, porque ejecutar la construcción de castillitos de ilusiones es un lindo hobby. Quién alguna vez no habló de dones. Siempre voté por escarbar y dar vuelta la cabeza del resto, rasgando entre secretos que cuestan relaciones, delitos que alienan familias e ilusiones que se llevan puesto años. Hay belleza en lo resistente a la intromisión; belleza en la resistencia de aceptar no saber.
De la lluvia no hace falta saber si se queda o se va, si acompaña o ahuyenta. Sé que insiste y sé que cae. Limpia; camufla la resultante de lo que duele y emana la mirada. Y acá, mientras los no puntitos empiezan a invisibilizarse en el suelo, no sé qué es lo que no puedo ver.
Hay definiciones que también se resisten.
Sofía Berghella
Era una noche cerrada. Él se sintió desahogado. O al menos eso quería creer yo, como una idea más tranquilizadora, aunque por dentro… podía sentir cruzar dos vigas de acero en el medio de un edificio y a mí, ubicada en el centro. Mientras caminábamos, escuchaba su voz. Parecía conocer de todas las personas y sitios de los que me hablaba, avanzábamos y me explicaba cómo se había hecho amigo de este o aquel y cómo se había desamistado de todos. La conversación siempre iba a un más allá, recuerdo que hacía preguntas como: ¿Qué importa, quien sos? Si al morir hasta te pierden la personalidad. De repente decía que los problemas auténticos los tenía en el sexo y las dificultades materiales, por dentro sospechaba que no eran más que celos y plata. Para ese momento ya me daba igual a dónde íbamos. Pese a que todo se me hacía familiar nunca encontraba un punto en donde entrar. Cuando intentaba hacerlo, mi garganta se aclaraba, carraspeaba o tropezaba. Qué mal habito el de caminar fría y tontamente con alguien.
Todo mi ser empezó a desenfocarse, mis oídos parecían tener la sensibilidad de una araña. Yendo, viniendo, ya sin aliento, comenzaron a invadirme los recuerdos más profundos y especiales de lugares, personas, conversaciones y paisajes. Pasaban sobre mí en oleadas sus voces, los gestos, su rostro. Me sentía totalmente confusa, al borde de la razón o de cualquier lógica, desconectada. No era difícil entender cómo mediante una simple palabra, una mirada, echara a sangrar la naturaleza de mi alma atormentada. Su cara borrosa y blanda asentía y sonreía una y otra vez, un viento de primavera me arrebata el cuerpo y vuelvo y pienso: fue sensible e indiferente en proporciones iguales y ahora me resulta extraño creer ¿cómo? sobre una cama, se habla con tanta cháchara sobre al amor dándose la espalda. Lo que vertía cada vez que abría la boca no era más que una nota de amor. Digo amor, también podría decir dolor. Si no vuelvo a verlo nunca más (pensé) tampoco lo olvidaría nunca.
de Rafael Fiorentino
Sobre la mesa se desparraman los rayos de luz, los desordena la enredadera que da a la ventana. La mesa con platos abandonados, restos de galletita y charcos de dulce de leche empantanados parecen la arquitectura demolida de una guerra. Un caracol presencia el escenario, llegó con esfuerzo sin notar que había dejado atrás el verde parque. Quieto, asoma su tentáculo para fijarse si alguna mano intenta agarrarlo. Despegarme del suelo, eso sería un sueño para mí, piensa. Decide no avanzar pero prepara suficiente moco para llegar a su destino.
En posición de guardia, un firme soldado lo observa. Su fijeza es excesiva, su expresión desgarradora: parece haber visto algo terrible, una matanza, un compañero caer, un enemigo al acecho. Sobre el campo hay tres soldados más, estratégicamente ubicados. Uno con bayoneta, traído del siglo XIX, pensando en la independencia, pintado de marrón, sin familia que lo espere. Otro se tapa los oídos, grita, no puede cerrar la boca, su entrenamiento no lo preparó para el caos de la guerra. Unido a él, un mortero levemente inclinado espera la orden para atacar. El tercero está especialmente posicionado: detrás de la maceta espera paciente, con el rifle de precisión entre manos, el camuflaje verde mal pintado, los binoculares fundidos en el pantalón. Ninguna gota fría le recorre el cuerpo, pero sabe que de él depende el equipo.
El caracol duda, en verdad, ¿habría podido ser caracol de mar y así salirse de la tierra? De ese modo no tendría que arrastrarse para conseguir comida, para escapar ni para disfrutar del sol. También se mortifica, debía haberse quedado a hibernar como lo hacía cada año, querer reproducirse y tener su caracola especialmente gruesa no era motivo suficiente para intentar semejante hazaña, no era más valioso que los demás caracoles, ¿o sí?. Babélico decide avanzar, se arrastra con esfuerzo. No tiene sentido esperar a las manos que despegan, se dice, el tiempo pasa.
Los soldados ven al enemigo moverse. Sus cuerpos siguen rígidos. El mortero no dispara, parece fallar, el plomo lo invade por dentro. El soldado no puede hacer nada, sus oídos y sus manos están unidas, sus pies no le obedecen. El tirador se desespera al ver cómo el enemigo se acerca al bayoneta y este no reacciona. Quiere gritarle y no puede, las palabras no salen, los disparos tampoco y el enemigo avanza.
El soldado bayoneta cae, retumba con su peso en la madera y el caracol se apoya en sus botas. Sin detenerse avanza por las piernas, siente el pliegue del pantalón, los bolsillos, el cinturón. Al llegar al torso nota, por primera vez, el gran cuchillo que sale del arma del caído. No se sorprende. Por el brazo izquierdo puede pasar, está doblado y el codo parece buen sendero. Alcanza el cuello y ve que no hay manos, la bayoneta está incrustada en el brazo, es su continuación. Nota el cuchillo desenvainado en su otra mano. Está muy ocupado, él no me puede despegar, se dice. Tampoco me puede comer.
La situación se revierte, el plan de contingencia falla, el potus es quien empieza a llorar. Los guerreros han sido vencidos en su propio campo, su preparación resultó ineficiente; su equipamiento y su constitución, inservibles. La desesperación no es camino para nosotros, parece querer susurrar el portador del mortero. No puede, ahora el plomo en su boca sabe a derrota, ya no hay salvación.
La primera contracción contra la verde hoja se siente distinta, es suave, el avance se facilita. Cierra los ojos y prueba el primer bocado. Lo mastica, siente las fibras meterse entre los dientes, recuerda cuáles le dolían, siente su estómago agitarse. No seas ansioso, recuerda los reproches que recibía, nunca probarás aquellas hojas. Sin embargo, es fascinante, suave, como deslizarse en la lluvia. Por los ojos me convenció pero su sabor es inigualable, en el agua ¿habrá algo tan rico? Segundo bocado, el cuerpo le duele mientras mueve la boca. Mira para atrás con curiosidad, sigue su brilloso rastro, algo pasó en el camino: una mancha lo revela, un soldado lo hirió de muerte. Siente las astillas de pintura enterrarse a cada movimiento, piensa en el filo de la bayoneta. Mira a su alrededor, los soldados están de pie viéndolo. No temo, aunque muera, no temo, quizás este sea el verdadero camino para llegar al mar. Cierra los ojos. Siente que lo aprietan y con esfuerzo lo despegan de la planta.
Teresa Noacco
Esta casa compró mi padre cuando regresé de haber pagado mis culpas. No sé si fue por piedad, ganas de ayudarme a retornar a la vida o para encerrarme entre cuatro paredes, tal vez peores que las de la prisión, pues están forradas de espejos.
Creo que llueve, me está vedado poder comprobarlo; siento escalofríos como si la humedad ambiental se hubiera apropiado de mi cuerpo.
Sus palabras de despedida fueron: “Acá, sin lugar a dudas, te vas a encontrar contigo mismo. Mejor dicho, vas a saber quién realmente sos”. Su voz sonó autoritaria como siempre, nunca fui su preferido.
Algo está combatiendo en mi corazón, siento esto como una cárcel de espejos, peor que la anterior. De noche miro mis manos, que interrogan la guitarra. No puedo hilvanar ningún acorde, mis canciones huyeron, me acompaña esta cicatriz rencorosa que cruza mi cara.
Un loco compañero de celda se interesaba en eso de la religión islámica. Todos los días me repetía esas frases en las que se asevera: “El día inapelable del Juicio, todo perpetrador de la imagen de una cosa viviente resucitará con sus obras, y le será ordenado que las anime, y fracasará, y será entregado con ella al fuego del castigo”.
Ese anatema retumba en mi cabeza, no me deja en paz.
Estoy peor; me persigue ese rostro ensangrentado, la voz pidiendo piedad, y yo obnubilado por el rencor.
El espejo ya roza mi nariz, casi no puedo respirar. Busco piedras que no encuentro. Pienso si habrá alguna forma de romper el hechizo. Pagué por todo pero hay alguien que no está satisfecho.
Otra vez su rostro, su voz pidiendo clemencia.
Volvió su padre y exclamó: “El sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, no saldrá nunca de su locura”.
Candela Gallardo
Tenía un violín antiguo de madera rojiza escondido en su armario, junto a un vestido rojo de terciopelo y un labial bordó como la sangre, que aumentaba su flujo al liberarse cada mañana cuando su casa quedaba vacía. Ya con el atuendo puesto, los labios perfectamente delineados y el cabello peinado, sacaba el violín elegante. Se sentaba y los ojos grandes de color café oscuro se le dilataban al observar con emoción los dibujos tallados por su abuelo, que tanto admiraba. Minutos después, deslizaba el arco sobre las cuerdas portentosas, y comenzaba a sonar una melodía primorosa que le abría los oídos y dejaba al descubierto su alma. Era el legado del abuelo y, asimismo, su más grande secreto en una familia tan acomplejada.
En la habitación también tenía un espejo que lo acompañaba, fino e inigualable. Ahí era exactamente donde había descubierto su verdadero ser; por primera vez, a los 12 años, había encontrado un labial de su hermana. Con asombro lo llevó hasta sus labios y los cubrió respetando cada borde. Lo supo hacer perfectamente. Se sintió maravilloso, con ansias de hacerlo toda una vida entera; porque, a pesar de haberlo descubierto en ese instante, siempre lo había llevado adentro. Desde entonces, cuando se miraba en ese espejo blanco brillante, adornado con luces de navidad -íntimo en su habitación-, comprendía, con gran certeza, que era Alan, pero que también quería ser Ana. Allí, igualmente, quedaba al descubierto su alma. Para él y para ella, el espejo y el violín eran extraordinariamente semejantes; su capacidad de reflejar provocaba brillantez. Un sentimiento único y complejo que solo podrían lograr dos objetos como estos.
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